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El síndrome de la Generalitat

Miguel Tabuenca

El término “Síndrome de la Moncloa” lo acuñó la periodista Pilar Cernuda, en aquellos tiempos en los que el bipartidismo parecía sólido como una roca, para referirse al desgaste emocional que se producía en quienes ocupaban el poder ejecutivo a lo largo de cierto tiempo. Sus síntomas se manifestaban con la paulatina falta de escucha hacia las quejas de la ciudadanía porque, según ellos, se generaban sin la compresión necesaria para entender sus decisiones. Ello les conduce irremediablemente hacia un sentimiento de soledad que, finalmente, se transforma en arrogancia. A día de hoy, en los tiempos volátiles en los que se encuentra flotando la actualidad política, parece que los síntomas se han adaptado para dar origen a un nuevo fenómeno en nuestras tierras: el Síndrome de la Generalitat.

En 2015 la ciudadanía valenciana votó un cambio histórico para recuperar sus instituciones, después de décadas de corrupción y despilfarro, que se materializó en el Acord del Botànic. Con apenas unos meses para que acabe la legislatura, se está en condiciones de afirmar que ese acuerdo progresista ha mejorado la vida de los valencianos y valencianas. Sin embargo, no lo suficiente porque cuatro años se quedan cortos. Es por ello que la altura de nuestros dirigentes tiene estar al máximo nivel para evitar tropiezos en el camino y seguir profundizando en las políticas que se suscribieron en el Botànic.

Desgraciadamente, no estamos en las condiciones de afirmar que eso haya sido así. Llevamos unos meses en el que el Molt Honorable gasta sus energías abriendo y cerrando rumores sobre un posible adelanto electoral. No hacía falta esperar a los resultados en Andalucía para darse cuenta del error político que hubiera sido: los electores/as progresistas no hubieran comprendido los motivos del adelanto cuando todavía faltan medidas importantes por aprobar. Ya sabemos lo que pasa cuando la izquierda se enfada: se queda en casa el día de las elecciones. En este caso, el Síndrome de la Generalitat se manifestó con una sobredosis de tacticismo. Que alguien les diga a los asesores/as del Molt Honorable que no vean tanto House of Cards.

Desafortunadamente, al otro lado del Consell no han podido corregir ese distanciamiento con la realidad. Se han contagiado también. En este caso, con los índices de vanidad por los aires. El pasado verano, Podem remitió una carta a Compromís y Esquerra Unida para confluir en las elecciones de 2019. ¿Su respuesta? Esperen sentados/as. Con respecto a este tema, se han escuchado mantras hasta aborrecerse: “no sumamos”, “se pierde discurso territorial” o, mi favorito, “en las Generales hablemos, en las Autonómicas no”. Sin duda, son aspectos interesantes a tener en cuenta, pero no hay que dejar de atender el hecho que si Mónica Oltra quiere ser la próxima Presidenta de la Generalitat necesita obligatoriamente a Podem. No darse cuenta de ello sería demasiado insolente. La duda que surge es, ¿Mónica Oltra quiere serlo? Supongo que sí. Entonces, inevitable pensar en quién no quiere que lo sea. En este caso, conviene recordar a Giulio Andreotti con eso de “existen enemigos, enemigos mortales y… compañeros de partido”.

Las elecciones de 2019 en nuestras tierras son más transcendentes de lo que parecen. Nos jugamos el rumbo del cambio, si este se mantiene. No resultaría desaventurado afirmar que con cuatro años más de Ximo Puig, las aspiraciones del Botànic se pondrán en la nevera. Ya sabemos qué pasa cuando en la izquierda se promete y luego no se cumple: es el principio del fin. Por el contrario, un nuevo empuje en el liderazgo, con Compromís, Podem y Esquerra Unida a la cabeza, revitalizaría el acuerdo suscrito en 2015 y profundizaría en el autogobierno de los valencianos y valencianas. Sin duda, Compromís tiene un dilema: aceptar los riesgos que conlleva esa alianza para liderar el País Valencià o conformarse con ser la fuerza subalterna del PSPV hasta que se busque un socio alternativo. La respuesta a todo ello: mayo de 2019.

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