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Asalto al Estado

Una de las protestas por las privatizaciones, en este caso sanitarias.

Antón Losada

La historia solo es la repetición cansada de unas cuantas metáforas, sostenía Borges. La economía y la política, también. Economistas, politólogos y decisores recreamos continuamente un puñado de viejas historias con la pretensión de hacerlas parecer nuevas cada vez que las volvemos a contar. Los períodos de crisis económica y recesión vuelven siempre a la lista de sospechosos habituales. Siempre acaban resultando culpa de las empresas públicas, de los trabajadores públicos, del Estado del Bienestar, de lo público, de todos. Y lo que es de todos, habitualmente acaba siendo de nadie. Ésta vez no parece diferente.

La crisis actual no resulta muy distinta a las anteriores en su dimensión más decisiva: quién la paga. Para cargar con los costes y los sacrificios casi nunca existe cambio de modelo, ni emergencia de un nuevo paradigma. Siempre acaban perdiendo los mismos. Siempre acaban ganado los mismos. Ni siquiera resulta realmente tan novedosa esta nueva realidad virtual de un planeta globalizado, retransmitida veinticuatro horas, en directo y en diferido, a través de los medios y en las redes sociales. Es la historia más vieja del mundo, digitalizada y remasterizada. Lo público resulta muy productivo para los intereses privados. Siempre lo ha sido. Solo hay que saber apropiarse de los bienes públicos encontrando la manera de que no parezcan negocios privados.

En los años sesenta, el crecimiento “desmesurado” de los servicios públicos fue declarado culpable por los adalides de la ortodoxia económica liberal. Generaba inflación y amenazaba mortalmente el crecimiento de la economía. Por eso, era mejor dejarlo todo como estaba, contener la expansión de lo público para no poner en peligro la creación de riqueza. En los años setenta, los polemistas de la Escuela de Chicago dieron por fracasadas varias veces a las políticas públicas en su intento de generar más igualdad. El pensamiento neoliberal acusaba entonces al Estado de haber llenado nuestras sociedades, mercados y dormitorios de “rigideces” y burocracias. Por eso, lo mejor era permitir que fueran los proveedores privados quienes se hicieran cargo de todo. Para que el gasto público no aplastase los grandes avances sociales logrados o acabasen asfixiados bajo el peso de la burocracia.

Durante los años ochenta, Margaret Thatcher, Ronald Reagan y la Revolución neoconservadora señalaron al “insostenible” Estado del Bienestar como el mayor creador de desempleo y el máximo causante de la estanflación. Era el responsable de haber sobrecargado con expectativas imposibles a gobiernos y administraciones, hasta convertirlas incluso en temibles “amenazas” para la libertad individual. Por eso, lo mejor era privatizar y bajar los impuestos. Para que la loable búsqueda del bienestar universal no acabase creando monstruos perversos, o ahogando a los emprendedores en un mar de colectivismo estéril.

En los años noventa y principios del siglo XXI, a los cargos contra lo público por haber continuado produciendo desempleo masivo, haber llenado de regulaciones y autoritarismo nuestras vidas, generar desigualdad universal y enquistar la exclusión social, la nueva derecha europea y el pensamiento Neocon norteamericano han incorporado la imperdonable acusación de suponer un “freno” para el exitoso proceso de globalización que iba a hacernos a todos más libres y más ricos. Lo público es un lastre para el progreso globalizador, proclaman. Por eso hay que desmontar el Estado del Bienestar. Porque pone en riesgo la riqueza y el progreso económico, porque según el Tea Party tiene consecuencias perversas para la libertad individual y porque además resulta fútil en este nuevo mundo de payasos y mercados sin fronteras. Si levantamos los adoquines del Estado, debajo estará la arena de las playas del libre mercado. Esa es la nueva promesa de los piratas de lo público.

Las mismas metáforas interesadas, las mismas realidades inventadas, los mismos cuentos de miedo repetidos una y otra vez. Hay poco o nada nuevo entre el ruido que escuchamos en estos tiempos sombríos para justificar y legitimar el dogma de la austeridad, la solución final del sufrimiento masivo, el programa de la consolidación fiscal por cualquier medio necesario, o el objetivo declarado de reducir el tamaño del Estado para así supuestamente devolver recursos y capacidades a nuestra emprendedora sociedad civil. Sin saber muy bien cómo, la crisis financiera provocada en los mercados ha terminado resultando culpa del Estado. Ahora supone una gravosa deuda colectiva. Como en aquel manido chiste donde el asesino siempre era el mayordomo, en esta historia de ciencia ficción económica moderna y globalizada que nos cuentan a diario, lo público siempre es el culpable.

La lógica neoliberal comunica bien. Resulta intuitiva. Simplifica con enorme potencia una realidad compleja y muchas veces amenazante y, sobre todo, identifica con facilidad culpables claros para los problemas de cada uno de nosotros: los demás. Admitámoslo —suele repetir con cruda franqueza ese compañero neoliberal que a todos nos ha tocado en suerte en el trabajo—, cuando se tiene asegurada una buena renta, se gestiona un patrimonio solvente, se disfruta de un completo seguro privado y se pueden elegir excelentes colegios para los hijos, el Estado siempre se antoja un artefacto costoso e inservible. Cuando no necesitas nada más, todo cuanto no sea gastar en policía o justicia que te proteja, siempre parece un despilfarro inútil. Si además el Estado detrae una parte de tus ingresos legítimamente ganados para favorecer a alguien que no los tiene porque no ha trabajado tan duro como tú, o ha sido cigarra en vez de hormiga, o los ha despilfarrado, la cosa suena bastante injusta, incluso inmoral. Si además eres funcionario en excedencia, como la inmensa mayoría de los neoliberales españoles, el Estado supondrá siempre una losa insoportable para un espíritu tan emprendedor.

La lógica Neoliberal suena siempre irrefutablemente justa. Como resuena siempre la religión. Pero además de justo, el discurso neoliberal sabe cuándo y cómo ser comprensivo. Sabe también mostrarse piadoso y humanitario cuando la ocasión lo merece. Sin duda —suele comentar ese cuñado o cuñada neoliberal que a todos nos ha venido con la familia— está bien y resulta hasta tranquilizador que exista un cierto sistema de seguros y coberturas por si pasa alguna desgracia, o para los casos de mala suerte de los que nadie está a salvo. Pero que no sea demasiado grande, porque eso genera mucho fraude y no resulta sostenible. Además, esas desgracias no tienen porque pasarnos ni a ti ni a mí, porque no hemos hecho nada y no nos las merecemos, nosotros trabajamos y pagamos nuestras deudas.

El Gobierno tiene como misión gobernar procurando causar “las menores incomodidades, injusticias y humillaciones posibles a los súbditos”. Lo decía Adam Smith. Y era escocés y recaudador de tributos para la Reina de Inglaterra en la aduana de Edimburgo. Sabía de qué hablaba. No hay un momento en la historia a partir del cual el Estado comenzó a ser el problema. Para muchos, el Estado siempre ha sido el problema y nunca debió haberse permitido que lo público llegase tan lejos.

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