Los vecinos de Ibiza se organizan para salvar el agua que derrochan los hoteles-discoteca: “Todos salimos ganando”
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El todoterreno salta sobre las piedras del camino como si fuera una liebre. Sube, sube y sube hasta que, al llegar a un recodo, aparece una cancela. El conductor aprovecha el espacio para girar y empezar el descenso desde sa Murta. La parte alta de esta sierra está a más de 300 metros sobre el nivel del mar y, desde allí, la perspectiva impresiona. Al fondo, Formentera. Justo delante, los estanques salineros de Eivissa, bañados por la luz de un frío atardecer de noviembre. Durante la maniobra, una voz de mujer dice desde el asiento del copiloto: “¿Veis? Esa puerta es la que marca el final del municipio de Sant Josep. Justo ahí empieza el municipio de Sant Antoni. También es el límite, claro, entre las parroquias de Sant Jordi y Sant Rafel. De aquí para abajo, todo lo que veis es nuestro barrio. Es Rafal Trobat”.
Catalina Sala Cardona no es geógrafa, pero sabe describir, con topónimos escritos en pocos mapas, el lugar en el que ella fue niña durante la década de los sesenta y donde sigue viviendo –en la misma casa, Can Pere Marí– tanto tiempo después. Un pequeño mundo –cerros cubiertos de pinos, la hendidura central de un torrente salpicado de bancales, una docena de casas con patio y huerta, el camino sin asfalto por donde trepó el todoterreno– al que es difícil llegar. A estos tres valles que confluyen en el mismo punto los tapa un cerro –es Puig de Can Parreta, en el extremo opuesto a la montaña que ascendía el todoterreno–, que hay que rodear para alcanzar el exterior. Más que un paso, son las puertas de una muralla.
Pese a estar a pocos minutos en coche del aeropuerto, ese aislamiento explica por qué esta vénda –las divisiones históricas de los términos ibicencos– parece estar a salvo del sambenito de la masificación que soporta Eivissa. Ser una isla dentro de otra isla quizás sea el motivo que convirtió a es Rafal Trobat una aldea gala. Chiquita, pero con fuerza suficiente para conseguir el cierre de una desaladora que contaminó durante una década pozos de casas particulares mientras alimentaba los grifos de los hoteles que, unos kilómetros cuesta abajo, proyectan su sombra sobre la playa. Algunos también escupen los beats de la música electrónica que se pincha durante la temporada turística. Son discotecas encubiertas.
Ser una isla dentro de otra isla quizás sea el motivo que convirtió a es Rafal Trobat una aldea gala. Chiquita, pero con fuerza suficiente para conseguir el cierre de una desaladora que contaminó durante una década pozos de casas particulares mientras alimentaba los grifos de los hoteles y discotecas encubiertas situados unos kilómetros cuesta abajo
La Associació de Veïns des Rafal Trobat se constituyó en 2007, el mismo año en el que se puso en marcha aquella desaladora. “Ya somos mayores de edad”, subraya Cati Sala, que es la presidenta de un colectivo vecinal que, pese a representar a un pedazo de la isla tan ínfimo –320 hectáreas de parcelas vedadas– como deshabitado –alrededor de cincuenta residentes en invierno–, se ha convertido en un lobby que presiona en varios frentes. Por ejemplo, en la lucha contra el despilfarro, la sobreexplotación y la falta de eficiencia –durante legislaturas de distinto color político en las administraciones autonómica, insular y municipal– en la gestión de los recursos hídricos de una isla en la que llueve, de media, nueve días menos cada año que en 2015.
La Associació de Veïns des Rafal Trobat se ha convertido en un 'lobby' que presiona en varios frentes, entre ellos, en la lucha contra el despilfarro, la sobreexplotación y la falta de eficiencia en la gestión de los recursos hídricos de una isla en la que llueve, de media, nueve días menos cada año que en 2015
Los bancales, un dique contra la DANA
Con la mano derecha sujeta el móvil, en horizontal, y con el índice izquierdo señala unas terrazas salpicadas por olivos y algarrobos, justo detrás de una laguna en la que crecen cientos de cañas. “Mirad cómo bajaba por aquí enfrente”, dice Rafael Tur Tur –el conductor del todoterreno, el tesorero de la asociación de vecinos– al pausar el vídeo y pasar el pulgar por la pantalla para reproducir el siguiente. “Así estaba dos horas después de la tormenta. La lluvia se quedó embalsada… y no hizo apenas destrozos. Las paredes de pedra seca aguantaron. Están muy bien construidas”. Los vídeos que acaba de reproducir los grabó el pasado 1 de octubre. Mientras barriadas populares y urbanizaciones de pisos de lujo –y el puerto– se inundaban en la capital de la isla, el barrio de casas diseminadas en el que vive –Can Tití se llama la suya– tragaba todo el agua que podía. Hasta saciarse.
