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Machismo y activismo: “En los encuentros a las mujeres nos mandan a cocinar”

Gilda Rivera, Feminista y defensora de los derechos humanos hondureña

Patricia Ruiz

Quien vive como Gilda Rivera vive en el punto de mira, pero con la cabeza alta. Por defender los derechos humanos. Y por hacerlo siendo mujer. Con cada una de sus palabras desenmaraña el ovillo de un sistema corrupto, impune y tremendamente injusto. Su discurso también visibiliza la necesidad de luchar de forma transversal contra el machismo enraizado en todos los rincones de la sociedad, incluido el activismo. “Nuestros compañeros nos decían que la lucha era otra, nos se han dado cuenta de que los derechos de las mujeres son también parte de la batalla contra la opresión”.

La violencia específica contra las defensoras, basado en un componente de género, es lo que impulsó a la Iniciativa Mesoamericana de Defensoras de Derechos Humanos (IM-Defensoras) a recopilar desde 2012 las agresiones a estas luchadoras. Entre 2012 y 2014 se detectó un incremento del 45,7% en las agresiones a defensoras de los derechos humanos en Centroamérica, según su último informe. Ninguno de los casos que terminaron en asesinato se han investigado.

Los ataques a las defensoras se manifiestan, en muchas ocasiones, en unas formas de maltrato y hostigamiento determinadas. “Las mujeres están más expuestas a amenazadas basadas en el género, a las amenazas de agresión sexual, los insultos y críticas”, reconocía a este medio María San Martín, de Front Line Defenders. 

Porque si ellas se levantan contra una injusticia, no solo están combatiendo una causa: rompen a su vez unos preceptos, el lugar asignado a las mujeres por las sociedades patriarcales. “Cuando las mujeres defendemos derechos humanos estamos al mismo tiempo desafiando las normas culturales, religiosas, sociales y hasta legales acerca de la feminidad y el papel más pasivo que debemos desempeñar las mujeres en nuestras sociedades patriarcales”, sostiene la experta Alda Facio en el informe de IM-Defensoras. 

Gilda Rivera fue consciente de estas diferencias de su estancia obligada en México. La activista se engloba bajo la etiqueta de los “desaparecidos políticos” de la dictadura hondureña de los años 80, a los que las estadísticas, difusas, no ponen cara, ni historia.

“Decidí autoexiliarme en México, y fue una lección de vida que me abrió los ojos. Irme me ayudó a crecer y a acercarme al feminismo. Antes yo era de esas defensoras sociales que reproducen el mensaje de que 'el feminismo no es parte de la lucha de Honduras', y allí entendí lo equivocada que estaba”, explica.

Trasladó esta lección al compromiso de trabajar con y para su pueblo, dejando atrás la vida acomodada y segura que había construido en México, para volver a Honduras. “Mi país es uno de los peores lugares del mundo para ser mujer, especialmente si eres defensora o activista. Siempre que hay un contexto de riesgo y conflicto, somos nosotras las que nos llevamos la peor parte, y cuando se trata de perder derechos también somos las primeras que los perdemos. Eso es algo que hay que cambiar”, dice.

Amenazas anónimas, llamadas telefónicas constantes, que alguien te vigile a pocos metros de tu casa o que te persiga un coche a cada lado que vas. Es lo habitual en la vida de los defensores de los derechos humanos en muchos lugares de Centroamérica. Gilda asegura que ella es afortunada porque no se siente amenazada “más de lo normal”. Y dentro de “lo normal” se incluyen también las detenciones arbitrarias, las descalificaciones constantes y las retenciones de sus fondos en el banco.

Mujeres y defensoras, una lucha constante

“Las mujeres nos hemos dado cuenta de que no es lo mismo defender los derechos humanos y ser hombre, que defenderlos siendo mujer. Partimos de lugares distintos y desiguales. No es casualidad que los ataques y los insultos que recibimos tengan que ver con nuestro género. Se pretende que pertenezcamos solo al espacio privado, así que es habitual que te pregunten qué haces fuera de casa y que se nos considere 'putas' o 'malas madres' por salir del hogar a reivindicar nuestros derechos”, explica la hondureña.

Aunque esa responsabilidad del hogar tampoco se les olvida. Gilda asegura que las mujeres arrastran a su lucha su papel de administradoras de los recursos de la casa y de los hijos. “Es algo de lo que los hombres se desprenden muchísimo. Se desentienden. Y es injusto. Por eso hay que valorar que las mujeres salgan a pelear por sus derechos, porque lo hacen también por los de los suyos en casa”.

