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El futuro es ahora

El Paseo de la Castellana, en Madrid.

María Ramírez

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Desde hace semanas, paso buena parte de mi día leyendo informes y artículos con ideas para adaptar la manera en que vivimos y trabajamos a la nueva, repentina realidad. Para ningún país es fácil, ni siquiera para los más ricos e innovadores como Estados Unidos, porque cambiar las costumbres y darle la vuelta a la economía requiere tiempo, dinero y una situación de menos emergencia. Pero muchos están manos a la obra.

Cuando escucho y leo los cabezachorlitismos de tantos políticos irresponsables que hablan de la economía con palabras gruesas de poco contenido me pregunto si alguien a su alrededor estará trazando un plan de cómo invertir tiempo y dinero en mejorar nuestras ciudades y ayudar a las empresas y a los trabajadores a cambiar de vida.

Esta pandemia no se ha acabado y, mientras avanzamos en muchos sentidos a oscuras entre el virus, el escenario más realista es que faltan años más que meses para que todos podamos estar inmunizados. La única forma de sobrevivir, mientras avanza la ciencia, es cambiar. Algunos de esos cambios pueden ser para bien a largo plazo: para apreciar e invertir en todo eso que ahora llamamos servicios esenciales, para mejorar nuestros entornos laborales y personales, para tener una red pública más segura.

En España, el cortoplacismo es parte de nuestra vida diaria en la oficina o en casa. Y no siempre es malo. A menudo va unido a una capacidad de improvisación y flexibilidad menos frecuente en otros países y que nos ayuda, como ahora, a superar las emergencias. Pero el cortoplacismo no nos sacará de esta crisis más allá del horror de las primeras semanas. Hace falta mucho más que improvisar.

Se trata de reformar los edificios para que la ventilación sea mejor, trabajar de manera sistemática a distancia, fomentar desplazamientos más cortos en nuestras ciudades, utilizar mejor el suelo como en otros países europeos, poner más carriles bici y favorecer o incluso inventar alternativas al transporte público masivo, introducir horarios flexibles para que el trabajo y los cuidados encajen mejor e interiorizar los protocolos de limpieza.

Algunos de esos cambios son sólo adaptaciones, pero hay mucho más. Parte de los negocios que dependen del contacto con el público, como los bares, los restaurantes, los hoteles o las tiendas de ropa, van a tener muchas dificultades que no se solucionan con unas mamparas y unas sillas más en medio de la calzada. Parte de esas personas necesitan ayuda para adaptar su negocio a un servicio online o para reorientarlo dentro del sector, y otras pueden necesitar ayuda para cambiar de empleo, sobre todo en las áreas de mayor densidad de población y más vulnerables a los brotes de la epidemia. Ya hay casos de éxito individual, pero es necesario un marco con más ayudas e ideas públicas para que no dependa del ingenio, la suerte y el margen económico de maniobra de cada uno.

¿Dónde está ese plan? Claro que no es fácil, pero parte de lo que están pergeñando otros países es cómo ofrecer nuevos puesto de trabajo clave para ayudar en el rastreo de contactos de infectados, dirigir los flujos de personas para garantizar la distancia física y asistir a la investigación científica. La inversión en empleos del sector de la salud pública y de muchos otros servicios públicos en toda su diversidad tiene un impacto a medio y largo plazo que puede ayudar a toda la economía. ¿Dónde está ese plan?

Confío poco en esos políticos que tienen tanta prisa por chupar cámara con afirmaciones vacías o en sus palmeros sin escrúpulos, pero alguien de su entorno se podía leer este estudio detallado con consejos, prioridades y umbrales de la Universidad de Harvard sobre qué hacer para reabrir nuestro mundo. Por lo menos para entender mejor lo que depende de ellos, que es sólo una parte.

La crisis ha puesto a España ante sus carencias históricas como hemos visto dramáticamente con la escasa capacidad para producir mascarillas, tests, respiradores o incluso medicamentos. Con el poder de la improvisación y la flexibilidad nacionales, muchas empresas han demostrado que lo pueden hacer en una carrera contra el reloj de una pandemia y han dado un ejemplo de reconversión ejemplar. Pero, ¿dónde está el plan para que ese cambio sea sostenible y general?

Y no vale sólo con pedir que las aulas reduzcan su aforo y las familias se adapten a algunas horas en las que los niños estarán en casa. Los profesores necesitan formación y apoyo para dar clases online, intervenir en los casos de estudiantes más vulnerables y cambiar su manera de relacionarse con los alumnos. Los estudiantes que lo necesiten deberían tener tabletas y conexión a Internet gratis y hace falta un nuevo plan de estudios más flexible.

El ruido de las tonterías políticas pensando en elecciones lejanas que me da escalofríos comentar sólo dificulta un trabajo arduo del que ni siquiera sabemos cómo saldremos. Muchos de los cambios necesarios pueden ser buenos a largo plazo, pero a medio ni siquiera serán la solución para todos. Pero qué menos que pedir a los gobernantes del gobierno central, la comunidad autónoma o el ayuntamiento -esos a los que pagamos para gestionar las crisis- que dediquen esfuerzos a esto. Para eso están los servidores públicos y las instituciones en sentido amplio, también las privadas.

En lugar de prisas irresponsables, hacen falta planes, hacen falta ideas, hacen falta fondos públicos bien empleados.

Pensar en el futuro en medio de una pandemia en la que han muerto más de 26.000 personas en unas pocas semanas, como nunca antes en la historia de la democracia española, es difícil, claro. Pero el futuro es ahora. Y no se resuelve con un par de mamparas.

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