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El artículo 99 de la Constitución

El rey Felipe VI, en una imagen de archivo.

Javier Pérez Royo

28 de julio de 2023 21:54 h

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La interpretación jurídica se ha construido en los países del continente europeo con base en la ley y no con base en la Constitución. Hasta después de la Primera Guerra Mundial de manera muy limitada y hasta después de la Segunda ya de manera bastante generalizada el mundo del derecho no empieza con la Constitución, sino con la ley. La Constitución es un documento político, pero no una norma jurídica. De ahí que las normas relativas a las fuentes del derecho y a la interpretación de las normas jurídicas figuren en nuestro ordenamiento en el Título Preliminar del Código Civil, que es un Título materialmente constitucional, que contiene el mínimo de Derecho Constitucional imprescindible para que pueda operar el ordenamiento jurídico del Estado Constitucional. Con base en ese título se ha construido la inicial teoría de la interpretación jurídica. 

Con la afirmación del principio de legitimación democrática después de la Primera Guerra Mundial empiezan a darse los primeros pasos para la afirmación de la Constitución como norma jurídica, pero no será hasta después de la Segunda Guerra Mundial cuando dicha afirmación se impondrá de manera progresiva hasta convertirse en indiscutible. A los alumnos siempre les recordaba que uno de los grandes juristas europeos del siglo XX, Konrad Hesse, dedicó su Lección Inaugural en la Universidad de Freiburg a 'La fuerza normativa de la Constitución'. ¿Sería imaginable que un catedrático de Derecho Civil o de Derecho Penal hubiera dedicado su lección inaugural a 'La fuerza normativa del Código Civil o del Código Penal'? Pues en el Derecho Constitucional no solo no era inimaginable, sino que se llegó a considerar imprescindible. El impacto del opúsculo de Konrad Hesse fue enorme. Unos veinte años más tarde Eduardo García de Enterría publicaría su “Constitución como norma jurídica” con motivo la aprobación de la Constitución Española de 1978. 

Ya no se discute que el mundo del derecho empieza con la Constitución y que, en cuanto norma jurídica, la Constitución tiene que ser interpretada como tal. La Constitución no era norma jurídica antes de la democracia. No puede no serlo en democracia. 

Pero la Constitución no deja de ser norma jurídica a su manera, como las familias desgraciadas de Tolstoi. La Constitución no deja de ser el punto de intersección entre la Política y el Derecho. La Constitución democrática todavía más que la predemocrática. Es el punto de llegada de un proceso constituyente de naturaleza política y el punto de partida de un ordenamiento jurídico. El momento político está presente en la interpretación constitucional con una fuerza muy superior a lo que ocurre en la interpretación en las demás ramas del derecho. La interpretación constitucional es interpretación jurídica, pero con singularidades que la diferencian de esta última. 

Es así por varios motivos:

1º. Porque la Constitución y la ley en cuanto normas jurídicas son distintas. La Constitución existe tangiblemente, la ley no. También le decía a los alumnos que si van a una librería y piden una Constitución, el librero no tiene duda de lo que se le está pidiendo. Si piden una ley, el librero les preguntará que qué ley quieren, el Código Civil o el Estatuto de los Trabajadores. La ley no existe sin adjetivo calificativo. La ley es una categoría normativa, de la que existen centenares de ejemplares. 

2º. La estructura normativa de los preceptos constitucionales y legislativos es distinta. Los preceptos legislativos parten del establecimiento de un presupuesto fáctico al que se anudan determinadas consecuencias jurídicas. En la Constitución no hay ni un solo precepto con esta estructura. Y es así porque la ley, las leyes, están para dar respuestas a los problemas que se plantean en la vida en sociedad, mientras que la Constitución no está para resolver ninguno, sino para posibilitar que cualquier problema encuentre una respuesta política de una manera jurídicamente ordenada. La Constitución no resuelve ningún problema, pero sin ella no se resuelve ninguno. 

3º. La finalidad de la ley es que se haga justicia, que se pueda acabar dando a cada uno lo suyo. La finalidad de la Constitución es que se haga justicia “de conformidad con la Constitución”, o, mejor dicho, que no se haga justicia de manera anticonstitucional.

