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Mujeres blancas y cultas: La división del feminismo ante Hillary Clinton

Sara Berbel

En los últimos meses hemos tenido ocasión de oír contundentes críticas hacia la candidata a presidenta de Estados Unidos, Hillary Clinton, algunas procedentes de los sectores más progresistas de su propio partido y otras tantas del propio movimiento feminista. Aunque resulten chocantes críticas, que claramente la debilitan ante un adversario tan homófobo, racista y misógino como Donald Trump, las voces contrarias a la candidata no se han acallado.

Pese a que Clinton se define como feminista, y así lo ha hecho durante toda su vida, se la acusa de preocuparse por las mujeres blancas, de clase media o alta, mayoritariamente cultas, y de olvidar a las más desfavorecidas.

Una de las voces más significadas ha sido la de la pensadora Nancy Fraser, ampliamente reconocida por sus análisis sobre las desigualdades sociales y la necesidad de redistribución, reconocimiento y representación (las contundentes 3R) de los colectivos con riesgo de exclusión social. Fraser ha señalado que Clinton representa un feminismo neoliberal centrado en romper el techo de cristal, eliminando los obstáculos que impiden a las mujeres alcanzar puestos de decisión en empresas y gobiernos. Se trata de mujeres de clase media o alta, con suficiente nivel educativo, y que ya poseen capital cultural y relacional; por tanto, mayoritariamente mujeres privilegiadas. El problema radica en que su posibilidad de ascender depende en buena medida de otro colectivo de mujeres, el que se encarga del servicio doméstico y del cuidado familiar, trabajadoras inmigrantes, en precario y con muy bajos sueldos.

Pese a ello, nadie deja de reconocer que Clinton empezó su carrera abogando por las mujeres y la infancia, es famosa por su defensa feminista ante la ONU, donde equiparó los derechos de las mujeres y los derechos humanos, y ha defendido con consistencia el derecho al aborto. Durante su estancia en la Casa Blanca defendió con denuedo un sistema de asistencia médica para toda la ciudadanía y, mientras fue Secretaria de Estado, impulsó estratégicamente las políticas para el desarrollo y empoderamiento de mujeres desde todas las embajadas estadounidenses. A la luz de todos estos datos ¿es o no es feminista Hillary Clinton?

Echar un vistazo a la Historia nos puede orientar. ¿Se atrevería alguien a decir que el movimiento sufragista, formado fundamentalmente por mujeres de clase media y alta, algunas de ellas con demostrados rasgos clasistas, no es feminista? Las bienpensantes sufragistas inglesas y norteamericanas dieron un paso gigantesco en la igualdad de derechos pese a no contemplar subvertir el sistema dado en su globalidad, manteniendo el respeto a los lazos matrimoniales, a la familia y a la religión. No es menos cierto, sin embargo, que, al mismo tiempo, las feministas socialistas (mucho más olvidadas y menos reconocidas) luchaban por la emancipación de las mujeres mientras trataban de acabar con la esclavitud que suponía para ellas la familia, las relaciones amorosas, las religiosas y las laborales. El imaginario de cambio social era, sin duda, mucho más amplio y profundo entre estas últimas que entre las sufragistas, pero estoy convencida de que fue la fuerza de ambos movimientos la que logró crear el clima cultural necesario (el llamado “espíritu de los tiempos”) para lograr el derecho al voto y los demás avances hacia la libertad de las mujeres occidentales.

Por todo ello creo que la división en el movimiento feminista en momentos clave para nuestra sociedad debería superarse por una alianza que aunara la ética de la convicción con la ética de la responsabilidad. Los puntos de acuerdo podrían remitirse a los siguientes argumentos:

1. La falta de perfección o de pureza no puede ser una excusa para afianzar el sistema patriarcal. Otorgar la presidencia, aunque sea por pasiva, a una persona como Trump es una temeridad no solo para Estados Unidos sino para toda la humanidad, en tanto que su país es el más poderoso de mundo. El profundo desprecio de Trump hacia las mujeres, las minorías y aquellos más débiles es la expresión más pura y radical del patriarcado.

2. Las feministas no deberíamos participar de los estereotipos con que se tacha a todas las mujeres que están en puestos de poder, pensados para deslegitimarlas y disminuirlas en sus actuaciones. Ser fría, ambiciosa o dura son adjetivos asociados solo a mujeres poderosas que debemos desmontar con una mirada más compleja y multidimensional de sus personalidades.

3. El feminismo implica un nuevo orden social y lucha por el acceso igualitario de las mujeres a todos los ámbitos, laborales, sociales, académicos y económicos. Las mujeres con menos posibilidades deben ser siempre el centro de nuestras actuaciones, pero ello no es incompatible con la defensa del acceso de mujeres a lugares de poder, especialmente si las que llegan se declaran feministas y trabajan por la igualdad.

Cambiar el mundo no es fácil, pero sumando, estableciendo alianzas y redes en torno a los pactos que podamos consensuar, sin duda estará mucho más a nuestro alcance.

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