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En este espacio se asoman historias y testimonios sobre cómo se vive la crisis del coronavirus, tanto en casa como en el trabajo. Si tienes algo que compartir, escríbenos a historiasdelcoronavirus@eldiario.es.

Reflexiones neurodivergentes en época de pandemia: tenía menos estrés cuando estábamos confinados

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Yo no soy un puzle

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Esta época, para mí, al igual que para todos, está llena de cambios. La terrible epidemia, cuyo origen está además conectado al desastre ecológico perpetrado por el ser humano, hace estragos en el día a día de todos (aunque dependiendo de los recursos económicos, de unos más que de otros…).

Sin embargo, y sin querer restar un ápice de gravedad a la situación, observo algunas cosas en mí misma que ni siquiera me atrevo a compartir con el grueso de mi entorno (en realidad hay mucho que no comparto con el grueso de mi entorno, para qué engañarnos).

Hoy, escuchando una de las reflexiones del doctor Ernesto Reaño sobre las herramientas sociales autistas y cómo se puede aprender de ellas en estos tiempos, me ha dado por pensar que, en realidad, no sé cuántas de mis necesidades sociales son reales y cuántas vienen motivadas por una presión externa no identificada.

Para empezar, creo que nunca me he sentido más sola que cuando estoy rodeada de mucha gente que comparte códigos en los que yo no estoy incluida –¿acaso no hay un confinamiento en eso?– y por otra parte, en esta época en la que todos compartimos una situación de emergencia yo me siento más cerca de la humanidad (suena raro, lo sé). Siento que por fin hacemos algo juntos, que compartimos una circunstancia profunda y relevante en la que nos conectamos. Conexión. Eso que yo tanto necesito. 

Conexión con los demás, por las dudas.

La(s) comunicación(es)

Por fin he sentido que muchos de quienes habitualmente te hablan desde la frialdad/frivolidad de su rueda cotidiana son capaces de hablarte desde el corazón, con sinceridad y sin todos los accesorios del filtro social. Debo de tener una comunicación un poco apocalíptica o pandémica, entonces. O simplemente, directa, explícita y autista. Necesitada de que nos despojemos de nuestras corazas, esas (malditas) corazas que nos iban a salvar la vida. Y sin embargo, a pesar de esta recién descubierta conexión, te das cuenta de que vivimos las pandemias de modos tan diferentes.

Cuando eres “el raro” al que no le incomoda Zoom

Por otro lado, está la incomodidad neurotípica con los medios de comunicación virtuales. Las continuas quejas y falta de habilidades para la lectura de emociones del otro en ese medio monopolizan las conversaciones a menudo y me suelen llevar a poner cara de póquer. El motivo es que yo siento exactamente las mismas dificultades online que offline. La única diferencia es que online puedo tomarme la distancia emocional y física que necesito para relacionarme con el otro, para que no agote todas mis reservas de energía de un plumazo. Esto, sobre todo cuando se trata de grupos, es súper útil.

Los lamentos a causa de la falta de proximidad física

Yo, lejos de huir del contacto, con un perfil en este sentido que sería algo así como “buscadora sensorial infatigable”, reconozco que tengo sentimientos encontrados respecto a estas quejas. ¿Tocarnos, vernos? Sí, claro que lo echo de menos. Pero de un modo que la mayoría de las personas no puede ni empezar a sospechar. Para mí el tacto es algo casi sagrado. Con mirar a los ojos me pasa casi lo mismo.

Entonces, ¿qué echamos de menos? ¿Vernos un ratito, en plan 'hola y adiós', o sentir la presencia del otro, su humanidad entera y conectarnos profundamente? Porque yo, lo segundo, ya lo echaba de menos antes de la pandemia. Lo que muchas personas neurotípicas no parecen saber es que la comunicación presencial, para mí y para otras personas como yo, es intensa, profunda como un océano compartido, y algo de lo que podemos disfrutar y en lo que sumergirnos con mil matices… cuando el entorno nos lo permite.

Por eso, siento que echo de menos abrazos, pero solo algunos, que alargaría hasta el infinito. Siento que echo muchísimo de menos las miradas, pero solo algunas. Siento intensos deseos de llorar cuando pienso en lugares concretos, cuando evoco momentos hermosos o los olores de la naturaleza. Cuando constato que la vida continúa estallando en muchos lugares, también.

La vuelta a “la normalidad”

Lo cierto es que me cuesta mucho desear volver a “la normalidad”. Porque buena parte de esa “normalidad” no me incluye.

Hay algo que me da cierto pudor reconocer en un escenario como en el que estamos, pero es lo más honesto porque probablemente no soy la única: tengo mucho menos estrés desde que estamos confinados. Me he quitado de un plumazo un montón de aspectos que me hacían estar al límite; situaciones y ambientes cero amables para mí y para mi condición, y no solo para mí. También para mi retoño.

¿Esto es idílico, es acaso una situación deseable? Pues no. Yo también echo de menos mis libertades. Y es que sentirse a salvo en medio de una pandemia mundial, es como mínimo, para analizar tu vida un poquito.

¿Cómo es posible que en una situación límite se pueda respirar con alivio?

Me he dado cuenta de que una buena parte del sufrimiento a veces proviene de seguir haciendo esfuerzos inconscientes por encajar. Y es que veces está tan interiorizado que ni se ve. Me doy cuenta de que cuando más sufro es cuando sé que tienen lugar eventos en los que yo no puedo participar. Cuando sé que todos están encerrados igual que yo, no sufro. Hay algo de culpa y de sensación de fracaso implícito en algo así, es evidente.

En el caso de los retoños, no creo que sea recomendable aprender que la socialización es una gigantesca montaña de esfuerzo por encajar, por parecerte a los demás. Porque eso es lo que acaba ocurriendo cuando seguimos metidos en la rueda normativa de eventos, pensados por y para personas con un procesamiento del mundo diferente al nuestro. Por mucho que nos gusten algunas cosas, si no presentan los ajustes necesarios, simplemente no deberían ser una opción.

Así las cosas, me doy cuenta de que en una situación de alerta mundial, no siento la presión por no socializar: solo echo de menos a contadas personas. A quienes además siento muy presentes a través de las palabras y otros puentes. 

Quizá el trabajo que me quede por hacer sea ese. Hacer renuncias que cuestan mucho, encontrar el delicado y difícil equilibrio entre pelear por la inclusión y aceptar los límites de mi propia neurología. Encontrar el placer que siempre he hallado en mi propia, buscada soledad.

Y, a pesar de todo…

Siento una fuerza recién descubierta en esta situación límite que desequilibra a muchos y que yo, pese al estrés de conjugar lo inconjugable (crianza, trabajo, incertidumbre, preocupación por la salud de los seres queridos y la mía propia, inconformismo ante el control estatal indiscriminado…), vivo con una fuerte sensación de competencia. Por primera vez y desde hace mucho, me siento fuerte y capaz de asumir los cambios que vienen. Porque esos cambios vienen en un envoltorio que no me quita cosas (a nivel social me refiero), sino que obliga a la mayoría a replantearlas. Y eso, para los inadaptados, puede ser una oportunidad.

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