El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon.
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Hay algo profundamente inquietante en cómo hoy presenciamos el dolor. No como tragedia, sino como espectáculo. No como llamada al compromiso, sino como entretenimiento. Reímos con la humillación ajena. Viralizamos la agresión grabada. Hacemos memes del sufrimiento. Y luego, deslizamos el dedo hacia otra cosa, como si nada.
La filósofa Hannah Arendt escribió sobre la banalización del mal tras asistir al juicio de Adolf Eichmann, un alto cargo nazi. Esperaba encontrarse con un monstruo y se topó con un burócrata gris. Un hombre anodino, sin ira, sin odio visible, que justificaba sus actos diciendo simplemente: “cumplía órdenes”. Y esa frase se convirtió en una advertencia que hoy resuena más fuerte que nunca: el mal no siempre grita. A veces sólo obedece. A veces sólo sigue el flujo.
Hoy, en las redes sociales, ese flujo lo marca el algoritmo.
Un algoritmo que premia la polémica, el escarnio, el morbo. Que empuja a los creadores a ser más provocadores, más hirientes, más extremos. Porque eso retiene. Eso engancha. Eso monetiza. El sistema ha aprendido que la violencia da clics, que el odio fideliza. Y nosotros, desde la comodidad de una pantalla, participamos del juego. Miramos. Compartimos. Comentamos. Nos reímos. Pasamos.
Y no siempre nos damos cuenta de que al otro lado hay alguien.
Porque el otro se ha convertido en contenido. En tendencia. En carne de reels. Si llora, si sufre, si grita, si se descompone, mejor. Más emoción. Más impacto. Más alcance.
Es difícil sostener la mirada cuando lo que vemos es inhumano. Por eso aprendimos a anestesiarnos. A distanciarnos emocionalmente. A decir “es sólo humor”, “es sólo una broma”, “es sólo Internet”. Pero esas frases también son una forma de obedecer. De cumplir órdenes sin pensar. De participar sin asumir.
Y cuando la participación es masiva, el daño se multiplica.
La periodista y escritora Roxane Gay dijo una vez: “Internet nos ha dado un acceso sin precedentes al sufrimiento ajeno. Lo mínimo que podemos hacer es no convertirlo en espectáculo”. Pero lo hemos hecho. Lo hacemos. Constantemente.
Y no se trata sólo de los grandes escándalos. Está en lo cotidiano. En el vídeo del menor al que se le cae el pantalón en el patio. En la madre desesperada que pierde los nervios en el supermercado. En la persona sin hogar que alguien graba sin su permiso para ganar unos likes hablando de “conciencia social”. En el influencer que “expone” a su pareja llorando porque “es su verdad”.
La línea entre contenido y crueldad se ha difuminado. Y cuando no se nombra, se normaliza. Se convierte en parte del paisaje digital. Y lo que hoy nos incomoda, mañana nos divierte. Hasta que dejamos de ver el daño y sólo vemos datos.
Vivimos en la era del entretenimiento permanente. Todo debe ser rápido, atractivo, emocionalmente intenso. Lo que no provoca, no funciona. Y en ese sistema, la ética parece un lujo que pocos pueden permitirse.
Pero la ética es urgente. Y no es una gran teoría filosófica. Es preguntarse, antes de publicar, si lo que hacemos suma o resta humanidad. Si daña o acompaña. Si humilla o dignifica. Si genera conversación o sólo ruido.
Decía Jorge Drexler en una canción: “Todo se olvida, pero queda en algún lugar / donde duelen las palabras que no se pueden borrar”. Ese lugar existe. Está en quienes han sido humillados sin poder defenderse. En quienes han sido convertidos en viral sin quererlo. En quienes han sufrido violencia de pantalla sin posibilidad de réplica.
La pregunta no es sólo dónde está el límite ético, sino si estamos dispuestos a defenderlo cuando ya nadie lo ve. Porque no es valiente callarse ante el linchamiento digital. No es neutral reírse del débil. No es libertad de expresión cuando lo que se hace es despojar a alguien de su humanidad.
A veces parece que ya no sabemos distinguir entre una crítica y una burla, entre un chiste y una humillación, entre libertad e impunidad. Pero sí lo sabemos. Lo sabemos aquí dentro, en ese lugar donde todavía late la compasión. Y si nos queda eso, no todo está perdido.
Las redes no son un mal en sí mismas. Son sólo un espejo. Podemos usarlas para generar comunidad, para visibilizar luchas, para acompañar, para construir convivencia, para sanar. Pero eso exige conciencia. Y responsabilidad. Y pausa.
El entretenimiento no debería tener como precio la dignidad de nadie. Ni siquiera la de quien no conocemos. Ni siquiera la de quien no nos cae bien. Ni siquiera la de quien se equivoca.
Porque el día que creamos que el dolor ajeno es un producto, ese día dejaremos de ser personas para convertirnos en espectadores. Y el espectáculo del mal no necesita monstruos. Sólo necesita gente que no mire, que no cuestione, que sólo deslice el dedo indolentemente.
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