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La memoria del Ebro

Foto Aérea de Zaragoza años 30 en la parte de arriba Balsas del Ebro Viejo

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Zaragoza es un mapa rodeado de polvo a orillas de los Monegros y los escarpes de Valdespartera. Quizá por eso, para disimular su intempestiva aparición, tiñe el Ebro el caudal de su lomera con esa tonalidad terrosa que le emparenta con el paisaje mudéjar que le acompaña. El paso desbocado del río por la ciudad es asunto que siempre fascina al vecindario.

Espectáculo embravecido

Hasta el pretil de las riberas me acerqué hace unas semanas a contemplar, junto a numerosos espectadores, la penúltima riada del Ebro. Nada más multicultural e interclasista que embobarse con este fenómeno natural. El escritor atecano Pedro Pablo Padilla, en su novela “Gofredo”, nos describe esa multitud de curiosos, “cofrades del hampa, la clase media, los terciarios del desocupe”, que acudían a “ver cómo aumentaba el caudal, que arrastraba miembros mutilados de árboles, manzanas, mandarinas, gallos, conejos (…) y muebles. Y hasta viejas en camisón, y críos con el chupete adherido”.

No crean que esto último sea aparatosa baturrada. Los desastres de un Ebro encabritado han sido, y son, asunto de poca chanza. Sus grandes avenidas resultan a menudo cruentas y nos ponen sobre aviso del desamparo civil cuando la naturaleza, y la propia torpeza humana, demuestra el calibre de su potencia de tiro. 

Existe una carta del rey Martín I el Humano dirigida al Cabildo del Pilar donde advierte de los riesgos que afrontaba la iglesia de Santa María (el Pilar) pues el río “fiere dreyto en la dita iglesia la cual rinde muro a la dita ciudat (Zaragoza), la cual iglesia es muy periglosa mayorment en tiempo de grandes aguas. Et si en aquella partida rompía, lo que Dios no mande, facilment el dicho río daría por medio de daqueixa ciudat, de que seguirían infinitos danyos a la cosa pública de aquella.

Un rey del mar entre humedales

Hubo un tiempo, efectivamente, en que un ramal del Ebro “hería directo” las bases del tempo, contrafuerte frente a las crecidas. Este meandro desaguaba en el cauce central que conocemos, partiendo de lo que hoy día es el paseo de la ribera, a la altura del parque Macanaz. Nos cuenta el cronista Jerónimo Zurita que esta bifurcación fue desapareciendo tras una brutal riada a finales del siglo XIV y la posterior obra hidráulica para “volver el río a su primer corriente”.  Como testimonio de su antiguo lecho y los esforzados trabajos quedó la espesa zona pantanosa de Balsas del Ebro Viejo, cuyos empapamientos nutrían lavaderos y huertos en la Ortilla y el Arrabal. La guía oficial de Zaragoza de 1926 describía el lugar como “pintoresco y ameno”, aunque “bastante descuidado”.

En “El arte de la memoria” el escritor y crítico Julián Gállego recuerda sus excursiones de adolescente con los Hermanos Maristas, desde el colegio, situado entonces en la calle de San Jorge, hasta las Balsas, cuyo antiguo camino de acceso recorre hoy la calle Mosén Domingo Agudo. Rememora la “vieja fuente de Neptuno” que “veía desmontada en las Balsas de Ebro Viejo”; una fantasmal evocación del dios marino y sus tritones reinando en medio de la nada. Eran los años treinta y aquella fuente mitológica, llamada de la Princesa y ubicada al principio en la plaza de España, reposa hoy de tanto trajín en el parque Labordeta. 

Las crecidas del Ebro

Las zalagardas del Ebro han causado chandríos épicos en la ciudad. En 1642 arrasaron la vega y aun los arcos centrales del puente de Piedra, como dejó testimonio el pintor Martínez del Mazo en una obra de 1647. Para entonces ya estaba construido el conocido como puente de Tablas, tal y como podemos ver a la izquierda en el mencionado cuadro. Tras un incendio en 1713, acabó arrastrado por las aguas en 1800, presagio tal vez de lo que se le avecinaba a la ciudad.

