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Hoy hablamos de la supresión del plazo

The New York Times ve "alarmante" el debate del aborto en España

María Casado

  • Plazos e indicaciones, dos opciones para la regulación del aborto que implican, según María Casado, un modelo distinto de entender la capacidad de las mujeres

Detrás de los cambios normativos subyacen valores que se pretenden proteger o modificar. Así, el anteproyecto de regulación de la interrupción voluntaria del embarazo presentado por el Gobierno forma parte de una campaña más amplia de recorte de derechos y de promoción de los valores de cuño ultraconservador y nacionalcatólico que están intentando rehabilitar.

El papel de la mujer en la sociedad, la valoración de su autonomía en las decisiones que le atañen y su rol en la familia y la sociedad son de los más gravemente afectados. No hay que olvidar que en tal ideario las mujeres son secundarias y subordinadas; el sexo, débito conyugal encaminado a la reproducción; y el ejercicio de la libertad ajena, siempre sospechoso. En este sentido, la supresión del plazo propuesta en el anteproyecto resulta por antonomasia significativa.

La regulación del aborto tiene cinco alternativas: prohibición total, aborto libre, despenalización de indicaciones tasadas, establecimiento de un plazo de libre decisión de la mujer, o instauración de un sistema mixto que conjugue el plazo con ciertas indicaciones –el modelo actualmente vigente en nuestro país–.

Descartadas las dos primeras opciones, pues nadie actualmente las ha defendido en nuestro panorama político, la diferencia crucial entre indicaciones y plazos es únicamente el lugar que ocupa la mujer en la decisión. En el plazo la decisión es suya –sin avales externos de médicos, psicólogos, asistentes sociales, ni grupos de apoyo de por medio–: en un primer periodo –que suele variar de 12 a 21 semanas de embarazo–, la mujer decide si sigue adelante con un embarazo que no desea sin tener que dar razones de por qué lo hace, lo que no significa que no tenga causas, sino sólo que no tiene que hacerlas públicas, ya que son parte de su derecho a la intimidad.

Esto implica que se trata a la mujer como a una persona realmente capaz de tomar sus decisiones sin intromisión, que se la considera realmente autónoma y no como una incapaz necesitada de consejos y asesoramientos obligatorios a golpe de ley; ella ya los buscará si los necesita y sabrá por qué lo hace. Es decir, se la respeta, de verdad y en serio, como una ciudadana: una persona adulta capaz.

Las indicaciones (tres o cuatro supuestos despenalizados, según las legislaciones) pueden dar amparo a los mismos casos, según se interpreten y fijen; es decir, pueden permitir igual número de abortos en la práctica. La diferencia fundamental reside en que no es la mujer quien tiene en su mano la decisión, sino que necesita muletas: informes médicos sobre su salud o la del feto, informes policiales en la violación y, en los casos que se acepta la indicación socioeconómica, informes de servicios sociales.

Es evidente que cada una de las opciones tiene detrás un modelo distinto de entender la capacidad de las mujeres; las mismas mujeres que, por cierto, dirigen partidos y gobiernan países, gestionan empresas, educan hijos y cuidan padres, sin que para esto se cuestione su capacidad para decidir.

Decir que esta propuesta normativa, de restricción de derechos de las mujeres, es “para proteger la vida” resultaría risible si no fuera porque tiene consecuencias tan duras. Sabido es que la prohibición del aborto no lo evita, sino que sólo lo hace clandestino. Sabido es que el Estado puede manifestar su apuesta por la vida sin necesidad de ejemplificar a costa de la vida y la salud de las mujeres –es decir, más de la mitad de su ciudadanía–, sino mediante políticas de verdadero apoyo a la vida de los ya nacidos y las familias mismas. Sabido es que la única manera efectiva de disminuir el número de abortos es evitar embarazos indeseados, y esto sólo se consigue con una buena educación sexual y reproductiva y un acceso real a los anticonceptivos.

Así pues, resulta que estamos ante un anteproyecto que pretende introducir cambios de un enorme contenido simbólico, que implican un retroceso en la valoración de la mujer y su lugar en la sociedad española.

Además, planea en la propuesta un tufo de cambalache: dispuestos a ceder y rebajar, pedir lo más, y así contentar a los sectores más retrógrados del partido y del país, tener una cortina de humo para tapar más restricciones de derechos sociales con este ruido mediático y hasta la oposición entretenida haciendo de esto su caballo de batalla…

Todos sabemos que la ley no quedará así: se irán haciendo aparentes concesiones para volver a donde estábamos antes de la ley de 2010. Los obispos, contentos; las clínicas privadas –que cubrirán cobrando los abortos que no se harán en la sanidad pública–, contentas; los autodenominados provida, contentos… y un amargo regusto de saber que, una vez más, se usa a la mujer como moneda de cambio.

Pero ¿de qué nos quejamos? Si ya sabíamos el remedio: “cásate y se sumisa”.

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