Una declaración de amor
El Parque Nacional Cairgorms se encuentra en las Tierras Altas escocesas, a medio camino entre las ciudades de Inverness y Perth. Fue creado el 1 de septiembre de 2003, y sus 3.800 km2 de extensión le convierten en el parque más grande del Reino Unido. Su nombre no es casual, está tomado de la cadena montañosa que ocupa el área central de este territorio y de la que proceden la mayor parte de las bondades y atractivos de este espacio protegido. Estas montañas, además de ser relativamente numerosas, resultan muy elevadas para los estándares británicos teniendo en cuenta que cinco de ellas, empezando por el Ben Macdhui y acabando por el Cairn Gorm, son capaces de superar los 4.000 pies de altitud (1.219 metros) y que el Ben Nevis, el techo de Gran Bretaña, apenas alcanza los 4.413 pies.
En el caso de que nos animemos a emprender una visita virtual de esta cordillera examinando las decenas o cientos de imágenes disponibles en internet, comprobaremos que no hay nada en ella que sea verdaderamente extraordinario o digno de llamar la atención. Las cumbres, además de ser muy modestas, son romas, de perfiles sinuosos, y las paredes o formaciones geológicas mínimamente verticales o escarpadas brillan por su ausencia. El granito al que deben su origen, es un granito viejo y desgastado por el tiempo y los elementos que dista mucho del que encontramos en los Alpes o el Himalaya. Por otra parte, la vegetación que tapiza las laderas y las zonas altas de los cerros o munros incrementa, aún más, la sensación de monotonía al estar compuesta íntegramente por especies arbustivas que apenas se alzan del suelo. Todo resulta previsible o relativamente convencional, hasta los canchales y los lagos que se ocultan en las depresiones y en los circos excavados por los hielos de la última glaciación. Sin embargo, basta leer La montaña viva para darse cuenta que la percepción que los escoceses o, mejor dicho, algunos escoceses tienen de las Cairngorms es completamente diferente…
El libro al que acabamos de aludir fue escrito a comienzos de la década de los 40 del siglo pasado y publicado tres décadas después, en octubre de 1977 por la editorial de la Universidad de Aberdeen. Su autora, Nan (Anna) Shepherd (1893 – 1981) dedicó buena parte de su vida a impartir clases de lengua y literatura inglesa pero, además, gozó de cierto éxito literario tras la publicación de tres novelas costumbristas (The quarry wood, The weatherhouse y A pass in the Grampians) ambientadas en el norte de Escocia. No obstante, la obra que le otorgó y sigue otorgándole más popularidad y reconocimiento en todo el mundo es la ya citada, todo un clásico dentro de lo que se ha venido a llamar nature writing. Se trata de un libro difícil, muy difícil de clasificar porque es muchas cosas a la vez y porque está repleto de toda suerte de ingredientes y géneros literarios: prosa poética, apuntes naturalísticos, reflexiones filosóficas, aforismos, descripción de rutas, declaración amorosa, semblanza biográfica, diario íntimo, crónica de sucesos,.. A través de sus doce capítulos con títulos tan evocadores como “Los recovecos”, “Aire y luz”, “Sueño” o “Los sentidos”, la autora nos introduce en la naturaleza íntima de las Cairngorms y de los sentimientos que experimenta cuando las evoca o las recorre y lo hace con una delicadeza, una profundidad y una atención a los detalles que la convierten en una obra excepcional e imprescindible.
La montaña viva es un libro complejo y apasionante, una fuente inagotable de sorpresas y hallazgos que no se consumen en una sola lectura y que, en más de una ocasión, funciona como un espejo para los aficionados a la montaña. Es así porque en sus páginas podemos reconocernos y reconocer las emociones que experimentamos cuando recorremos sus senderos y nos sumergimos en sus faldas. Emociones tan inefables y reales como la exaltación mística, la liviandad corporal y espiritual, la armonía o la conexión con cuanto nos rodea.
Por otra parte, Shepherd demuestra que el interés de las montañas no depende de indicadores cuantificables u objetivos como puedan ser su altura, dificultad, lejanía o aspecto. Su importancia reside en la mirada que posamos sobre ellas, en el valor que les otorgamos y en los efectos que nos generan. Pensar en ellas en términos exclusivamente físicos, geológicos o biológicos es empobrecerlas. En realidad, las montañas, cualquier montaña es el resultado de una construcción cultural, de una serie de sentimientos, ideas, ensoñaciones y testimonios surgidos y elaborados a partir de la mirada y las experiencias personales de las personas que las han frecuentado. De este modo, la actividad llevada a cabo por los montañeros adquiere una dimensión metafísica porque se convierte en una forma de ser y existir en y con el mundo, de volver al yo y recuperarlo. Como señala la propia escritora en las páginas finales del libro refiriéndose a las peregrinaciones que los fieles budistas emprenden para acercarse al pie de algunas cumbres: “Es un viaje al Ser, pues, conforme me adentro más en la vida de la montaña, me adentro también en mí misma. Durante una hora, estoy más allá del deseo. No es el éxtasis, ese salto fuera del yo, lo que hace que el humano sea como un dios. No existo fuera de mí misma, sino en mí misma. Existo. Conocer el Ser es la gracia final que se otorga desde la montaña”. Imposible expresarlo mejor.
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