Cartografía afectiva de la propiedad: 'Una quinta portuguesa' de Avelina Prat
Este pasado 5 de mayo, asistimos al preestreno de la película Una quinta portuguesa de la directora Avelina Prat. Los valencianos cines Lys acogieron tres pases, con el cine-fórum posterior a cada uno de ellos, además de un visionado para familia y amigos.
La directora valenciana, al presentar su largometraje, nos lanzó una pregunta hiriente: ¿podemos cambiar de forma de vida? ¿Empezar de cero? Avelina Prat insertó así su largometraje en la larga tradición de reflexiones europeas sobre la conversión, la metanoia si utilizamos el término griego del cristianismo primitivo. Tras cuaresmas y advientos, Una finca portuguesa
¿Podemos cambiar, transformarnos en lo que queremos ser? A veces, antes, tenemos que reconocer que nos hemos equivocado de vida. A veces, no hay reconocimiento posible, porque la vida se nos queda vacía y no hay más remedio: perdemos lo que pensábamos que era nuestro y empezar de cero no es cuestión de querer sino de sobrevivir. Pasamos del orden ficticio de la propiedad ficticia al caos: casas desastradas y cónyuges ausentes.
Los protagonistas de Una quinta portuguesa no se pueden asir ni a cosas ni a personas. Ni siquiera a los recuerdos, porque están plagados de errores de percepción. No cambian de vida, son sustituidos. O mejor, no deciden conscientemente cambiar de vida, la vida los cambia.
El talento de Prat en la ordenación se revela en cada escena de la película. Es más, el desastre de la casa del protagonista –un Manolo Solo que brilla en su sobriedad– se construye meticulosamente al contrastar con la cartografía de la vida y del mundo que pretende dibujar y enseñar en sus clases de geografía. A veces, llega el momento de reconocer que no se entiende nada. El trabajo minucioso de Prat, script durante años, realza el caos: clases universitarias incomprensibles, naranjas pudriéndose sobre la húmeda tierra portuguesa, mapas tectónicos agujereados tras una pataleta, cafés enfriándose en una mesa de restaurante atlántico. La fotografía de estos caos cotidianos de Santiago Racaj complementa amablemente la ordenación de la directora valenciana y la música de Vincent Barrière acompaña solidariamente el ritmo narrativo. Por buscar pegas, podríamos apuntar que le cuesta arrancar a la trama y que podría narrarse en menor tiempo.
El reparto se complementa internacionalmente con los polos opuestos de Maria de Medeiros y Branka Katić. Sus personajes retratan respectivamente la necesidad del retorno tras el fracaso del colonialismo portugués y la necesidad de emigrar desde el este de Europa para construir una vida nueva.
El film, por otra parte, desvela la fragilidad de la ficción en la que se basaban los derechos de propiedad adquiridos por los colonizadores portugueses en los otros continentes tras algunos procesos de descolonización. Los colonos, sin embargo, globalizaron su forma de entender la vida ligada a la cartografía antes de perder lo que creían suyo. Prat nos obliga a redibujar el perimetraje de lo que pensamos que es nuestro. Las apuestas y las reflexiones nostálgicas de los intérpretes mientras juegan a las cartas nos lo demandan.
Sin embargo, la apertura de puertas de la quinta portuguesa a un jardinero desconocido abre la posibilidad de imaginar una Europa superadora de los perímetros de la propiedad privada; una Europa rural y despoblada, lejos de la crisis de la vivienda y del alquiler. Consideramos normal algo hasta que deja de serlo: casas y personas.
Por su parte, el personaje interpretado por Branka Katić revela la pulsión opuesta a la nostalgia portuguesa, manifiesta el orgullo balcánico surgido de la competición agonística, de la supervivencia tras las guerras de la antigua Yugoslavia. Los actores Solo y Katić interpretan lo que no son para sobrevivir en un medio que ya no es el suyo. Han perdido sus asideros en el mundo y deben investigar qué quieren después de la pérdida, deben reconocer que sus propiedades no eran tan suyas como creían. Tal vez, asumir eso es la condición para empezar de cero.
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