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CRÍTICA

'Han Solo: una historia de Star Wars', western espacial sin pretensiones

Póster de 'Han Solo: una historia de Star Wars'

Francesc Miró

A menudo, las películas que vemos, las que nos transportan a galaxias muy muy lejanas o muy muy cercanas, no son exactamente las de las directoras o directores cuyo nombre brilla en carteles y tráilers. Más bien son películas de quienes siguen en la sombra, sentados en despachos en los que los estudios de mercado y datos de previsión deciden qué es lo mejor para sus películas.

De ahí que a veces veamos films con ribetes de múltiples realizadores. Pedazos de escenas, diálogos o diseños de personajes que conforman películas a partir de material muerto, como si fueran la bestia que creó Mary Shelley y su amigo el doctor Frankenstein. A muchos, por poner un ejemplo, nos duele recordar escenas de El Hobbit: Un viaje inesperado, pues seguimos imaginando qué podría haber hecho el hoy oscarizado Guillermo del Toro con semejante material. Su abandono por retrasos en la producción volvió a sentar en la silla del director a Peter Jackson y el resultado se resintió sobremanera.

Disney, por su parte, parece haberse acostumbrado a echar a realizadores en los que supuestamente confiaba para sustituirlos por alguien que sepa acatar las órdenes de sus ejecutivos de cuentas. Así echaron, sin levantar demasiada polvareda,  a Colin Trevorrow del episodio IX de Star Wars que finalmente dirigirá J.J. Abrams. De la misma forma fueron despedidos del film que nos ocupa Phil Lord y Chris Miller –responsables de comedias con más enjundia de la esperada como Infiltrados en clase o La LEGO película-, para ser sustituidos por Ron Howard.

Ante tanto baile de nombres tras las cámaras, Han Solo: una historia de Star Wars se adivina entretenida y funcional pero confusa en sus objetivos. Combinación frankensteiniana de sensibilidades y formas de hacer distintas, que dejan al proyecto en tierra de nadie.

Aventura galáctica sin sorpresas

Sería demasiado osado afirmar que Ron Howard es uno de los realizadores más solventes pero menos creativos del Hollywood contemporáneo. Al fin y al cabo, su cine marcó algunos de los despuntes del entretenimiento más encomiable de los ochenta con Willow, Un, dos, tres…¡Splash! o la moderadamente sentimentaloide Cocoon.

Sin embargo, desde entonces se asentó como director de oficio que sin demasiado esfuerzo y conociendo los intríngulis de la industria, estrenaba películas tibias cada dos años. En los últimos tres lustros ha estrenado las tres aventuras de Tom Hanks como el Robert Langdon de Dan Brown en el cine, Cinderella Man, Desapariciones, ¡Qué dilema! o En el corazón del mar. Todas obras que, con sus más y sus menos, cumplen con su papeleta pero aportan poco más.

De ahí, que haya trascendido su imagen de jornalero de lujo al servicio de los estudios, como bromeaban Los Simpson. Artesano a la antigua usanza que entiende el cine como el entretenimiento que era en el siglo pasado, sin pretender imprimir en él una huella indeleble, sorpresiva o inesperada.

Han Solo: una historia de Star Wars se nos muestra, por tanto, consecuente con su carrera. Es decididamente vintage y remite a los títulos ochenteros de Howard, con cameo de Warwick Davis incluído, pero también es una película de aventuras espaciales sin más que podría haberse hecho hace diez años y en la que casi nadie reparará de aquí a diez más. Por eso todo funciona y nada sorprende.

Mención aparte merecería el tratamiento de sus personajes. Si bien Alden Ehrenreich no tiene el carisma de Harrison Ford -aunque tampoco es que este tuviese muchos registros y talento desbordante -, su actuación no disimula su esfuerzo para estar a la altura. Acepta el reto de interpretar a un canalla que en el fondo es un buen tipo, y cumple con lo que se propone.

Lo secundan el engreído gañán de Lando Calrissian interpretado por Donald Glover, y el personaje de mentor sin moral de Woody Harrelson. Aunque la película ofrece desarrollos más discutibles a Emilia Clarke y, sobre todo, al sonrojante villano que interpreta Paul Bettany.

Con todo, su desarrollo se limita a ser una aventura sin freno, una escena de acción de dos horas llena de giros, robos, carreras, traiciones y algún tiro de bláster aquí y allá. Pero más allá del nervio no existen hallazgos narrativos ni visuales –como los que sí vimos en Star Wars: Los últimos Jedi-. Y sus bienintencionados conatos de comedia de acción weird –esa aparición exagerada de una criatura de aspecto lovecraftiano-, brillan lo justo para recordarnos qué hubieran podido hacer Lord y Miller, dos realizadores veinte años más jóvenes que Howard.

Adiós a la épica (por fin)

Sin embargo, todo lo dicho hasta ahora podría jugar a favor del film si libramos a la saga creada por George Lucas del peso supuestamente trascendental que tiene dentro de la cultura pop actual. Si vemos Han Solo: una historia de Star Wars con los ojos con los que analizamos cualquier blockbuster de temporada podríamos ver en él, sin demasiados problemas, un efectivo y poco pretencioso entretenimiento.

La película se desembaraza conscientemente de la épica del monomito presente en todos y cada uno de los episodios que conforman la saga. Pero también en los que no: baste recordar la forzada grandiosidad del tercer acto de un spin-off  tan barroco como Rogue One para darnos cuenta.

Por una vez, aquí no se juega el destino del universo. No hay batallas eternas entre el bien y el mal ni se dirimen debates ancestrales. Lo único que hay en juego, constantemente, es la supervivencia de cuatro buscavidas canallas, aventureros espaciales sin más movidos por el dinero y –como a la antigua usanza-, la amistad.

Si vamos a ver una película de Star Wars al año, como parece que así va a ser en el próximo lustro, la saga necesita transitar nuevos terrenos. Explorar planetas desconocidos y abrazar la diversidad galáctica sin miedo a equivocarse, a meter la pata, o a ofrecer productos más triviales. En este sentido, Han Solo es un agradecido verso suelto dentro de la épica de Star Wars.

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