En es Rafal Trobat cayeron unos 210 litros por metro cuadrado, sólo cuarenta menos que en las zonas bajas que tardaron minutos en anegarse. “Se trata de laminar el agua y, para eso, hay que frenarla”, dice Rafa Tur, “no acelerarla asfaltándolo todo y encajonando con cemento los cauces de los torrentes. Si os fijáis, los bancales tienen una pendiente inversa a la del valle, para que al agua le cueste rebasarlos y vaya filtrándose al subsuelo. Nos hemos dedicado a restaurar estas fincas, que se fueron abandonando cuando el turismo desplazó a una agricultura que está volviendo porque cada vez más vecinos se animan a sembrarlos. Esa balsa que también la hemos hecho nosotros [la laguna del cañar, un depósito donde caben 170 toneladas de agua, artificial aunque parezca obra de la naturaleza] también hace de dique y como no se vacía ni en verano se ha convertido en un punto de biodiversidad: los bichos lo saben y vienen a abrevar. Todo suma. Este mosaico agrícola que estamos creando, no sólo previene riadas allí abajo. También es esencial para rellenar el acuífero de sa Serra Grossa, que está agotado y salinizado por la sobreexplotación”.
Los bancales tienen una pendiente inversa a la del valle para que al agua le cueste rebasarlos y vaya filtrándose al subsuelo. Nos hemos dedicado a restaurar estas fincas, que se fueron abandonando cuando el turismo desplazó a una agricultura que está volviendo porque cada vez más vecinos se animan a sembrarlos
Hace medio siglo, los vecinos de es Rafal Trobat vivían sin agua pese a vivir en el borde de una piscina, subterránea y gigantesca. Cati Sala explica la paradoja: “El acuífero estaba demasiado profundo, a casi cien metros. Era imposible llegar tan abajo. Vivíamos y cultivábamos –pero sin poder practicar el regadío– con la lluvia que recogíamos en las cisternas. Todas las casas siguen teniendo, aunque desde hace tiempo tengamos nuestras perforadas mecánicas o podamos llamar a algún camión para que nos abastezca”. El problema fue que entre medias –“Hace por lo menos cuarenta años”, precisa Rafa Tur– irrumpió el negocio. Atraídos por su caudal y por el turismo que se concentraba en la costa, varias empresas de abastecimiento hídrico empezaron a chupar de sa Serra Grossa. Hasta esquilmarlo.
“Primero agotaron el pozo y, como bajó tanto el nivel freático, se salinizó. Luego, a un alcalde, que ya se ha muerto [el popular José Ramón Serra Escandell, que gobernó Sant Josep de sa Talaia durante seis mandatos y, después de acabar absuelto de varias causas, fue inhabilitado por prevaricación cuando ya estaba fuera de la primera línea política], se le ocurrió que el agua salobre se tenía que depurar allí al lado y construyó la planta de ses Eres [la desaladora portátil que se cerró en 2018, tras el lobby que hicieron los vecinos]. Producía cuatrocientas toneladas la hora, pero el 70% del agua desalada se perdía por el camino. La salmuera, encima, la tiraban por las alcantarillas y salaba los pozos de las casas en las que vivimos”, dice Rafa Tur.
Primero agotaron el pozo y, como bajó tanto el nivel freático, se salinizó. Luego, a un alcalde, que ya se ha muerto [el popular José Ramón Serra Escandell], se le ocurrió que el agua salobre se tenía que depurar allí al lado y construyó la planta de ses Eres. Producía 400 toneladas la hora, pero el 70% del agua desalada se perdía por el camino
Para este abogado y auditor sociolaboral, estos valles son más que un pasatiempo al que dedicar las horas que le deja libres su trabajo en la ciudad. Antes de que se pusiera al volante, varios de sus compañeros, mientras se celebraba una improvisada junta vecinal en torno a la circunferencia gigante de un depósito antiincendios –en la zona media es Rafal Trobat–, lo señalaron también como “el motor de todo lo que ha sucedido” desde que se organizó una brigada de vecinos para limpiar el lecho del torrente.
