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Ofrendas en una cueva cántabra para pedir ayuda contra el asedio romano

Boca de acceso a la cavidad, situada en el municipio cántabro de Ruesga

José María Sadia

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Siglo I antes de nuestra era. Los pueblos indígenas de la región de Cantabria sufren el asedio del ejército romano. Son tiempos difíciles, de una formidable inestabilidad. Los nativos saben que el infinito poder de Roma terminará llevándoselo todo por delante. Se mire por donde se mire, la disyuntiva resulta aterradora: acabarán muertos o tomados como esclavos. Incapaces de combatir al enemigo únicamente con medios físicos… solo queda rezar. En la cavidad más profunda de una remota cueva cántabra, de difícil localización y acceso, se celebra un ritual de socorro. Es un lugar complejo para el ser humano; sin apenas visibilidad, los participantes en el culto pueden desorientarse e incluso ver alterada su propia conciencia por las condiciones naturales. Un estado propicio para entrar en contacto con los dioses del inframundo, a los que dirigirles sus ofrendas. ¿Qué piden? “Ayuda, ayuda frente a los romanos”.

Esta sugerente hipótesis es la que barajan los arqueólogos que han estudiado la sorprendente cueva del Aspio, emplazada en el municipio cántabro de Ruesga, después de casi una década de estudio y trabajo sobre el terreno. El objetivo principal del proyecto, financiado por el Gobierno de Cantabria, radicaba en conocer cuáles eran los rituales de enterramiento de los indígenas de la zona. Pero nunca llegaron a encontrar evidencias físicas que les permitieran ir atando cabos. En cambio, la investigación ha obtenido un generoso premio. Y no solo por haber hallado en el interior de la gruta abundantes materiales de la Edad del Hierro, como vasijas o espadas de telar, sino —y muy especialmente— por haber identificado las supuestas prácticas religiosas que se desarrollaban en la cueva en la cronología precisa de las célebres Guerras Cántabras o Bellum Cantabricum, los conflictos bélicos entre los nativos y los invasores romanos en el último siglo antes del cambio de era.

Pese a su complicado emplazamiento, la cueva del Aspio era ya conocida en los años sesenta. Pero no por la arqueología, sino por los espeleólogos que convirtieron la exploración de sus cavidades interiores en una actividad habitual. Aquellas expediciones permitieron en los noventa observar la presencia de diferentes “depósitos” —acumulaciones de materiales diversos, como cereales— en una repisa natural que sobrevivía en lo más profundo de una gruta cuyas paredes se habían venido abajo en la antigüedad.

El examen de los citados depósitos, que habían sido extraídos para su futuro estudio y la oportunidad de conocer mejor la cueva y quienes la utilizaron hace miles de años, llevaron al arqueólogo Rafael Bolado y a la historiadora Miriam Cubas a impulsar un proyecto en 2013 que acaba de redactar ahora sus últimas conclusiones. “Nos llamó la atención la calidad de los materiales que se habían encontrado, como vasijas cerámicas enteras y objetos de madera”, justifica Rafael Bolado. De salida, había circunstancias que convertían la cueva en un espacio singular. “Es muy poco habitual este tipo de hallazgos en la península ibérica, porque tienen que darse condiciones extremas; que exista muchísima humedad y que las piezas puedan conservarse sumergidas en el agua, o que la sequedad sea extrema, como en un desierto”, explica.

Como preámbulo, los responsables del proyecto realizaron un pequeño recorrido histórico por las distintas ocupaciones registradas en la cueva del Aspio, desde el paleolítico. Pero, realmente, a los investigadores lo que les interesaba era deslindar un interrogante propio de la Edad del Hierro, época de la que procedían la mayor parte de los materiales extraídos. ¿Qué hacían los pueblos con sus muertos antes del cambio de era? ¿Los incineraban como en otras culturas? ¿Los inhumaban, como en los territorios más inmediatos? La hipótesis inicial consistía en que, en la zona, estas prácticas se llevaban a cabo en el interior de las cuevas. Ahora faltaba excavar una de ellas para encontrar la evidencia.

“No eran unos bárbaros”

Los análisis depararon las primeras sorpresas. “Cuando iniciamos la excavación observamos un nivel negruzco, extrajimos la tierra y comenzamos a flotarla”, relata Rafael Bolado, sobre el proceso que consiste en separar los sedimentos mediante distintos bidones. “Identificamos los restos oscuros con varios tipos de semillas de cereales y lo llamativo es que eran muy numerosos, miles, como los restos de cerámicas”, dice. El estudio pormenorizado de los granos permitía extraer ya una primera conclusión. “Hemos podido ahondar en la economía de la zona, qué tipo de cultivos tenían; el hecho de que estuvieran muy cuidados y fertilizados permite desechar un poco la idea de que estos pueblos se dedicaban únicamente a la ganadería y a la guerra: no eran unos bárbaros”, subraya el arqueólogo.

