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Sobre este blog

Contrapoder es una iniciativa que agrupa activistas, juristas críticos y especialistas de varias disciplinas comprometidos con los derechos humanos y la democracia radical. Escriben Gonzalo Boye (editor), Isabel Elbal y Sebastián Martín entre otros.

La banalización del terrorismo en España: la Ley y (algunos) jueces

César Strawberry.

Manuel Cancio Meliá

En estos últimos años, cada vez resulta más difícil intentar explicar a los conciudadanos europeos lo que está pasando en España con el Derecho penal antiterrorista aplicado a determinados actos de comunicación. Procesos como los dirigidos contra César Strawberry o Valtónyc generan verdadero estupor al norte de los Pirineos cuando uno cuenta qué es lo que ha motivado el procesamiento o la condena (la reacción es siempre de incredulidad: “Ya, pero seguro que debió decir algo más, ¿no?”; “Pero ¿no estaba además incitando a hechos concretos?”).

Es cierto que la nueva regulación de los delitos de terrorismo de 2015 (cuando el entonces secretario general del PSOE estaba aún en el sí es sí, en la seriedad institucional y el “Pacto de Estado” con la organización que entonces y ahora controlaba el Gobierno del Estado) cambió por completo el sistema de definición –ampliándolo enormemente– de estas infracciones que ha estado en vigor más cuatro décadas, la regulación que ha acompañado todo el ciclo del terrorismo de ETA desde la transición hasta el cese de la violencia.

En efecto: las posibles repercusiones de la reforma de 2015, más allá de los primeros casos que estamos conociendo, son potencialmente gravísimas. Las novedades que introduce la reforma son de un alcance extraordinario, y pueden llegar incluso mucho más allá de lo que se ha visto hasta ahora: piense que se introduce hasta el delito de colaboración con el terrorismo por imprudencia; se ha llegado más lejos que en ningún otro ordenamiento occidental a la hora de incluir delitos extraordinariamente vagos y que pueden aprehender comportamientos de lo más variado.

Sin embargo, lo cierto es que aún no hay muchos procesos en los que se recurra a la nueva regulación, ya que la reforma entró en vigor en 2015, de manera que sólo puede aplicarse a hechos cometidos con posterioridad. La reforma no explica la deriva. En efecto: ya antes de esta última reforma podía advertirse que no sólo ha habido una escalada legislativa, que ahora culmina con la reforma de 2015, sino que también la jurisprudencia de los (algunos) tribunales españoles ha sufrido una evolución expansiva desde hace años atrás.

Parece claro que, por un lado, la evolución habida forma parte de la absolutización de la idea de prevención fáctica de atentados terroristas. Hay una especie de mantra colectivo consistente en asumir que ante la violencia desatada del terrorismo es decisivo el concurso del Derecho penal para evitarla. En función de este punto de partida, parece que debe adaptarse el ordenamiento penal específicamente, aunque sea transgrediendo ciertas reglas básicas que están en el corazón de nuestra identidad constitucional como “Estados de Derecho” y limitan el poder del Estado.

Como recientemente “argumentó” Donald Trump: la tortura es efectiva, ergo usémosla para “proteger vidas americanas”. En consecuencia, en materia de terrorismo se proponen abiertamente unas reglas jurídico-penales ajenas al sistema constitucional, un “Derecho penal” del enemigo separado del común, del “Derecho penal del ciudadano” (otra cosa es que estas normas “excepcionales” acaban normalizándose y contaminando otros sectores del ordenamiento).

Sin embargo, para comenzar –antes de ponerse a ponderar si merece la pena sacrificar tal o cual principio para optimizar la prevención– hay que señalar que las cosas no son tan sencillas, en absoluto. La prevención fáctica, la evitación de delitos terroristas es extremadamente difícil, y desde luego no se consigue sólo con el Código Penal, no se alcanza prohibiendo determinadas manifestaciones públicas. Si bien la cuestión excede del campo de competencia del jurista, sí parece claro que una “solución” a largo plazo de cualquier fenómeno terrorista pasa por la desecación ideológica del campo social que pretenden dominar los terroristas.

Es decir, que sólo desactivando la situación de conflicto que las organizaciones terroristas utilizan como palanca para construir su hegemonía se puede prevenir duraderamente que surjan nuevas oleadas de terrorismo: la mera represión no puede alcanzar este objetivo. En consecuencia, en relación con la actual oleada de terrorismo yihadista, es imprescindible avanzar en políticas públicas que, por un lado, bloqueen procesos de creación de guetos sociales en la población de referencia en los países de Occidente, y, por otro, redefinan el papel de las potencias occidentales en el sustento de regímenes autoritarios en el mundo árabe y musulmán, y, sobre todo, en el apoyo a la política de ocupación de facto de territorio palestino por parte del Estado de Israel.