4º. La Constitución tiene intérpretes privilegiados: las Cortes Generales y el Tribunal Constitucional. Intérprete propiamente dicho solo son las Cortes Generales. El Tribunal Constitucional no interpreta la Constitución, sino que revisa la interpretación que de la Constitución han hecho las Cortes Generales. Las Cortes Generales no dejan de interpretar la Constitución en ningún momento. El Tribunal Constitucional solo lo hace cuando se interpone un recurso de inconstitucionalidad o se le eleva una cuestión de inconstitucionalidad. No pasan del 1% o 2% las leyes que son recurridas o elevadas al Tribunal Constitucional. 

5º. La ley, las leyes, la interpretamos los ciudadanos con nuestra conducta. Si la interpretación es coincidente, no hay ningún problema. Es lo que ocurre en el 98% o 99% de los casos. Si no es coincidente, se produce un conflicto, que, de no ser solucionado amistosamente, acaba llegando a un juez. Los abogados que representan a las partes o el juez no interpretan la ley. Quienes la interpretan son los ciudadanos. Los abogados argumentan por qué ha sido la parte que él representa la que se ha mantenido con su conducta dentro de la ley y a la inversa la parte contraria. Y el juez decide cuál de las partes se ha mantenido con su conducta dentro de la ley y cuál se ha puesto con su conducta fuera de la ley. Pero no es el juez el que interpreta la ley, sino los ciudadanos en pie de igualdad.

6º. La interpretación jurídica es expresión del principio de igualdad. La interpretación constitucional es expresión del “monopolio de la coacción física legítima en que el Estado consiste”.

Tanto la interpretación constitucional como la interpretación jurídica deben ser instrumentos de “seguridad jurídica”, que deben encajar en su ejercicio. Los ciudadanos, en el caso de la interpretación jurídica, y las Cortes Generales, en el caso de la interpretación judicial. Los jueces y magistrados, en la revisión de la interpretación jurídica por los ciudadanos. El Tribunal Constitucional, en la interpretación por las Cortes Generales de la Constitución. A través de ambas debería ser posible conseguirlo.  

¿Qué ocurre con el artículo 99? Pues que el intérprete de la Constitución en este caso no son las Cortes Generales, sino el Rey. La interpretación, tanto la jurídica como la constitucional, es una operación democrática. De democracia directa, la jurídica. De democracia representativa, la constitucional. En la interpretación del artículo 99 no es posible, porque el intérprete es el portador de una magistratura hereditaria, que es “a-democrática”. El constituyente español regula la investidura de manera democrática. La cadena de legitimación democrática, que arranca del artículo 1.2 de la Constitución, “el pueblo español como titular del poder”, se proyecta en el 66.1, en el que por primera vez aparece de nuevo el “pueblo” vinculado a las Cortes Generales, y del 66.1 al 99, en el que el Congreso de los Diputados trasmite la legitimidad democrática a través de la investidura. Pero en el punto de partida de la investidura entra el Rey y se produce, por tanto, si no una quiebra, sí una suspensión de la legitimidad democrática. Para ese momento no hay interpretación jurídica o constitucional que valga. El momento inicial de la operación de investidura es “a-democrático”.

Si estuviera en el servicio jurídico de la Casa Real, ¿qué interpretación le recomendaría al Rey que hiciera del artículo 99 en este caso? 

Dado que el PP ha superado al PSOE en votos y escaños, aunque más en los segundos que en los primeros, porque en la “desviación calculada” que hay en nuestra ley electoral se produce un cierto escoramiento entre los dos posibles primeros partidos a favor del partido de la derecha a la hora de traducir los votos en escaños, pero lo ha superado, y dado que, aunque parece que el candidato del PP no tiene apoyos suficientes para ser investido, tampoco resulta inequívoco que los tenga el otro posible candidato, el candidato del PSOE, el Rey debería preguntar al candidato del PP si está dispuesto a acudir al Congreso de los Diputados a presentar “su” programa de Gobierno y solicitar la confianza de la Cámara. Y, si la respuesta fuera positiva, el Rey debería proponerlo. En el caso de que no la alcanzara, el Rey debería proponer al candidato del PSOE para que lo intentara.

Con los resultados del 23 J pienso que esta es la posición más ecuánime que el Rey puede mantener. Me parece muy importante que lo sea y que lo parezca.

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