Por su parte, los restos cerámicos se habían conservado en un estado extraordinario, con vasijas prácticamente completas. Pero más llamativo es el caso de las evidencias de madera, numerosas y casi indelebles al paso del tiempo. Entre las piezas recuperadas, llama la atención una espada de telar —elemento que sirve para apretar el tejido cuando se está elaborando— que no tiene parangón en la península. Es más, habría que viajar a Reino Unido para encontrar un elemento de características similares.

Quedaba por deslindar el objeto más importante de la investigación: el ritual funerario. Las sucesivas excavaciones pretendían encontrar restos humanos, pero los escasos vestigios recogidos pertenecían únicamente a la fauna de la zona. Así que los especialistas se veían obligados a descartar la cueva como una especie de cementerio. Si tenemos en cuenta que, en la Edad del Hierro, los abrigos ya no se utilizaban para habitar en ellos —en la época vivían en aldeas y fortificaciones y las cuevas quedaban relegadas a otras actividades—, el uso de la cavidad se iba acotando. “Si el uso no es funerario y tampoco de hábitat, tenemos que pensar ya en algo simbólico, cultual, relacionado con el culto religioso”, explica Bolado. Una finalidad extraña en Cantabria, pero “habitual” en las zonas íbera y celtíbera.

Alteración de la conciencia

El estudio estaba a punto de dar con la hipótesis más interesante. En la prehistoria, el uso de las cuevas desde el punto de vista religioso se dividía en niveles. A mayor profundidad, más sagrada era esa parte de la gruta. De tal forma, que el chamán era el único que tenía acceso a la zona más profunda. La teoría encaja con la disposición de la cueva del Aspio. Los depósitos de semillas se encontraron en una repisa natural situada en el área de acceso más complicado. Dice el estudio que la entrada a estas partes “conllevaba alteraciones derivadas de la desorientación, de la disminución de la visión y de los cambios de la percepción”. Allí dentro, los pobladores experimentaban transformaciones en el cerebro “desde el punto de vista fisiológico y bioquímico” y llegaban incluso a vivir estados de alteración como los que sufren algunos espeleólogos.

Es decir, que quienes accedían a lo más recóndito se internaban en un espacio en el que los sentidos podían confundirlos. Allí dentro seguramente creían que estaban conectando con el mundo de los muertos. “Podría ser una especie de puerta a lo que creyeran ellos, algo que desconocemos”, precisa Rafael Bolado. En ese contexto se entienden las ofrendas a esos dioses del inframundo. Rituales que se hacían más frecuentes en “épocas de inestabilidad”, afirma el equipo de expertos. Y la mayor inestabilidad que hoy se conoce acerca de aquella época —siglo I antes de Cristo— es precisamente la defensa del territorio frente a Roma. De hecho, el llamado Bellum Cantabricum llevó a los romanos a combatir entre los años 29 y 19 antes de Cristo frente a los nativos, cántabros y astures.

“Puede que existieran otros conflictos, porque se trataba de pueblos muy belicosos, pero en ese momento el único enfrentamiento grave que conocemos es el de las Guerras Cántabras”, afirma Bolado. Tras estas afirmaciones, la hipótesis de la investigación camina sola. Las semillas halladas eran, en realidad, ofrendas a los dioses en los que creían los pobladores para pedir ayuda frente a los romanos. De hecho, los indígenas eran conscientes de que sería muy difícil sobrevivir a la conquista romana y solo la asistencia divina podría cambiar el rumbo de la historia.

Varias incógnitas

Las inesperadas conclusiones permiten ampliar el conocimiento sobre la cueva del Aspio en la Edad del Hierro, sostienen los responsables, pero quedan sobre la mesa varias preguntas sin respuesta. La más evidente es la que dio pie a la investigación: ¿qué hacían con sus muertos? “En Cantabria contamos con numerosos estudios del paleolítico, pero la investigación sobre una época más reciente como la Edad del Hierro es más floja”, lamenta Bolado. El menor conocimiento de esta fase es uno de los factores que impiden llegar a dar con la solución.

Por otro lado, los expertos se preguntan todavía a qué poblamiento pertenecía la cueva del Aspio, dado que hasta la fecha no han encontrado evidencias de ninguno en las cercanías. Como tampoco está claro de qué pueblo se trataba. “Unos autores hablarían de los coniscos y otros de los noegi, pero lo único claro es que se trataba de una zona casi fronteriza con los autrigones, habitantes ya romanizados”, explican. El estudio de la cueva cántabra situada en Ruesga ha finalizado ya, pero otros yacimientos permitirán viajar con mayor conocimiento al pasado, porque el reto por resolver los enigmas pendientes continúa.

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