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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal

Un brindis por los sanitarios en el bar abarrotado

Mascarillas, geles y guantes, protagonistas el primer día de bares y terrazas

Isaac Rosa

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 En la puerta del bar, minutos antes de que llegue la policía municipal para cerrarlo por aglomeración, un cliente levanta su cerveza:

-¡Brindo por los sanitarios, todos esos médicos que salvan vidas en los hospitales!

-¡Por las enfermeras, que hoy es el día mundial de la enfermería! –añade otro.

Hay quien pide un minuto de silencio por los veintitantos mil muertos, pero con el ruido nadie lo oye. Dos señores siguen hombro con hombro la comparecencia de Fernando Simón en el televisor; ha dicho algo sobre olvidar demasiado pronto a los fallecidos y hospitalizados. Un grupo de amigos pide otra ronda y la dedican a la memoria del abuelo de uno de ellos. En la barra, en su rincón de siempre, hay un vino que nadie tocará, homenaje a un parroquiano muerto. Dos colegas se apuestan un café sobre si habrá repunte y volveremos al encierro. En la pizarra, a falta de fútbol, hay una porra sobre qué provincias pasarán a la fase 2. Llega la policía, todos apuran la caña y se alejan para evitar la multa.

Es una escena ficticia, por supuesto. Un intento por reflejar el alterado estado de ánimo en que vivimos estos días. Por un lado, una minoría, no sabemos si grande o pequeña pero minoría, que cada vez se relaja más y se vuelve imprudente, peligrosa. Por otro, el colectivo de trabajadoras y trabajadores sanitarios, exhaustos tras dos meses de tensión máxima, y que estos días comparten por WhatsApp vídeos de súplica o de reproche, y llaman a los programas de radio y televisión para mostrar su desesperación y desahogar su temor a que vuelva a desbordarse el sistema sanitario. Entre medias, una mayoría de ciudadanos que seguimos cumpliendo como hemos cumplido ejemplarmente durante casi dos meses con más responsabilidad que obediencia; quienes no hemos olvidado el Palacio de Hielo convertido en morgue, ni los miles de fallecidos en residencias, ni los rostros hinchados del personal sanitario tras interminables jornadas. Como tampoco nos olvidamos de aquellos que temen más al paro que al virus, y los que hacen cola en la calle para recoger bolsas de comida –guardando los dos metros de distancia-.

Seguimos asustados y desconcertados, pero cada semana un poco más cansados, más claustrofóbicos y ahora también un poco agorafóbicos, y cabreados con el mundo y con el vecino insolidario, con el que burla las franjas horarias y no se pone la mascarilla frente al empleado del súper porque no le da la gana. Seguramente también nosotros nos estamos relajando, no por dejadez sino porque no nos llegan las fuerzas ni el ánimo, y también vamos sumando pequeñas irresponsabilidades. Queremos salir de casa, necesitamos recuperar algún destello de la normalidad perdida, pero nos aterra cuando vemos salir a los demás y nos resulta insoportable la normalidad de otros.

Nos pasó cuando volvieron al trabajo los “no esenciales” y el primer día apretaron vagones de metro y cercanías. Y el sábado que los niños llenaron parques y paseos, y cuando los deportistas y paseantes. Se repite ahora con los bares, nos incomoda ver terrazas animadas incluso si cumplen distancias y aforos. Y volveremos a sufrir el sobresalto cuando reabran los centros comerciales y el primer día haya empujones, y cuando regresemos a las playas y calculemos mal la distancia entre sombrillas, y cuando se permitan los desplazamientos entre provincias y se formen caravanas.

No nos gusta que el gobierno nos trate como a menores de edad, con normas, horarios y castigos; nos sentimos conejillos de un experimento de ingeniería social, clamamos contra el autoritarismo y los policías de balcón. Pero a la vez criticamos que el desconfinamiento vaya demasiado rápido, que las reglas no sean más claras y estrictas, pedimos mantener el estado de alarma, y culparemos al gobierno si hay un rebrote por haber soltado antes de tiempo a los niños o a los runners o a los del botellín.

Pero estos dos meses de excepcionalidad no han sido fruto de la represión. No hay policía suficiente para mantener a toda la población en casa, ni para que guardemos la distancia, nos pongamos la mascarilla o nos lavemos las manos. Ha sido, está siendo, un ejercicio de responsabilidad colectiva enorme. Bares incluidos: pese a las repetidas imágenes indeseables, en la mayoría de bares los propietarios, trabajadores y clientes se comportan con responsabilidad.

Ahora queda lo más difícil, compañeros: mantener esa responsabilidad cuando afloja la emergencia y sobre todo aflojan nuestras fuerzas y nuestro ánimo. Pero hay que pensar que menos fuerzas y menos ánimo le quedan a todas esas trabajadoras y trabajadores sanitarios (médicas, enfermeros, auxiliares, celadores, limpiadoras...) que durante semanas se han dejado toda su energía, su salud y algunos la vida. Que sea por ellos. Mejor que brindis o aplausos, nuestros actos. Gracias.

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