Lo explica con la fuerza de quien tiene una convicción frustrada, pero también con ilusión. En los últimos años, las iniciativas para fortalecer la conciencia de las mujeres defensoras de los derechos humanos se han empapado del feminismo. En México, por ejemplo, el movimiento magisterial agrupa a un 90% de mujeres entre sus bases. Rivera llega a dos conclusiones: la primera, “que ellas han tomado conciencia de sus derechos a pasos agigantados y ocupan ahora las filas de la mayoría de los movimientos”. La segunda: “que el 10% restante son hombres, y son ellos quienes tienen todavía los puestos de liderazgo”, describe Gilda.

Las críticas que más duelen

“Muchas activistas que, como yo, antes no se consideraban feministas, ahora han tomado mayor conciencia y eso es algo realmente positivo”, dice Rivera. El machismo que se sufre en Honduras es transversal y se detecta también entre sus propios compañeros activistas.

Cuando el golpe de Estado de 2009 devolvió el clima de represión a Honduras, Gilda y otras mujeres llenaron las paredes de Tegucigalpa con pintadas para protestar contra el machismo. “A mis compañeros de la organización les faltó tiempo para ir con la lata de pintura a borrar lo que escribimos. Nos decían que ahora la lucha era otra, que había que centrarse en revertir el golpe de Estado. Nunca se han dado cuenta de que los derechos de las mujeres son también parte de la batalla contra la opresión”, dice decepcionada.

Confiesa que esa violencia es también la que más duele, y aunque formen parte de la misma lucha, asegura que son ellos quienes toman las decisiones. “Nos tienen poco en cuenta y esperan que en las reuniones de grupo nosotras desempeñemos labores como las de hacer la comida y fregar los platos”, lamenta.

Marusia López, asesora de la organización 'JASS, Asociadas por lo Justo' explica que las mujeres que deciden dejar el rol tradicional de esposa, cuidadora y madre para salir a participar en lo público, realizan una labor sacrificada que es muy poco reconocida y valorada por la comunidad, por sus familias y por las propias organizaciones. “Estas violencias machistas en contra de las defensoras afectan mucho. A veces nos cuesta más enfrentarlas que las que vienen de los Estados y de las empresas”, explica la experta.

“Criminalizaron a Berta Cáceres en vez de protegerla”

El asesinato de la lideresa indígena hondureña Berta Cáceres el pasado mes de marzo cayó como un jarro de agua fría entre sus compañeros. “Fue un duro golpe, aunque si me preguntas por si sienta precedente, creo que sí y no. La gente lo tiene claro: si se atrevieron a matar a Berta, con todo el reconocimiento internacional que tenía, ¿qué no pueden hacer con las demás? Pero también es cierto que su asesinato está generando mucho revuelo e indignación que la sociedad está transformando en exigencias”, explica Gilda.

Ella culpa al Estado hondureño de ser cómplice directo de su asesinato. “No hicieron nada por evitarlo. Podían haber parado el proyecto Agua Zarca (contra el que Berta luchaba), y debían haberle proporcionado protección, porque era beneficiaria de medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. Si lo hubieran hecho, probablemente Berta aún estaría viva. Pero en lugar de eso se dedicaron a criminalizarla constantemente, la denigraron en campañas, inventaron cosas sobre ella y la estigmatizaron”.

“No hay justicia, no existimos”

Que la muerte de Berta empiece a investigarse –aún de una manera insatisfactoria para su familia– es la gran excepción. “En general no hay justicia, pero también aquí las mujeres salimos perdiendo. Directamente se considera que no existimos, nos sacan de las estadísticas, y siempre que luchamos contra la impunidad de los feminicidios recibimos la misma respuesta: que no hay recursos suficientes para investigar todo. Así que también priorizan investigar los asesinatos de los hombres”, dice indignada.

La activista hondureña nos describe cómo funciona el pobre sistema de registro de las muertes en su país. Explica que muchos asesinatos ni siquiera se anotan, por lo que hay una brecha del 30% entre las muertes de mujeres que están en las estadísticas oficiales y las que aparecen en los medios. “Es normal que la prensa no llegue a cubrir todo, pero es algo que la Policía sí debería hacer”, asegura. Su organización hizo un trabajo exhaustivo de comparación de la información para elaborar estadísticas y registros de los feminicidios de defensoras, que posteriormente presentaron en un informe público. “¿Qué hizo al año siguiente la Policía? Simple: quitaron los nombres. Ya no podemos comparar”, explica Gilda.

“Las personas que trabajamos por la defensa de los derechos humanos sabemos que la impunidad del pasado se mantiene a lo largo de los siglos. Por eso es tan importante la lucha por el castigo”. La batalla de su vida, por la que admite que seguirá peleando aunque la recompensa, a veces, sea mínima: “Creo que una ya lo lleva en la sangre. Puede ser muy duro a veces, pero también tengo muchas alegrías con todo esto. Me siento orgullosa”, admite.

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