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Cuándo debió refundarse el PP y por qué no lo hizo

Adolf Beltran

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Algunos pensarán que el Partido Popular jamás debió fundarse, sobre todo ahora que se vislumbra en toda la amplitud el alcance de una forma de entender el poder heredada de la originaria Alianza Popular, no como un servicio público, sino como un patrimonio adquirido que el cargo público tiene la posibilidad de aprovechar en beneficio propio, del partido, de sus amigos, conocidos y correligionarios. Aquel primigenio PP de 1989, presidido por Manuel Fraga y con Francisco Álvarez Cascos como secretario general, heredó de Alianza Popular esa mentalidad, tan característica del franquismo y de las oligarquías de cualquier condición, de que el poder consiste en la capacidad de vulnerar ciertas leyes que son de aplicación general al resto de los ciudadanos (una mentalidad, por cierto, que contaminó también a algunos sectores del PSOE, como se vio en el caso Filesa y, después, en los ERE de Andalucía). Y el caso Naseiro lo certificó de inmediato. Ya con José María Aznar al frente, el flamante PP afrontó la década de los noventa metido en un escándalo de financiación ilegal que quedó en nada judicialmente pero que retrató, como en un flash de película de terror, lo podrido de su estructura y lo indecente de la actividad de algunos de sus dirigentes.

Dos tesoreros, dos, Rosendo Naseiro y Ángel Sanchis Perales, salvaron el pellejo porque el Tribunal Supremo anuló las grabaciones que, por pura casualidad, habían sacado a la luz en Valencia un retazo de la trama. Quién sabe qué hubiera ocurrido si en aquel trance se hubiera expulsado, como se insinuó, a un joven dirigente llamado Eduardo Zaplana, cazado por la policía cuando hablaba con el concejal de Valencia Salvador Palop de ciertos trapicheos relacionados con su deseo de comprarse un coche. El caso es que el carpetazo judicial sirvió para enterrar el asunto como si no hubiera existido y Zaplana (previo fichaje de una concejal tránsfuga para alcanzar la alcaldía de Benidorm) acabó llegando a la presidencia de la Generalitat Valenciana.

Sus dos mandatos estuvieron salpicados por confusos escándalos de parsimoniosa fortuna en los tribunales, como el caso Ivex o el caso Terra Mítica, que solo ha llegado a juicio una década y media después de cometidos los hechos. Fue entonces, en el primer gobierno de Zaplana, -y no deja de resultar asombroso que a menudo se olvide-, cuando un conseller de la Generalitat tuvo que dimitir por delitos que acabarían dando con sus huesos en la cárcel. Luis Fernando Cartagena, titular de Obras Públicas, exalcalde de Orihuela y figura emergente de aquel PP en horas altas, fue condenado por manejar unos cuantos miles de euros en negro que donaron al Ayuntamiento unas monjas. Su partenarie resultó ser, ni más ni menos, Ángel Fenoll, corruptor por antonomasia en el actual caso Brugal y en tantos otros enredos que pudren la política de la Vega Baja del Segura.

Fuimos muchos los que pensamos, cuando Zaplana se marchó a Madrid, que el nuevo dirigente del PP valenciano, Francisco Camps, si no carisma, aplicaría a la gestión del inmenso poder acumulado por su partido una cierta honestidad. No era una refundación, pero la etapa campista podía frenar el desparpajo depredador de la anterior. Nada más lejos de la realidad. Camps llevó el sectarismo demagógico de los populares, apoyado en el secular victimismo valenciano, a extremos delirantes. Y bajo la cobertura de ese discurso el saqueo hizo metástasis. Cuando en 2009 estalló el caso Gürtel, que implicaba de lleno a los aparatos partidistas liderados por Mariano Rajoy y Francisco Camps, el PP cerró filas, escenificó en una oprobiosa foto la unidad de su dirección nacional y se presentó como víctima de una diabólica conspiración, dispuesto a defender a su tesorero Luis Bárcenas hasta que resultó imposible. Ni Rajoy ni Camps, -mucho menos Camps porque tuvo la mala cabeza de implicarse personalmente en el trato con uno de los principales agentes de la trama corrupta-, estaban en condiciones de refundar nada, ni de regenerar nada.

La caída de Camps en 2011, acosado por la corrupción que le envolvía, abría una oportunidad a quien le relevó en la presidencia, Alberto Fabra, de disolver las Corts Valencianes, convocar elecciones anticipadas y deshacerse de los nueve imputados en Gürtel o Brugal que formaban parte del grupo parlamentario mayoritario. No lo hizo. Se limitó a dejar, mediante las famosas líneas rojas que prescribían la dimisión de los imputados, que los jueces hicieran el trabajo de ir eliminando fichas amortizadas en esos casos y en otros muchos que se destaparon en una espiral imparable. Diputados, exconsellers y hasta expresidentes de las Corts y un delegado del Gobierno en activo fueron cayendo en desgracia. Estos días Fabra le está pasando factura a Rita Barberá por las humillaciones y desprecios sufridos en aquellos tiempos con su alusión a que ahora se entiende por qué algunos criticaban sus líneas rojas de entonces. Y desvela con ello una clave de fondo.

La exalcaldesa de Valencia, convertida a estas alturas en un saldo político por el desmantelamiento policial de su grupo municipal y de la cúpula local del PP, solo protegida de la imputación judicial por su aforamiento como senadora después de haber esquivado Gürtel, Emarsa y hasta el caso Nóos, estaba allí desde el principio. La poseedora del carnet número tres del PP ha ejercido un recio matriarcado sobre los populares valencianos, cómplice en el caso de Camps, sufrido en la caso de Fabra, que resume perfectamente la deriva de un partido cuyo aggiornamento nunca se produjo.

Y ahora llega Isabel Bonig. Si Fabra no quiso o no pudo; bien porque el partido, a diferencia de lo que ocurrió en Baleares con José Ramón Bauzá, no venía de perder el poder sino de las más altas cimas conquistadas por Camps; bien porque su ambición consiste en ostentar un cargo político pero no en liderar un territorio y una sociedad; bien porque, sencillamente, no podía contar con apoyo alguno de Mariano Rajoy; la nueva presidenta del PP valenciano se dispone a convocar un congreso de refundación. El hecho de que la propia Bonig presente síntomas de la misma dolencia que todo el PP (solicitó donaciones desde su cargo de consellera en el Gobierno de Fabra y, como alcaldesa de La Vall d’Uixó, permitió que una adjudicataria financiara parte de su campaña, mientras su mano derecha, hoy imputado, autorizaba un pago a otra concesionaria contra todos los informes técnicos que lo desaconsejaban), induce al pesimismo.

Porque el dilema, al fin y al cabo, se resume en dos preguntas que se responden solas. ¿Puede regenerarse el PP mientras Rajoy siga siendo su líder? ¿Es posible refundar un partido que ha llegado a ese extremo de promiscuidad con la corrupción sin que pase una larga temporada en la oposición?

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