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El valor del autogobierno del pueblo valenciano

Manuel Alcaraz

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Los días 8, 9 y 10 de noviembre la Conselleria que dirijo, junto con la Cátedra de Dret Foral de la Universitat de València, organizamos un Congreso sobre el autogobierno del pueblo valenciano. Más de 40 ponentes participan en conferencias y mesas redondas para reflexionar sobre los orígenes de la autonomía valenciana y su evolución así como el futuro del sistema autonómico. Para todo ello se ha buscado el pluralismo y primado la experiencia y prestigio de los participantes. Por supuesto no están todos los que fueron ni los que son, pero, para paliar los huecos que el programa, inevitablemente, tiene, está previsto proseguir con actividades monográficas en los meses siguientes en diversos lugares de la geografía valenciana para abordar cuestiones que estos días no han cabido.

Y es que ahora hemos conmemorado los 40 años de la manifestación de 1977 que puso en la calle la reivindicación de la autonomía, dicha con tantas voces como acentos diversos, pero convertidos -permítaseme recaer en el tópico-, en un clamor unitario que hizo que la idea de autogobierno, aquí, como en otros sitios, quedara indeleblemente cosida a la reivindicación radical de democracia que alboreaba en aquellos días de dubitativo postfranquismo. Y es que la vertebración del Estado en unidades con amplias dosis de autogobierno no fue un añadido a la idea democrática, sino una de sus formas peculiares, quizá la más notable. Que ello fuera vivido con distintos niveles de urgencia e intensidad no es sino la mejor muestra de que esa misma diversidad es la que hacía -y hace- imprescindible la pluralidad organizativa del Estado.

En el Congreso también se celebrarán los 35 años del Estatut d'Autonomia. Si la manifestación fue una fiesta -trágicamente rota por el asesinato de Miquel Grau en Alacant- la redacción del Estatut se hizo en un ambiente más complicado, a menudo manchado por la violencia y, en cualquier caso, por el descubrimiento que hizo el pueblo valenciano de que no le bastaba con un único espejo para interpretarse, que necesitaba más y que ello le privaría de fuerza en algunos momentos clave. Algunos, en ese proceso, se equivocaron. Otros obraron de buena fe. Otros lo hicieron, premeditadamente, para paralizar el desarrollo democrático. Pero el Estatut salió adelante, entre fatigas y algunas emociones. Y sirvió para que el autogobierno, pese a todo y pese a algunos, se hiciera realidad. Porque el pueblo valenciano no había estado habituado a buscar en lo institucional un referente prioritario -es más fácil bordar las emociones en banderas o himnos-. Pero desde 1982 tubo que hacerlo. Y en ello profundizó con la reforma estatutaria de 2006.

Por eso el Congrés rinde homenaje de recuerdo a actores originarios -políticos, periodistas o profesionales- pero no se detiene en una conmemoración de vocación arqueológica y se estructura en torno a algunos de los grandes ejes que han permitido el desarrollo estatutario: economía, territorio, derechos... E igualmente se convoca una mesa de políticos en activo para reflexionar sobre el quo vadis? del Estado autonómico. No se nos escapa la complejidad del momento en el que la casualidad ha querido que trabajemos estos temas. Por eso debo agradecer particularmente la generosidad de los y las participantes. Y al mismo tiempo sugerir que la reflexión franca y sin prejuicios sobre el Estado autonómico quizá fuera un ingrediente valioso para superar gravísimos conflictos que, tratados aisladamente, difícilmente encontrarán comprensión y satisfacción.

