Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
Sobre este blog

Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

La intemperie

‎"Es la sensación de que tu cuerpo pesa un poco más que el de los demás, o quizá un poco menos, lo justo para no acabar de tocar el suelo con la misma firmeza con que lo pisan ellos"

2

Existe una soledad que no es la ausencia de gente, sino una alteración sutil en la física de las cosas, un desajuste en la gravedad personal. Es la sensación de que tu cuerpo pesa un poco más que el de los demás, o quizá un poco menos, lo justo para no acabar de tocar el suelo con la misma firmeza con que lo pisan ellos. Lo notas en la manera en que el rumor de un bar te atraviesa sin rozarte, en cómo la risa de un grupo en la acera de enfrente parece pertenecer a una especie distinta, una que domina el arte de la órbita compartida mientras tú te conviertes, poco a poco, en un astro errante. No es algo que se elige. Un día, simplemente, el hilo invisible que te conectaba al mundo se tensa hasta romperse.

Le ocurre a la mujer que ha venido de lejos. Ha aprendido a conjugar los verbos en el tiempo correcto, a pedir el pan con el acento casi domesticado y a sonreír en el momento oportuno. Pero su alma sigue siendo extranjera. Por las noches, en la quietud de su apartamento, las palabras que no dice, los matices que no puede traducir, forman un sedimento en su garganta. Cansada de ser la eterna antropóloga de su propia vida, de explicar los porqués de su nostalgia a gente que escucha con una amabilidad que no comprende, calla. Y en ese silencio, su soledad se espesa, se convierte en un traje de buzo que le permite moverse entre los demás, sí, pero aislada en su propia atmósfera, oyendo únicamente el eco amplificado de su propia respiración.

Le ocurre a la persona mayor cuya casa es ya un museo de sí mismo, un archivo de afectos donde el polvo no se atreve a cubrirlo todo. Cada objeto emite una radiación de memoria: esa butaca aún hundida por el peso de un cuerpo ausente, las tazas de café para dos que ya siempre son para uno, una fotografía amarillenta en la que su sonrisa era parte de un coro. No teme el silencio; ha aprendido a convivir con él, a descifrar sus matices como un músico anciano distingue las notas del viento. Lo que le carcome es la irrelevancia, esa sensación de haberse vuelto invisible para un mundo que corre demasiado, una sociedad que archiva a sus mayores con una eficiencia cruel. Su soledad no es un vacío, es un exceso de pasado que no encuentra dónde desaguar, un torrente de vida acumulada que ya no interesa a nadie. Es pasear por la calle y sentir que la ciudad, su ciudad, la que ayudó a construir con sus impuestos y sus madrugadas, le ha revocado la ciudadanía en silencio.

Y le ocurre al que vive embutido en un cuerpo que la sociedad mira con recelo, al que ama de una forma que incomoda a las convenciones, al que carga con una tristeza que la química no siempre acierta a nombrar. Es la soledad del que se sabe observado, pero nunca visto; el que es prejuzgado en cada gesto. Aprende a construir barricadas con sonrisas amables, a ofrecer una versión editada y censurada de sí mismo para ser aceptado en círculos que, de conocerle, le expulsarían. Pero ese esfuerzo constante, esa vigilancia interna, es agotador. Es como sostener una pared con las manos todo el día, sintiendo el temblor de los ladrillos. Cuando llega la noche y se queda a solas, no encuentra alivio. Solo escucha el estruendo de la pared al caer, y siente el frío de encontrarse él solo entre los escombros de todo lo que ha fingido ser.

Quienes orbitamos alrededor de estos astros a la deriva, a menudo no sabemos qué hacer. Nuestra torpeza es infinita. Llevamos el consuelo enlatado, las frases hechas que se oxidan al contacto con un dolor tan real: «Tienes que poner de tu parte», «Anímate», «Sal y conoce gente». Lo decimos sin comprender que esa persona lleva meses, años, poniendo una parte de sí misma que la está dejando hueca. Les ofrecemos soluciones rápidas y vulgares cuando lo único que necesitan es un testigo. Alguien que se siente a su lado y, simplemente, esté.

Quizás nuestra torpeza nace de haber olvidado una sabiduría elemental. Hemos desaprendido el lenguaje del pueblo; no el pueblo como un lugar geográfico en un mapa, sino como un tejido, una red de afectos y cuidados. Se nos olvidó la calidez de la plaza, ese espacio donde las vidas se cruzaban sin la necesidad de una cita en Google Calendar, donde el saludo no era un trámite sino un reconocimiento del otro. Anhelamos que esos espacios, físicos y simbólicos, vuelvan a vibrar con su gente, que recuperen esa memoria muscular que hacía de cada vecino un vigía discreto. Esa red invisible pero férrea de la mujer que te vio correr con las rodillas sucias mucho antes de que aprendieras a firmar tu nombre en un documento importante. Esa comunidad que te conocía antes de tus títulos, de tus éxitos y, sobre todo, de tus fracasos; que sabía la genealogía de tu carácter y recordaba el sabor de los guisos de tu abuela. Ese era tu sitio en el mundo, un lugar donde tu existencia estaba anclada por mil hilos de memoria compartida. Allí, la soledad, de llegar, era un accidente arropado, no una condena a cumplir en una celda de indiferencia moderna.

No hay, seguramente, una cura mágica para el frío de ahora. Pero a veces, muy de vez en cuando, ocurre un milagro laico. No es un gran gesto heroico. Es una mirada que dura un segundo más de lo socialmente exigido, una mirada que dice “te veo”. Es alguien que, en mitad de una historia que estás contando, deja el móvil boca abajo sobre la mesa, ofreciéndote el regalo más preciado de nuestro tiempo: su atención indivisa. Es una pregunta inesperada y específica: «¿Qué tal sigue la tos de tu padre?», que demuestra que la madeja frágil de tu vida ha sido escuchada y retenida. Es alguien que comparte contigo un silencio cómodo en un coche, sin la ansiedad nerviosa de tener que llenarlo de ruido.

Son actos de una insignificancia radical. Actos que, por un instante, restauran la gravedad y hacen que tus pies toquen el suelo con firmeza. No te sacan de tu órbita solitaria, no de golpe, pero por un momento fugaz, te hacen sentir que tu pequeño y extraño planeta ha sido avistado desde otro. Y esa es, tal vez, la única forma de abrigo que existe contra el frío inmenso: un fragmento de calor de aquel hogar que fuimos y que, en el fondo, todos anhelamos volver a ser. Un reconocimiento, por débil que sea, de que nuestra luz también importa.

Sobre este blog

Viento del Norte es el contenedor de opinión de elDiario.es/Euskadi. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Etiquetas
stats