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Caravaggio, ese luminoso rescate del comunismo italiano

El óleo de Caravaggio 'Judith cortando la cabeza de Holofernes' en una visita al Museo de Bellas Artes de Bilbao en 1999

Peio H. Riaño

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La cancelación más sonada de la historia del arte no es la de Pablo Picasso, que ni se ha insinuado cincuenta años después de su fallecimiento. La tormenta de insultos y críticas que sufrió la obra de Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610) al poco de su muerte silenció, durante casi cuatro siglos, al maestro del Barroco. Quedó arrinconado porque sus queridos enemigos se apresuraron a rendir cuentas con el ariete del realismo y escribieron, entre otras lindezas, que por más fuerza real que tenían sus personajes, carecían “de movimiento, afecciones y gracia”. Y de esta manera la corriente clasicista se impuso a la naturalista que el Merisi representaba y así sucedió el triunfo del boloñés y empedernido misógino Guido Reni. La idea ganó a la verdad y la llama del caravaggismo que iluminó Europa el primer cuarto del siglo XVII se apagó. Hasta 1951.

Esa es la fecha del renacimiento del gurú del Barroco. Con 61 años el maestro de maestros, Roberto Longhi (1890-1970), consagra a Caravaggio con la primera gran exposición retrospectiva de su obra, en el Palacio Real de Milán. En 1912 ya había incluido al Merisi en la exposición colectiva Mostra del Seicento e del Settecento, en el Palacio Pitti de Florencia. El análisis que Longhi escribió para la muestra de 1951 es un hecho histórico: acabó con la cancelación que habían alimentado pintores como Poussin, que en 1650 llega a Roma y al conocer la obra de Caravaggio le acusa de “haber venido al mundo para destruir la pintura”. O Stendhal, que pasea por Roma entre 1828 y 1834 y en sus crónicas alaba la obra de Reni y critica la del otro.

Aquella exposición se celebró con una cantidad de obras del maestro que hoy sería imposible conseguir reunir todos esos préstamos. Longhi animó al público a “leer un pintor que ha buscado ser ”natural“, comprensible, humano más que humanista; en una palabra, popular”. “Caravaggio renace en una Italia donde el mundo intelectual es marxista y se reivindica en las clases obreras y en el realismo que abarca la estética del momento, especialmente el cine. Caravaggio es un icono marxista, popular y realista en la Italia de 1950: no hay otro maestro antiguo tan contemporáneo”, indica Artur Ramón, historiador del arte, galerista, coleccionista y de los escasos especialistas en la obra del artista y del historiador italiano. Ramón es el responsable del prólogo a Caravaggio, el texto corregido y aumentado por Longhi, en 1968, que la editorial Elba publica ahora por primera vez en castellano.

Un pintor moderno

Así que Caravaggio es un invento moderno, pero no fruto de la casualidad. La revolución de la verdad que encajó en el gusto de la implacable Contrarreforma católica coincidió con los anhelos realistas de la Italia que abandonaba la Segunda Guerra Mundial y decía “no” al fascismo y buscaba la justicia social. El pintor que transformó la mitología en calle, el artista que convirtió lo sagrado en cotidiano, el que demostró que el arte no reside en la historia que narra, sino en la verdad humana que muestra, Caravaggio, fue la inspiración de Pier Paolo Pasolini (1922-1975). El director de El Evangelio según San Mateo (1964) conoció de estudiante a Caravaggio en las clases de Roberto Longhi, en la Universidad de Bolonia. Y su encuentro con el pintor cuajó en su pasión por el cine, como él mismo reconoció.

“De hecho, Pasolini es una especie de Caravaggio revivido y posmoderno, que se identifica tanto con su arte como con su personalidad y su vida de doctor Jekyll y Mr. Hyde. De día es el intelectual o el cineasta refinado que reflexiona sobre temas complejos en busca de soluciones que encuentra en la alta cultura y la belleza, pero al caer la noche, se transforma en un depredador sexual que se pone sus Ray-Ban y va con su coche deportivo en busca del placer que le dan los ragazzi di vita, como Caravaggio, chicos marginales que lo llevarán al exceso”, escribe Artur Ramón.

Caravaggio inventó un nuevo modo cinematográfico, escribió Pasolini en 1974, en un texto titulado La luz de Caravaggio. Dijo que también creó un mundo nuevo para poner delante del caballete en su estudio, compuesto por nuevos tipos de personas y una sociedad nueva que había estado ahí siempre. Caravaggio pintó a sus semejantes y esta novedad también fue sospechosa por falta de decoro. Los protagonistas eran las pobres gentes y sus historias eran callejeras, pero no históricas. Además es el creador, explicó Pasolini, de una nueva luz, con la que “sustituyó la iluminación universal del Renacimiento platónico por una luz cotidiana y dramática”.