Durante ese siglo XIX hubo otros desparrames fluviales, como los de 1805 y 1830. Aunque la catástrofe más terrible tuvo lugar a partir del día 13 de enero de 1871. Las crónicas cuentan cómo quedaron cortadas carreteras y vías ferroviarias, aislando los pueblos de la ribera. Campos y zonas de huerta quedaron anegadas por un Ebro vertiginoso; su ímpetu arrasó viviendas, acarreando a lomos de su voracidad restos de cabañas, enseres domésticos, caballerías y vidas humanas. El agua llegó a cercar la Aljafería a cinco metros de sus muros; y en un tris estuvieron las autoridades de volar el recién construido puente del ferrocarril, a la altura de la Almozara, para evitar males mayores. 

El pasado siglo guarda en la memoria dos fechas fatídicas. El domingo 16 de marzo de 1930 el periódico “La voz de Aragón” informaba en titulares que los “pontoneros habían salvado a sesenta y seis personas” de la crecida de las aguas. La crónica recogía cómo la calle García Arista, paralela al río, “ha sido ocupada totalmente por las aguas” y el soto de Almozara “borrado en toda su extensión”; mientras que “todas las viviendas del denominado barrio de Ranillas, fueron anegadas en sus pisos bajos”. No sería la última vez, pues las mismas zonas volverían a inundarse con parecida vehemencia en enero de 1961. 

Los “Galachos”

El martes día 3 “El Noticiero” anunciaba en portada: “Probablemente, la mayor crecida del Ebro en este siglo”, añadiendo que “numerosas casas del Barrio del Arrabal de nuestra ciudad hubieron de ser evacuadas por fuerzas de pontoneros y helicópteros”. Los vecinos de Ranillas y La Lanera, en las inmediaciones de la fábrica de lanas de Morón y Anós cuyo último testimonio es la chimenea frente a la sede de la Televisión de Aragón, recibieron la orden de “evacuar sus viviendas ya inundadas ante el temor de que aumente el caudal del río.” Con tantas desgracias, bien se entiende aquel verso del maestro Ángel González: “nadie se baña dos veces en el mismo río, excepto los pobres”.

Aquella descomunal avenida trajo consigo el fenómeno natural más importante y que todavía perdura. Un meandro quedó desgajado del nuevo cauce a la altura de Juslibol, conformando así unos galachos donde humedales, estepa y escarpaduras de yeso coexisten en un espacio natural lleno de vitalidad. Y es que a veces, el Ebro, como la historia, pese a su apariencia de animal adormecido, nos da un sobresalto capaz de cambiarnos el rumbo.

Testigo del pasado

Con las aguas en calma es posible darse una andada por la ribera. En los extremos del pequeño parque de Macanaz, los puentes amarran una Zaragoza a la otra; tan bien sujetas que apenas existe diferencia entre ambas. Aquí no hay Trastevere. Por eso, tengo la impresión de que transcurrimos de una a otra margen sin prestar atención, con indiferencia, como si el río fuera ya un ramal abandonado. Cierto que la riba izquierda, tras su reforma, se ha poblado con un vecindario que antes sólo acudía a sobrecogerse con las valentonadas del Ebro. Pero la falta de reverencia que infunde ha dejado de alentar la imaginación mítica de la ciudad. Ni hombres-pez, ni bodegas misteriosas, ni laberintos en el pozo de San Lázaro: un transitar de urbe apresurada, nada más.

Aunque si el paseante está un poco atento y no atiende a premuras podrá toparse, entre la arboleda que cabecea al borde de la orilla, con una solitaria viga herrumbrosa que se alza con su garrucha en el extremo. Es la última reliquia de aquel tiempo en que las barcazas surcaban el Ebro a golpe de sirga, cuando cruzar sus aguas era todavía una aventura.

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