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Sobre este blog

ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/

Identidad y folclore andaluz

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Carlos Sánchez Gómez

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Cuando me preguntan por la visión que tengo del folclore andaluz me invade una inseguridad paralizante que, como con tantos otros temas, combato adoptando momentáneamente un personaje bastante naïve e inocente. Supongo que todo este debate sobre si el folclore debe ser esto o aquello, con opiniones absurdamente tajantes, paraliza a cualquiera que se sienta más cómodo entre los grises que supone la vida.

Mi interés e inmersión en el folclore de Andalucía llegó hace relativamente poco, algo menos de cinco años. De pequeño, tuve poca relación con este tipo de expresiones, más allá del mínimo, casi inevitable, que cualquier andaluz puede experimentar. La posición de la que vengo hizo de barrera para gran parte de ese mundo: nací y crecí en Málaga, una ciudad relativamente grande en la que el folclore se vive de forma muy distinta a como se hace en los pueblos. No estoy bautizado, nunca fui hermano de ninguna cofradía y mi madre apostató en cuanto pudo. Partiendo de ese lugar tan concreto, mi contacto con este universo hasta no hace mucho se limitaba a ver alguna procesión en Semana Santa. Es por ello que, hasta cierto punto, mi acercamiento nace desde una visión externa, casi voyeur.

Si me remonto al momento en el que todo este trajín empezó llamar mi atención, indudablemente está ligado a una crisis de identidad territorial. Llegó en un momento en el que, sin entender bien el motivo, sentí la necesidad de tener más presente mi identidad como andaluz; si es que definir una identidad, o definir Andalucía, como tantas otras cosas, tuvo alguna vez algún tipo de sentido. En ese momento llevaba pocos años haciendo fotografía, carente de cualquier cosa remotamente parecida a un proyecto. Fue a raíz de conocer el trabajo de Cristina García Rodero, mezclado con esa búsqueda identitaria, cuando decidí aventurarme a hacer un proyecto parecido. Poco después asistí por primera vez de manera consciente a una fiesta bastante particular, con la intención de documentar lo que quiera que fuese que allí ocurría: las Cruces de Berrocal, en Huelva. Sin duda, aunque bastante casual, fue una decisión acertada, porque el sincretismo, el fervor y la contradicción que allí se vive remueve a cualquiera. Pasar por aquella primera experiencia me cautivó, especialmente por la forma en la que lo cristiano y lo pagano se unen para crear un esperpéntico sinsentido que, de alguna forma, alcanza una armonía.

Cuando las ves de cerca, entiendes que todo ello está más relacionado con una expresión de colectividad y comunidad, de emoción, de identidad, de alegría y de celebración, más que con algo intrínsecamente religioso

En estos años, he podido ver la riqueza tan variada que existe en las Cruces, el Rocío, la Semana Santa, el Corpus Christi y todo tipo de romerías y verbenas, y aun así solo he visto una ínfima parte de lo que supone Andalucía. Experimentar el contraste de ese sincretismo, la forma de vivir la religión más allá de las normas de la institucionalidad eclesiástica, la mezcla del fervor y la fe con el consumo de todo tipo de sustancias, me ha hecho valorar el folclore andaluz desde otro punto de vista, mucho más rico y alejado de la imagen de fanatismo que, tanto dentro como fuera de esta tierra, se tiene de estas fiestas. Cuando las ves de cerca, entiendes que todo ello está más relacionado con una expresión de colectividad y comunidad, de emoción, de identidad, de alegría y de celebración, más que con algo intrínsecamente religioso.

Pero después de esa fascinación vienen las comparaciones. He podido poner una patita en parte del folclore gallego y extremeño, y de ambos creo que tenemos mucho que aprender. Quizá sea solo un sesgo por el reducido tamaño de muestra que manejo, pero si algo tienen de admirable estas regiones es la autogestión y autonomía con la que el pueblo decide cómo, cuándo y dónde celebrar su fiesta. En el Entroido gallego, la organización de la mayor parte de los eventos durante estas fiestas recae en grupo de personas voluntarias, y lo que es mejor, a pesar de las críticas y chismes que pueda haber por parte de unos y otros vecinos, todos asumen que lo que se decide va a misa, y las autoridades parecen no poder rebatir mucho. O el caso de Piornal, un pequeño pueblo de Cáceres donde celebran el Jarramplas, una fiesta en la que una persona porta un traje-armadura representando el mal, al que le arrojan nabos con intención de espantarlo. Toda esta locura ocurre entre calles llenas de pintadas que claman “Palestina libre” y pancartas en fachadas que gritan “Piornal contra el fascismo”. A pesar de que algunas de esas fiestas, primordialmente paganas, también se celebran bajo cierto nivel de mestizaje con el cristianismo, es mucho más palpable una atmósfera que se siente “del pueblo para el pueblo”.