El agua, siempre el agua
La limpieza de aquel cauce seco fue una semilla. “Salió de todo, coches y motos, incluso; el lecho estaba lleno de los cascotes de los antiguos hornos de cal que había en el bosque, derrumbados después de que dejara de explotarse el bosque y empezaran a usarlos como basureros. Treinta toneladas de mierda sacamos”, dice Rafa Tur. “Nos dimos cuenta, como sucedía antes de que mucha gente se marchara del valle, cuando se quedaron sólo tres casas habitadas, de que si hacemos cosas en común y tomamos decisiones conjuntas, todos salimos ganando”, desarrolla Cati Sala.
Nos dimos cuenta, como sucedía antes de que mucha gente se marchara del valle, cuando se quedaron sólo tres casas habitadas, de que si hacemos cosas en común y tomamos decisiones conjuntas, todos salimos ganando
Con un presupuesto que se mueve en torno “a los 30.000 euros anuales”, según cifra el tesorero, la asociación desarrolla proyectos muy variados. La instalación de unas cases d’abelles (panales) para producir miel. Llamar a dos tractores para que aren y desbrocen todos los pedazos de tierra en los que se puedan adentrar. El desarrollo de un plan forestal –para el que consiguieron importantes subvenciones– que les permita conservar el bosque y protegerse de incendios. Reunirse con políticos, para negociar y reclamar, y expertos, para asesorarse y explorar nuevas vías. Los carteles que recuerdan que los senderos no son circuitos de rally. Las excursiones de colegios e institutos que organizan y unos paneles que explican las historias del valle, clavados en las paredes de una casa en ruinas que se restauró parcialmente para evitar que se cayera. Una comida que, todos los años, los sienta en la misma mesa –gigante– donde se brinda con las botellas de licor de hierbas que, como la miel, se ha convertido en otra fuente de ingresos –producen cientos de litros de anís aromatizado, a la manera tradicional, con las plantas que crecen en aquellos montes– para una asociación que ya ha recogido varios premios a nivel local por su labor.
Para los socios –un centenar, casi el doble de residentes, porque también reúne a los propietarios de terrenos que no tienen casa–, todas las acciones se mezclan cuando las cuentan, sean más grandes o más pequeñas. De una manera u otra, tienen importancia a la hora de crear comunidad. Pero, ante todo, está el agua, siempre el agua.
–Lo que no puede ser es que en Eivissa haya tres desaladoras en marcha y se siga sacando agua de los pozos porque es más barato. Nosotros, no nos engañemos, somos egoístas. Todo lo que hemos denunciado y los proyectos que emprendemos es porque nos afectan o nos interesan a los vecinos de es Rafal Trobat, pero creo que lo que nos sucede a nosotros se puede aplicar a muchos otros lugares. Las canteras que tenemos a los dos lados de estos valles no son las únicas que hay en la isla y, quien vive cerca de una, sabe que son una molestia en muchos sentidos. Por eso nos gusta compartir nuestras experiencias. No somos un Fort Apache que esté cerrado a cal y canto. Hemos participado en la creación de la Aliança per l’Aigua o la Associació de Propietaris Forestals d’Eivissa y fuimos uno de los primeros sitios en instalar un depósito de agua que gestiona el Ibanat. Dicen que los ibicencos somos individualistas, pero yo no lo creo.
Reflexiona Rafa Tur y, al momento, Cati Sala le responde –“¡Es que no siempre fue así!” y cita una palabra, muy ibicenca, que, como los topónimos de su patria chica, no todos los diccionarios recogen. “Reminyola”. Así la define la Enciclopèdia d’Eivissa i Formentera: “Reunión de vecinos con la finalidad de ayudar a hacer un trabajo a otro vecino, de manera totalmente gratuita y que también solía tener un cierto componente festivo. Una pelada de almendras y una limpieza o desgranado de maíz eran tareas muy adecuadas para organizar una reminyola”.
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