Como parece claro, establecer estas políticas no es sencillo y no pueden tener efectos a corto plazo. Por otra parte, en el ámbito de la Unión Europea, contrasta el enorme despliegue de dispositivos jurídico-penales y policiales específicos y la inacción y falta de planificación completas en las políticas de prevención en esta línea.

Volviendo a las condenas penales por manifestaciones públicas, lo primero que hemos de recordar es que la Audiencia Nacional es un tribunal especial, una anomalía en la demarcación judicial, en la determinación del “juez natural”, que no existe en otros países de Occidente. De hecho, mientras que es normal que haya fiscalías especializadas, no lo es que existan tribunales con competencias especiales respecto de todo el territorio del Estado. Así las cosas, la Audiencia Nacional se convierte en un tribunal en el que se concentran, a mi juicio, demasiados procesos que generan un altísimo interés en los resortes del poder político-económico, no sólo en materia de terrorismo, sino también en Derecho penal económico. No encuentro ninguna razón organizativa sólida para esta concentración y tengo la impresión de que sería mucho mejor que no existiera tal y como está configurada hoy.

Procesos como los mencionados antes son la punta del iceberg de una aplicación muy irreflexiva de los delitos de terrorismo. La regulación del Derecho penal antiterrorista en España es una versión particularmente intensa de una verdadera banalización legal del terrorismo. Precisamente en estos casos es especialmente importante la interpretación que haga la jurisprudencia. Sin embargo, no podemos seguir confiando –como muchos hemos hecho– en que determinadas normas legales vagas o sobredimensionadas siempre vayan a ser corregidas por un poder judicial que tenga el sentido común del que el legislador muchas veces carece. Lo que entra en la Ley, tarde o temprano produce una actuación del sistema penal.

Ha habido y está habiendo en España procesos penales, y también condenas, que suponen una grave quiebra del ordenamiento jurídico y constitucional, puesto que se refieren a hechos que carecen de relevancia penal de modo evidente, y lo hacen en un contexto en el que estos procesos se integran en una determinada estrategia política implementada por la Fiscalía. En algunas ocasiones, en estos procesos los tribunales que han dictado sentencia –el caso probablemente más claro es la reciente sentencia del Tribunal Supremo en el caso de César Strawberry– han hecho una interpretación a mi juicio delirante del delito de enaltecimiento (art. 578 CP).

Se piense lo que se piense sobre esta infracción –que no existe en los países de nuestro entorno–, sólo tiene sentido en una situación de una organización terrorista en activo. El especial contexto de presión difusa y amenaza colectiva que supone una organización terrorista en activo, dispuesta a atentar, es lo que es la base de un delito como el de enaltecimiento/humillación. Que hoy se condene a alguien por hacer chistes –aunque sean de mal gusto, eso es irrelevante– mil veces oídos sobre la muerte del almirante Carrero Blanco, es decir, que el Tribunal Supremo de la España de 2017 condene a un ciudadano por denigrar, como víctima del terrorismo, al presidente del gobierno de una dictadura militar (torturadora y asesina, no se olvide), muerto en un atentado de una organización terrorista que ya no existe como tal, cometido hace más de cuarenta años, parece un mal sueño, una alucinación.

O el caso de los titiriteros, en el que un juez central de instrucción que no sabía nada de nada de la obrilla que se representaba, sí confiaba lo suficiente en un atestado policial como para mandar a prisión provisional sin fianza, bajo aplicación de la Ley antiterrorista, a los dos sujetos que manejaban las muñecas, cuando hubiera bastado leer el guion de la obrilla para inhibirse a favor de la crítica teatral… un vodevil, un esperpento.

En este sentido, no hay nueva redacción legal que “obligue” a los tribunales a hacer lecturas tan extremadas de las normas del Código Penal. No se trata sólo, entonces, de que esté en juego la libertad de expresión (en el sentido de que pudiera ser una conducta delictiva, pero permitida excepcionalmente por preservar la libertad de expresión) –que también–, es que ya antes de esa consideración, esta clase de condenas parten de una comprensión muy deficiente de la Ley tal y como está en vigor, o sea, que a mi juicio implican mala técnica jurídica.

¿Por qué pasa esto con tanta intensidad en España? Se trata de una cuestión difícil, que no tiene una explicación sencilla.

