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Opinión - 'Un español cuenta algo muy sorprendente', por Isaac Rosa

Sacudir la cabeza

CHUCHO1

Luis Magrinyà

Pronto sacudió la cabeza, hizo chasquear la lengua y gritó:

–Eh, Javier, basta ya de arrobamientos. ¿No te dije que tenía una sorpresa para ti?

Eduardo Mendoza, La verdad sobre el caso Savolta, Seix Barral, 1994 (1975), p. 331.

–Me han dicho que es un buen parador a corta distancia...

Montespan sacudió la cabeza.

–Pamplinas.

Arturo Pérez Reverte, El maestro de esgrima, Alfaguara, 1995 (1988), p. 68.

Lo comprendo –el profesor sacudía la cabeza, como si estuviese realmente apesadumbrado–.

Jorge Volpi, En busca de Klingsor, Seix Barral, 1999, p. 75.

–Nunca debí regresar a Barcelona –murmuró, sacudiendo la cabeza.

Carlos Ruiz Zafón, La sombra del viento, Planeta, 2003 (2001), p. 490.

–Cielo santo. Sigue pensando en mí – sacudí la cabeza, angustiado.

Maruja Torres, Hombres de lluvia, Planeta, 2004, p. 260.

Ya lo ven. Los personajes de nuestras mejores plumas no se cortan a la hora de sacudir la cabeza. Uno habría dicho que eso era un calco automático del inglés shake one’s head, parece que no, que ya está interiorizado en español. Tenemos ejemplos bastante claros al menos desde 1880 (“El interrogado sacudió la cabeza negativamente”, Antonio Barreras, El espadachín). Por otro lado, el “problema” que queremos plantear aquí lo tienen tanto en inglés como lo tenemos en español.

¿Qué se quiere decir cuando se dice de alguien que sacude la cabeza? Pues generalmente que, con un movimiento moderado hacia los dos lados de esa particular parte del cuerpo, alguien niega o reprueba algo, o como mínimo muestra incredulidad, escepticismo o decepción. Claro está, como se demuestra en este educativo vídeo casero, que sacudir, como shake en inglés, es un verbo de significado mucho más amplio, pero que, en combinación con la cabeza, parece haberse especializado como convención narrativa muy utilizada en las acotaciones de los diálogos. Es la construcción antónima de asentir (nod) cuando éste se aplica como verbo gestual.

Y, sin embargo, las convenciones narrativas a veces como que no acaban de funcionar. Para que una convención narrativa funcione tenemos que estar insensibilizados a su origen, que no haya nada que nos lo recuerde, y algunas dan la impresión de tener un defecto de fábrica: por mucho que se repitan y repitan (o tal vez a causa de ello), no consiguen insensibilizarnos del todo ni mucho menos hacerse invisibles. Uno las lee y como que les ve el plumero. Como en muchas películas, cuando los amantes despiertan y se ponen la ropa interior (de espaldas) para salir de la cama: se nota demasiado que lo hacen solo para que no se les vean las partes, o solo el culito. Sabemos que es una convención, pero algo chirría y no acabamos de aceptarlo.

Teniendo en cuenta que, cuando un perro sale del agua y empieza a agitarse y a salpicarnos y a ponerlo todo perdido, también decimos que sacude la cabeza, o que, cuando bailamos desenfrenados o tenemos convulsiones, también sacudimos la cabeza, resulta que, cuando queremos referirnos a un movimiento más calmadito, tenemos que hacer un esfuerzo para identificar la convención olvidándonos de todo lo demás que sacudir la cabeza puede significar.

Hemos leído –lo juramos– a plumas autóctonas que desde antiguo menean la cabeza, como si fueran las caderas, o la agitan, como si fuera... ¿una coctelera? Como es habitual, han sido los traductores quienes han detectado mayoritariamente el peligro y ensayado otras soluciones: así, en vez de sacudir la cabeza, los personajes dicen que no con la cabeza, niegan con la cabeza, hacen un gesto negativo con la cabeza, etc. (A veces vemos que asentir, que –a diferencia de nod– puede referirse a una acción puramente verbal, parece necesitar también estos apoyos: asintió con la cabeza.) Suena un poco prolijo, pero tal vez sea preferible a tanta sacudida. Otras veces, simplemente la mueven, esperando que el lector sepa a qué movimiento en concreto aluden: desde luego la fórmula es tan inexacta como sacudir, pero al menos no tiene esa violencia desproporcionada, digna de mejor causa.

¿Por qué en general ninguna de estas soluciones nos convence? Porque nos tememos que el fenómeno, como ya insinuábamos, no es un “problema” lingüístico sino estilístico, y hasta diríamos que va más allá. Esta carpintería de los diálogos, que no solo incluye gestos como sacudir la cabeza, asentir, encogerse de hombros, fruncir el ceño, chasquear la lengua, etc. sino todo un surtido cansino de verbos de mirar ( mirar fijamente, levantar o bajar la vista o los ojos o la mirada, con hacia o sin hacia, escrutar, escudriñar, lanzar o echar o dirigir o clavar o fijar una mirada, etc.), es un índice harto significativo de lo que entienden muchos narradores por narración. Para ellos entre una línea de diálogo y la siguiente, o entre partes de la misma alocución, parece que hay como un abismo espantoso. Abrumados, y a la vez envalentonados, por el horror vacui, se apresuran a llenarlo, uno diría que la mayoría de las veces con los ojos cerrados. Porque qué curioso, ¿no?, que siempre lo llenen con lo mismo.

Hoy íbamos a hablar de lengua y hemos acabado hablando de literatura. Parece que es el diálogo como recurso el que tiene algún problemilla.

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