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Barcelona, camino hacia el provincianismo

Imagen del Primavera Sound

Jordi Corominas i Julián

Una pequeña y muy significativa revolución alteró mi horizonte adolescente al ingresar en la Universidad. Estudié Humanidades, una de esas carreras que no tienen salida, topicazo aplicable a cualquier estudio, pero vaya, eso no es lo importante. Me sorprendí al leer un programa donde se estudiaba Historia de la China antigua y en cambio se ignoraba el pasado grecorromano hasta llegar a la especialización del segundo ciclo. La respuesta al misterio radicaba en que la decana creía imprescindible que los nuevos jóvenes catalanes conocieran cómo se había formado el gigante asiático porque así, sabias palabras, entenderían el presente y podrían caminar con seguridad por el futuro.

En esa advertencia había cierta verdad que los hechos han desmentido. Los chinos que viven en Barcelona, con sus bares de patatas bravas y cubatas baratos, son los que mantienen la tradición, mientras que muchos comerciantes barceloneses, guiados por el falso espíritu moderno de la ciudad, han preferido anular cualquier folklore castizo de sus locales para uniformizar un gusto y lograr que cada establecimiento sea otro más del gran rebaño donde captar siete diferencias es casi un imposible y la conservación del patrimonio popular una quimera casi absoluta.

Este mercado común del ocio, donde músicas y modas se hermanan en una sola melodía, afecta sobre todo a mi generación, víctima brutal de un modelo global que en Barcelona se impone con más agresividad. El presente ha de ser absoluto a partir de un ritmo veloz que anule lo anterior, como si sólo existiera el momento actual y lo demás fuera un espejismo, una mala reliquia del pensamiento.

De este modo ocurren dos cosas. Los jóvenes que quieran sentirse diferentes, pese a predicar las mismas cosas, se empaparán de series y acudirán entusiastas a festivales, librerías, clubes y presentaciones para sentirse súper especiales. Puede que esté hablando de culturetas, pero más bien pensaba en el precedente de Porcioles, pues su idea de urbe de ferias y congresos se ha impuesto. Los mayores se van a Montjuïc y los treintañeros tienen, entre otros, el Sónar y el Primavera, válidos tanto para turistas como para los que quieran repetir su excepcionalidad repetitiva con miserables posteos en redes sociales, que para eso sirven entre otras cosas, magníficas quita máscaras donde se comprueba lo endeble de una cultura programada para ser devorada y sepultada en un cajón de olvido hasta la siguiente cita propicia para aplaudir su gran e inútil fachada.

El porciolismo de este factor se hermana con otra característica muy barcelonesa de mi generación, su loa imperecedera por vivir entre estos sacrosantos muros, como si almacenaran la flor y nata de la humanidad pese a su completa ignorancia de lo que fue Barcelona y una tendencia a confundir lo anglosajón como algo útil en cualquier circunstancia. Decía una buena amiga escritora que en España muchos creen medrar a partir de la imitación de modelos artísticos anglosajones, algo absurdo, pues la realidad social es otra y ello implica que para plasmarla deben usarse otros instrumentos bastante alejados del ejemplo inglés y estadounidense, instrumentos más acorde con lo que nos rodea por mucho que huela fatal y lo más sencillo sea negarlo, como hace un discurso oficial que se rechaza bastante menos de lo que parece.

Esta reflexión es importante y sé que mete el dedo en la llaga. El Kindergarten barcelonés se da palmaditas en la espalda y ama sentirse poderoso aunque no exista motivo para ello. Cuenta dejarse ver, no alzar demasiado la voz, provocar risas conciliadoras y luego ir a casa, no muy tarde, que ya se sabe, los bares aquí cierran a las dos entre semana y a las tres de viernes a domingo. Volver al hogar pronto para trabajar, ser una persona seria, tuitear la velada y no permitir meadas fuera de tiesto que perjudiquen la visión externa.

Lo que digo acaece también en Madrid, no crean. En todas partes cuecen habas. Ahora en la capital del Reino están muy contentos porque tienen unas exposiciones alucinantes. En la Thyssen se exponen Los mitos del Pop, y a quien escribe le entra una extraña nostalgia al recordar una muestra dedicada a Warhol en la Fundació Miró a finales de los noventa.

¿Han cambiado las tornas? No, ni por asomo. En ambos lugares la provincia, que es un estado mental, aumenta, y seguramente es el espíritu del tiempo, íncubo a destruir cuando desaparezcan los nubarrones y se instale un aire más optimista e innovador. Las exposiciones temporales barcelonesas duran más y tienen peor calidad que las de antaño. Sus temas son menos internacionales y los recursos también son menores, así como los festivales, donde es normal la ausencia de presencia extranjera y la abundancia de amigos de los organizadores. Cuando no llueve el dinero se produce un acurruque que en Madrid no está tan presente porque muchas instituciones beben del presupuesto ministerial o de fundaciones privadas, pero esa no es la cuestión. Si volvemos a Barcelona comprobaremos que este entusiasmo por la ciudad enlaza con el jolgorio de 1714, mal montado tanto en el exterior como en el interior, con mapas horrendos al final del Paseo Lluís Companys, comisarios mediáticos y exposiciones con poco afán didáctico y mucha voluntad manipuladora. Este panorama es muy propicio para generar ciudadanos despreocupados por la muerte del espíritu crítico que debería caracterizar su condición, apagada porque sin pluralidad del huerto surgen más peones que verdaderas puntas de lanza.

¿Es así como aprehendemos el pasado? Al desconocer nuestro propio recorrido corremos el gran riesgo de quedarnos ciegos y merodear sólo por un ombligo demasiado reduccionista. En 1907 Gustav Mahler dejó la dirección de la Ópera de Viena. Muchos se alegraron del hecho, y otros, conscientes de su gran labor al frente de la difícil institución, juzgaron con razón que los vieneses no querían a un hombre tan grande por miedo a sentirse aun más pequeños en su dorada mediocridad, reacia al genio y complaciente con un estatus donde la apariencia era la norma del éxito.

La anécdota sirve para ilustrar una tensión que siempre ha acompañado a Barcelona, donde ahora ya se llega tarde a los espectáculos y el público cree ser capaz de mejorar las prestaciones del artista desde una mirada hacia dentro, sensación confirmada por creadores de distintos ámbitos, que desprende una odiosa y presunta superioridad, como si pagara entrada para criticar desde lo negativo, nunca con afán de construir novedad en la torre del conformismo.

Y así las ovejas, bien digerido el discurso del pastor, continuaron su ruta, sin mirar atrás, contentas por sentirse distintas a los demás miembros de la manada, felices por una cantinela cantada al unísono hasta adormecerlas en un sueño tan bien domesticado que es infeliz, vacuo de un disfrute que sí se da en provincias, donde las ganas de engullir cultura son cosmopolitas desde el entusiasmo, inexistente en el esnobismo de las capitales, tan narcisistas que en breve necesitarán una brújula para no caer en un peligroso pozo sin fondo, Ícaro al revés, fin de fiesta en el ocaso.

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