En Andalucía, por mucho que hablemos de religiosidad popular y la confrontemos con aquellas prácticas ortodoxas que se esperarían de nuestras celebraciones, percibo cierta falta de autonomía. Creo que aquí ese fervor se vive más cercano a un servilismo y una jerarquía impuesta por el cristianismo. Aunque sus instituciones puedan intervenir más o menos en cómo se celebran las fiestas, esa subordinación está ineludiblemente arraigada en la forma de funcionar. Hago esta crítica por las carencias que creo que tenemos, para no ponernos una venda en los ojos reivindicando un folclore y asociándolo a una identidad regional-nacional basada en un discurso político superficial, o colocándolo bajo el abanderamiento de la “reapropiación”. Creo que una visión crítica del folclore no puede caer en los blancos o negros que veo en publicaciones de Instagram. Se debe asumir el gris que le corresponde, y más en unos años en los que se debate una y otra vez lo político detrás de fiestas como la Semana Santa. Un debate que, dicho sea de paso, creo que es otro espejismo más del centralismo sevillano, que conduce a pensar que lo que ocurre en la capital se puede extender a toda Andalucía, o que siquiera importa a alguien fuera de los límites de esta ciudad.

Todas las lógicas detrás de cualquier identidad entran habitualmente en contradicciones, y si vamos a basar algo que sentimos tan fundamental sobre arenas movedizas, al menos es mejor hacerlo de la forma más consciente posible, resolviendo muchas de esas dudas

Más allá de todo esto, al cuestionarme el origen de mi interés por el folclore, justificarlo como una simple búsqueda de identidad me parece bastante limitante. O al menos me urge responder entonces de dónde nace la necesidad de esa búsqueda. Quizá simplemente sea que definirnos es algo intrínseco a nuestra especie. Aun así, en el mismo momento en el que nace una identidad individual o grupal, surge ineludiblemente una otredad, lo que ya es motivo suficiente para cuestionar muchas de ellas. Supongo que el nacimiento de muchas identidades viene de la necesidad de alcanzar unos objetivos materiales, de una lucha. Pero todas las lógicas detrás de cualquier identidad entran habitualmente en contradicciones, y si vamos a basar algo que sentimos tan fundamental sobre arenas movedizas, al menos es mejor hacerlo de la forma más consciente posible, resolviendo muchas de esas dudas.

Por mi parte, y quizá aquí proyecte más de lo que debiera, dentro de esa búsqueda de una identidad regional sólida se esconde la necesidad de trascendencia, de sentir que hay algo más allá de mi individualidad. Me considero una persona bastante anclada al presente, agnóstico y poco o nada espiritual. Por lo general, nunca he pensado que la vida tenga mucho más sentido que disfrutarla e intentar estar lo más cerca de la felicidad que se pueda. A pesar de ello, hace poco descubrí que mucho de lo que me atraviesa está, de alguna forma, relacionado con esa necesidad de trascendencia. Imagino que sentir cerca una tradición te hace creer en la ilusión que estas esconden: la falsa sensación de que hay una serie de expresiones sociales, costumbres o fiestas inmutables que siempre estuvieron ahí, sobreviviendo a las generaciones, y que te conectan con algo que va más allá de tu persona, que te coloca en mitad de un hilo histórico con pasado, presente y futuro, y que de forma momentánea te hace olvidar el sinsentido que la vida supone. Porque sentir que ese hilo es lo que te ha traído hasta el día de hoy, hasta este momento, hasta tu vida, te hace sentir la muerte como algo más llevadero de lo que en realidad es. Supongo que aferrarse a todo esto es de cobardes, que te hace menos libre, no lo sé. A mí, en parte, me vale. Lo vivo, como con casi cualquier cuestión, abrazando la contradicción.

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ANDALUCÍA es, según la constitución, una nacionalidad histórica que vivió momentos de esplendor en el pasado y luego pasó a jugar un papel de cuartel, granero y mano de obra. Esta degradación llega a su punto álgido con el fascismo que deja a los andaluces en el imaginario popular como pobres analfabetos alegres y vagos -valga la contradicción- Ahora, hijas e hijos de Andalucía, intentamos contar nuestra historia con la dignidad, igualdad y justicia que esta se merece. (Columna coordinada por Juan Antonio Pavón Losada y Grecia Mallorca). Más en https://www.instagram.com/unrelatoandaluz/

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