En las últimas décadas, en todos los ordenamientos penales occidentales cabe constatar una enorme expansión de las normas penales. Esta tendencia existe desde hace mucho tiempo, y deriva de la idea de que una “democracia militante” no puede permitir (e incluso debe castigar con penas criminales) determinados discursos públicos –como en Alemania es delictivo exhibir los símbolos nazis–, partiendo de la idea de que no se puede ser “tolerante con los intolerantes”. Como es obvio, el acceso masivo a la difusión potencialmente amplísima de toda clase de contenidos que suponen internet y las redes sociales ha echado mucha leña a este fuego.

En parte, se trata sencillamente de un proceso de adaptación del ordenamiento penal a los cambios en la estructura social, imprescindible en un sistema jurídico que debe servir a la sociedad en cada momento y adaptarse a su evolución. Sin embargo, en parte tenemos una verdadera “huida” irreflexiva al Derecho penal que, efectivamente, traspasa múltiples ámbitos antes sometidos a otros mecanismos de control social respecto de las conductas desviadas.

Por un lado, la explicación, tengo la impresión, está en un deterioro del debate político-criminal, en la utilización espuria de la legislación criminal por parte de determinados agentes políticos: aparece el llamado “Derecho penal simbólico”, una degeneración de la comunicación política que pretende resolver todo (y tranquilizar a la ciudadanía) con nuevas normas penales. ¿Que la violencia machista es intolerable? Subimos las penas o creamos nuevas infracciones. ¿Que hay actos de racismo y discriminación? Ampliamos los delitos de odio, subimos las penas… Se atribuyen efectos mágicos al Derecho penal, en vez de reconocer la complejidad de determinados conflictos sociales y que no existe una solución inmediata –y sobre todo, la legislación penal tiene coste cero–: se sigue sobrecargando de trabajo a un sistema judicial espectacularmente infradotado (¿casualidad?), sin necesidad de identificar partidas presupuestarias para hacer algo en la raíz de los problemas.

Por otro lado, cabe decir que parte de la explicación del recurso cada vez más frecuente e intenso al ordenamiento penal, más allá de los abusos de cierta política, está en una necesidad de fijar la identidad social que ya no es satisfecha por otros mecanismos informales de control social. Una sociedad valorativamente atomizada recurre con mayor frecuencia al Derecho. Dicho con un ejemplo: si ya no existe una moral social sexual colectiva mayoritaria, parece necesario que sea el Código Penal el que determine, por ejemplo, por debajo de qué edad mantener relaciones sexuales consentidas con un menor es delito.

Sin embargo, aunque puede hablarse de una tendencia europea común, el caso de España es único en Europa occidental: aquí se penaliza la mera manifestación de determinadas ideas, mientras que el denominador común en las regulaciones de los países vecinos (y de las normas de armonización de la Unión Europea en esta materia –diga lo que diga el legislador español, que sistemáticamente pone en la boca de Bruselas palabras que nunca pronunció–) es la idea de que el comportamiento sólo puede castigarse penalmente si implica graves consecuencias más allá de la mera comunicación, es decir, si lo dicho implica llamar a la violencia, fomentar expresamente la realización de delitos en el futuro. Para encontrar una regulación como la española, en Europa (geográficamente hablando) hay que mirar más al Este: Turquía, Bielorusia, o la Federación Rusa…

¿Por qué? Por un lado, llama la atención el hecho de que esta política represiva comienza en España a partir del año 2000, cuando se introduce el delito de enaltecimiento del terrorismo y ha ido incrementándose su aplicación de un modo notable últimamente. O sea, que se expande su aplicación en el momento en el que el terrorismo de ETA primero entra en declive operativo y se agudiza cuando ya no hay terrorismo originado en el separatismo vasco.

La existencia de un control penal intenso de las manifestaciones públicas siempre refleja la inseguridad de un colectivo social. Como es sabido, en los EEUU –un país con una identidad nacional fuerte– los tribunales interpretan que actos de rechazo a la nación, como quemar una bandera, deben estar cubiertos por la libertad de expresión. Aquí, en cambio, seguimos con el delito de ultrajes a España o el de injurias al Rey, ofreciendo un campo de juego divertido a quienes queman banderas o fotos del monarca… Por otra parte, seguro que cuarenta años sin libertad de expresión –una experiencia única en los países de nuestro entorno– algo tienen que ver: cuando uno ve los delitos de injurias al Rey (infracción que llevó a la condena de España en el caso Otegi por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos), o el de “ultrajes” a España, a sus comunidades autónomas o sus símbolos, es imposible dejar de ver en ello un relicto autoritario.

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