Los tiempos malditos de calma chicha
Los antiguos marinos temían a los monstruos marinos, aquellas extravagantes criaturas que les acechaban por los mares gélidos del Septentrión o esas otras, cíclopes voraces y fieros lestrigones, que amenazaban el retorno de los Ulises que surcaban las cálidas aguas mediterráneas. Pero más que el encuentro con estas improbables criaturas, los navegantes más experimentados no ocultaban su preocupación por otro peligro más implacable: la calma chicha. Su presencia lo detiene todo, el viento y las olas desaparecen para dar paso a un mar inmóvil, como una viscosidad quieta que fuerza al navío a un pairo implacable y condena a la tripulación a la desesperación de un tiempo suspendido.
En otras latitudes, la paralización de la nave no viene provocada por la ausencia total de viento, sino por el frío abrazo de los hielos. Allí, son las aguas congeladas las encargadas de atrapar el casco del barco para retenerlo en contra de su voluntad marinera, con una fuerza helada que frenará su ruta hasta bloquearlo en un purgatorio de horizontes blancos. Contra ella nada pueden hacer los marineros, solo contemplar cómo los días se repiten sin otra esperanza que aguardar un deshielo impreciso que les rescate con la premura justa que evite que la muerte les alcance con el infortunio de su último viaje.
En ocasiones, el azar quiso que estos tiempos detenidos de navegación depararan extraños descubrimientos a los infortunados navegantes. El 10 de marzo de 1535, el barco en el que viajaba fray Tomás de Berlanga recalaría, huyendo de una calma chicha, recalaría en un extraño archipiélago cuya recóndita ubicación había mantenido en un territorio anclado en el tiempo, fondeado en las edades antediluvianas. Eran las islas Galápago, cuyo peculiar inmovilismo inspiraría siglos más tarde al biólogo Charles Darwin sus teorías sobre la evolución de las especies. Miles de millas más al sur, secuestrado por los hielos antárticos que retenían la expedición del capitán Scott, el médico Georges Levick recogería en sus notas las extravagantes inclinaciones necrofílicas de algunos pingüinos macho.
Hoy los avances tecnológicos de la marina moderna mantienen a salvo a los actuales marineros de los peligros de estas aguas detenidas. La desesperación que aquella parálisis despertaba forma ya parte del recuerdo, tan solo rescatado por el curioso lector de aquellas crónicas de viaje o el aburrido consumidor de alguna novela histórica con argumento marinero. Y sin embargo, esa desagradable vivencia de sentirse detenidos en un tiempo congelado forma parte cada vez más de las características de nuestras sociedades.
La vieja idea del progreso es para nosotros un mito tan lejano y ajeno como los surgidos del caduco panteón griego. Incluso su variante posmoderna que defendía el fin de la historia, ese momento idílico en la evolución de las sociedades en la que ya no serían necesarios nuevos proyectos de futuro tras la caída del comunismo y después de arrogarse el capitalismo su condición de mejor de los mundos posibles, también nos parece tan distante de nuestras cotidianidades como la lista de los reyes godos. Hoy, el cambio se ha convertido en la clave de nuestras vidas, ha transformado en líquida nuestra realidad. Pero paradójicamente, esa omnipresencia del cambio ha transformado la existencia en un inmovilismo implacable, donde todo está en continua mutación sin ese preciso momento de sosiego que nos permita comprobar la transformación.
Es así como vivimos tiempos de calma chicha, esa que mantiene a Europa en el limbo o a Oriente Medio en infierno. La misma deja a España flotando en la nada política. No es extraño por ello que los espacios paradigmáticos de este instante perpetuo sean los campos de refugiados o esos centros comerciales donde la luz artificial nos impide saber cuándo es de noche o de día. Los no lugares. Tiempos congelados como las aguas polares, como las imágenes heladas en esas pantallas de plasma donde tan cómodo se encuentra Mariano Rajoy, de las que solo sale pare dar un apacible paseo por los verdes paisajes de Ribadumia.
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