Las formas de entender y desear el encaje en España son variados y esperar una manera uniforme de ser y estar en España es una quimera que puede acabar por contribuir a fugas hacia adelante… o hacia afuera. El miedo a la uniformidad será un poderoso factor de incertidumbre y conflicto. Ello no significa que los deseos secesionistas se multipliquen pero, al menos, supondrá que la convivencia intercomunitaria puede volverse enormemente áspera. Las tendencias a ese uniformismo, que inevitablemente supondría una inclinación a la baja en las dosis reales de autogobierno -esto es: de poder, incluido el financiero, para decidir sobre los propios asuntos con la mínima y subsidiaria intromisión de las instituciones centrales del Estado-, tienen dos fuentes principales que, anticipo, nada tienen que ver con los problemas de Catalunya, pues, por ejemplo, no existieron en épocas en que el secesionismo vasco teñía de sangre a España. A mi modo de ver esas dos causas son:

1.- El éxito mismo del Estado autonómico que ha agotado su techo, salvo para algunas Comunidades que, por diversas razones, no desean un cambio en el status quo existente, bien porque se sienten beneficiados por el mismo, en términos de recompensas materiales, bien porque simbólicamente se sienten más dichosas como partes subalternas de un todo que como copartícipes del todo, bien por ambas razones. Pero para otras numerosas Comunidades, la necesidad de blindar sus competencias ante los embates centralistas ante el abuso de la legislación básica o por la deriva centralista en la interpretación judicial, es vivida con tanta intensidad como la de disponer de una financiación justa y la de contribuir a la conformación de la voluntad del Estado en su conjunto. En definitiva, ese éxito del Estado autonómico empuja mayoritariamente a un nuevo pacto soberano que traiga a España un modelo federal, el que más éxito ha tenido históricamente para organizar los Estados complejos.

2.- La redacción de la Constitución y su desarrollo posterior han hecho que los principales sistemas de bienestar e igualdad -salvo el de pensiones- estén en manos de las Comunidades Autónomas -y en una pequeña parte de los poderes locales, privados de medios-. Este hecho hace que la calificación del Estado como “social”, la primera que se hace en la Constitución, haya quedado anudada al Estado autonómico, pudiendo presumirse que, más allá de errores u opciones particulares más o menos legítimas, un debilitamiento de la fuerza de las Comunidades supone disminuir la capacidad de intervención pública en educación, sanidad, políticas inclusivas y de igualdad o en investigación científica. Y eso, al parecer, es lo que los gabinetes de pensamiento conservador han pretendido hacer, aprovechando la crisis. Y a eso está ligado la insuficiencia financiera endémica que en la Comunidad Valenciana padecemos con especial virulencia.

El debate es mucho más complejo y espero que en estos días se aclaren algunos puntos. Necesitamos hablar más para saber más y entendernos mejor. No estamos condenados a la confrontación. Al revés: pese a los sombríos perfiles de la actualidad, los últimos 40 años muestran que el diálogo y el acuerdo son buenos negocios. Ahora necesitamos tanto mejores instrumentos institucionales como un nuevo sentido para la lealtad institucional. Y eso parece entenderlo la mayoría de la población española en el último barómetro del CIS, hecho público esta misma semana: hay una clara minoría que desea un retroceso a posiciones centralistas, y eso en mitad de un vendaval de sentimentalismo, azuzado por la mayoría de medios de comunicación que tampoco derrota a la compatibilidad de sentimientos de pertenencia a España y las respectivas Comunidades Autónomas.

A ese debate estamos llamados el pueblo valenciano, 40 años después. Todas las opciones que renuncien de antemano a hacer del discurso del odio y de la violencia -incluida la simbólica- su instrumento están perfectamente legitimadas para comparecer en el espacio público con sus propuestas. Personalmente apelaré a la construcción tranquila y eficiente de un valencianismo plural de la mayoría, de un territorio de relatos distintos pero compartidos en que podamos renunciar a cualquier sucursalismo, en el que reivindiquemos los medios que precisemos para la dignidad y la igualdad y en el que se admita como perdurable fuente de riqueza el dualismo en tantas cosas y el gusto por el diálogo y la controversia para todas las que se hagan con transparencia, respeto institucional y afán de mejorar la vertebración territorial y el respeto común. No se trata de que haya valencianistas contra no-valencianistas, sino de que cada fuerza política incorpore este ingrediente de comprensión mutua y reivindicación de lo propio al resto de sus rasgos ideológicos y de su cultura política. Y que cada cuál decida la medida y las prioridades.

*Manuel Alcaraz es conseller de Transparencia, Responsabilidad Social, Participación y Cooperación de la Generalitat Valenciana

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