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Lisbeth Salander, la mujer a la que no amaban (todas) las mujeres

La sueca Noomi Rapace como Lisbeth Salander

Mónica Zas Marcos

A finales del verano de 1969, un grito desgarrado se perdió entre los árboles de Umea, una pequeña región al norte de Suecia. Mientras tres adolescentes violaban brutalmente a una chica de su instituto, el cuarto de ellos quedó paralizado por el miedo y fue incapaz de socorrerla. Los lamentos de Lisbeth se escucharon por todo el bosque y retumbaron especialmente en los oídos del chaval, que convivió para siempre con la pasividad y la cobardía de aquel día.

Años más tarde, un adulto Stieg Larsson redimía su culpa en la saga Millennium y daba forma a uno de los personajes femeninos más poderosos de la literatura. Un suceso oscuro, pero inspirador para el sueco, que convirtió a Lisbeth Salander en una heroína póstuma para su creador.

Los detalles fueron desvelados por el periodista turco y colega íntimo de Larsson, Kurdo Baksi, en el libro El hombre detrás de la chica del tatuaje del dragón. “Después de ese traumático episodio, todas las mujeres de sus novelas tomaron un cariz independiente. Luchaban. No se rendían. Justo como él deseaba que ocurriese en el mundo real”, escribió Baksi.

Antes de fallecer de un infarto, Larsson tuvo la premonición de que su trilogía sería un éxito. No vivió para presenciarlo. Tampoco el debate que se creó alrededor de su hacker gótica entre las feministas que abrazaron a Lisbeth y las que la ven como una fantasía masculina más. Una brecha que ha crecido con cada una de las adaptaciones al cine de Los hombres que no amaban a las mujeres desde que se estrenó la primera en 2009.

El pasado fin de semana llegó a las salas Millennium: Lo que no te mata te hace más fuerte con Claire Foy en el papel de Salander. El director Fede Álvarez recoge el testigo del sueco Daniel Alfredson y de David Fincher y devuelve el protagonismo a la investigadora por encima del periodista Mikael Blomkvist, algo nunca visto hasta ahora. Quizá porque es la primera película que no adapta la saga original de Stieg Larsson, sino la cuarta novela que quedó inconclusa y que la editorial encomendó a otro autor.

Podría parecer la evolución lógica siguiendo el cauce de los acontecimientos del último año. “Ha sido asistente, musa, el unicornio que andaba corriendo por ahí a modo de mito. Ahora era el momento para que tomara las riendas de su propio relato”, explicó el director para justificar el giro de guion. Sin embargo, las piezas no terminan de encajar. Ni siquiera cuando Salander es liberada de la brutalidad, los hombres violentos y el contexto que generaba controversia, es la heroína feminista absoluta.

Mucho han cambiado las cosas en diez años; no así Lisbeth Salander: veintipocos, metro y medio y 45 kilos de hueso que patea la entrepierna de los empresarios, los violadores y los cuerpos de “seguridad”. Ella es la misma desde que Stieg Larsson la cinceló a golpe de tinta en 2005. Los que cambian son quienes la ven, la recrean e incluso las actrices que la interpretan. La chica tatuada ya no es solo un personaje literario, sino una efigie maleable según el contexto social.

¿Con o sin violencia sexual?

No se montó demasiado revuelo cuando Rooney Mara, la actriz que interpretó a Salander en la adaptación estadounidense, sugirió que el personaje no era feminista. La única que se sintió ofendida fue la viuda de Stieg Larsson, Eva Gabrielsson. “¿Sabe en qué película ha estado? ¿Ha leído los libros? ¿No ha recibido asesoramiento?”, espetó con dureza la sueca, asumiendo que Mara no era nada más que otra ignorante estrella de Hollywood.

Eran tiempos alejados del Me Too, y la misma actriz que este año definía otro de sus roles, María Magdalena, como una “profunda y radical feminista”, en 2011 no se sentía cómoda con esa “etiqueta”. “No sé ni siquiera lo que significa. Creo que soy como mi personaje [Salander] en ese sentido. No me siento parte de un grupo ni nada de eso”, dijo Mara en la promoción de The Girl with the Dragon Tattoo. Nadie puede culparla por confundir términos y no saber que el grupo al que se refería en ese momento era el de las mujeres.

Y, aunque Gabrielsson dijese que Salander “representa con todo su ser una resistencia activa a los mecanismos que impiden a las mujeres avanzar en este mundo y, en el peor de los escenarios, que las violentan como le ocurrió a ella misma”, su figura no termina de convencer. ¿O quizá sea la de Stieg Larsson la que genera dudas?

“Creo que leer estas representaciones puede ser traumático para las mujeres que han sufrido violencia o agresiones sexuales, y creo que todavía sirve como medio de control social porque incluso las mujeres que no las han experimentado saben que es una posibilidad”, dijo la socióloga estadounidense Abby Ferber, quien dedicó un ensayo a la violencia -extremadamente- gráfica de la saga Millennium.

Otro de los problemas, en su opinión, ha sido la representación en la gran pantalla. Hay mucha gente que se ha acercado a este thriller a través de las películas en lugar de los libros. Y, aunque algunos consideran a Larsson un voyeur que disfrutaba escribiendo esas atrocidades contra los cuerpos de las mujeres, la realidad es que el autor tuvo más tacto que los directores que les dieron vida posteriormente.

Por ejemplo, de entre todas las escenas de violencia contra las mujeres que ofrece en la saga, las peores son los asesinatos sexuales del primer libro y la violación de Lisbeth por parte de su tutor legal, Nils Bjurman. Mientras que en las películas tanto esa escena como su venganza, en la que Salander se regodea en la penetración de su violador y en tatuarle “Soy un cerdo sádico, un pervertido y un criminal”, duran lo mismo, en los libros no. La primera ocupa solo una página mientras que al ajuste de cuentas le dedica más de seis.

Es una escena dura de presenciar, tanto en letra como en imagen, pero que amplía la dimensión psicológica del personaje de Lisbeth Salander. Una mujer que no cumple los cánones de belleza del heteropatriarcado pero que despierta unas ansias de violencia salvaje entre los hombres. Que no mira a los ojos. No sonríe. Que se niega a ser víctima.

La Lisbeth de Noomi Rapace y, en menor medida, la de Rooney Mara reflejó una frialdad que solo se enciende con el deseo de venganza. Pero la de Claire Foy ha perdido matices en pos de una humanidad que Stieg Larsson nunca le quiso dar. Algunos ya la han bautizado como la Lisbeth Salander de “marca blanca” porque la han despojado de un entorno misógino contra el que luchar y de una historia de supervivencia sexual con la que empatizar.

Una vez más, la Lisbeth de la tercera ola no encaja en lo que la opinión pública espera de ella. Vuelve a ser una proscrita que opera fuera de la sociedad, pero no de la moral ni del feminismo, porque, como dice Abby Ferber, “no sé quién descubrió el agua, pero ciertamente no era un pez”.

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