Marxismo y libertad

Longhi culminó el rescate de Caravaggio durante la Italia marxista de la mitad del siglo XX, la neorrealista, y este libro es el mejor testimonio de ello, en el que tampoco evita la imaginación. Lo retrata como si lo hubiera conocido en persona: “Nada prohíbe imaginarlo, por la mañana, como un joven erizado y melancólico mientras adiestra a su perro de lanas...” Y continúa: “El juego de pelota, las mujeres, la histeria, con los amigos de toda clase y nación, más tarde, también, la cabeza ofuscada por el vino de los Castelli, los alborotos nocturnos, el permiso de armas olvidado, las palabras gruesas a la fuerza pública, los días de cárcel, los enfrentamientos más o menos bruscos con los rivales, las pedradas a la celosía del casero...” Porque Roberto Longhi no es capaz de separar vida y obra del artista para reconstruirlo en su contexto, para entender que el genio no existe, que se hace o que le hacen.

“La verdad es que cada pintor no ofrece a fin de cuentas sino lo que el mundo le demanda”, apunta Longhi. Pero Caravaggio se resistía a cumplir con las expectativas de sus clientes. En 1604 pinta La muerte de la Virgen, hoy en el Museo del Louvre, casi cuatro metros de altura de lienzo en el que ha utilizado a su amiga cortesana Lena Antognetti para interpretar a María fallecida. Viste un simple vestido rojo con mangas largas y una falda ancha que le llega a los tobillos y deja ver los pies descalzos. Un cuadro en el que se ofrecía muy poca esperanza de reencarnación. Es la muerte como final del camino. Un cadáver. Ahora se le considera “el cuadro más profundamente religioso del Seicento italiano”, pero cuando los curas de la iglesia carmelita de Santa María della Scala, en el barrio del Trastevere, le vieron entrar con aquello, lo rechazaron de inmediato. Nunca se llegó a colgar. Era una muerte en el barrio pobre que rodeaba a la iglesia.

Los críticos más conservadores escribían de los artistas más modernos de principios del siglo XVII que cuando debían representar a la Virgen pintaban a una “puta sucia del barrio de los burdeles, ”que es lo que hizo Caravaggio en la Muerte de la Virgen en la Scala, y fue por eso que los buenos padres no lo quisieron“, escribió Mancini. Caravaggio, el pintor de la clase obrera, había mostrado a una mujer carnal, humana, abandonada, un ser real. Inaceptable. Longhi se pregunta la razón del rechazo sin explicación: ”¿Porque había hecho con poco decoro a la Virgen hinchada y con las piernas al descubierto?“.

Libertad a pesar de todo

Biógrafos como Peter Robb han escrito que en estos años las luchas callejeras debieron de ser un desahogo de las tensiones cada vez más intolerables derivadas de la pintura. Y después del que fuera el rechazo más sonado de su vida llegó la fatídica jarana y muerte de Ranuccio Tomassoni, en la noche del 29 de mayo de 1606, aquel dichoso domingo que precedía un tórrido verano. El artista de éxito en Roma se convierte en asesino a la fuga, refugiado en Nápoles. Allí, como escribe Longhi, “la vida se había ido ensombreciendo cada vez más para Caravaggio”.

El primer encargo no tardó en llegar. En la iglesia del Pio Monte de la Misericordia realizó Las siete obras de la Misericordia, del que Longhi dice que “nunca Caravaggio se sintió más libre que en este primer tema napolitano”. “Caravaggio la había pintado, como se dice, con el corazón en la mano, en un momento excepcional de distensión. Había reunido, en la sacristía de los frailes inquisidores, a los pordioseros más extraordinarios y perfectos (los mismos poco más o menos que servirán a Velázquez para sus Borrachos) y los había puesto de rodillas, los brazos abiertos, los dedos pegajosos”. Unos meses más tarde llegará el David y Goliat del Museo del Prado, con un autorretrato que señala la amenaza que pesa sobre la cabeza del pintor tras la condena a muerte que ha decretado contra su persona el papa de Roma. Longhi reconstruye a Caravaggio como uno más, uno de los suyos, como un contemporáneo. Porque para el maestro de los historiadores del arte, “la historia pasada siempre se colorea de la del presente”.

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