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13 muertos, masacres en zonas de narcotráfico y crisis económica: las claves de las protestas contra la violencia policial en Colombia

9 de septiembre de 2020. Un policía junto a un cubo de basura en llamas durante los enfrentamientos con los manifestantes en medio de protestas por la muerte de un hombre después de una operación policial.

Mar Romero Sala

Bogotá (Colombia) —

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Más de 50 comisarías de policía han sido reducidas a cenizas en Bogotá. Son unas casetas llamadas CAI (Comando de Acción Inmediata) que están repartidas por todos los barrios de la capital colombiana y se consideran la cara más visible de las fuerzas de seguridad en las calles. Ahora, más de un tercio del total están inutilizadas o han sido transformadas en “bibliotecas populares”, después de convertirse en el foco de la rabia de las intensas protestas que empezaron el 9 de septiembre en Bogotá y que duran hasta la fecha.

Fue precisamente en una de esas casetas donde, la noche anterior, la policía golpeó hasta la muerte a Javier Ordóñez, un hombre que previamente había sido reducido con una pistola eléctrica táser. Siete agentes están involucrados. La indignación despertó manifestaciones espontáneas en varios puntos de la ciudad. Al menos 13 personas han fallecido en las protestas: 11 de ellas murieron por heridas de bala que, según denuncian las organizaciones sociales, disparó la policía.

“En Bogotá no se veía algo así desde la dictadura de Gustavo Rojas Pinilla, en la década de los cincuenta”, dice a elDiario.es Ariel Ávila, analista político y subdirector de la Fundación Paz y Reconciliación (Pares). Además de las víctimas mortales, 136 personas han resultado heridas de bala, entre ellas 25 personas con lesiones de gravedad, según el recuento de la Fundación Lazos de Dignidad. 

A pesar de que la noche más violenta fue la del miércoles pasado, Isabel Fajardo, integrante de la fundación, asegura que durante las protestas y disturbios de los siguientes días también han registrado “desapariciones” y “detenciones arbitrarias de defensores de derechos humanos”. Además, varias organizaciones han denunciado al menos tres abusos sexuales por parte de la policía durante las manifestaciones. “Han sido unos días difíciles para todas las personas que trabajamos en esto, nos están llegando muchos casos de abuso de autoridad”.

El Gobierno, encabezado por el presidente conservador Iván Duque, ha defendido que en las protestas está infiltrada la guerrilla del ELN y grupos armados que se apartaron del proceso de paz de las FARC y que todavía operan en el país. Sin embargo, todas las fuentes consultadas por este medio lo consideran una teoría que no se sostiene. “Es la misma estrategia de siempre del Gobierno. Es la estrategia de llevar la culpa a unos ilegales que concentran el odio de muchos para evitar asumir la culpa de los actos de la policía”, opina Ávila. 

Duque también ha respondido con la promesa de más transparencia, una investigación sobre los hechos y más cursos de derechos humanos para los agentes. Sus palabras por ahora no apaciguan las protestas convocadas cada noche desde el miércoles. Nadie ha dimitido ni ha habido destituciones. Según Ávila, “debería caer toda la cúpula de la policía, es una masacre”. 

“Había una ira contenida, solo faltaba hacerla estallar”

“Primero no lo creía, luego lloramos, lloramos un montón. Aún es difícil”. Natalia Correa Espitia, activista feminista, conocía a una de las víctimas de la noche del 10 de septiembre. “Todo esto es responsabilidad de la policía nacional, esta gente tiene que desaparecer, no hay una forma de negociar eso”. Natalia lleva días participando activamente de las protestas y habla con tristeza y con rabia. “Somos la generación del no futuro. No tenemos casa, no vamos a tener pensión, no tenemos nada que perder. Si no lo quemamos todo ahora, no vamos a tener nada más adelante. Prefiero que lo quememos todo ahora”. 

Muchos de los jóvenes que salen desde el 10 de septiembre a manifestarse sienten lo mismo. Colombia lleva meses de dolor e indignación acumulados que se vierten ahora en las calles a raíz de las denuncias de violencia policial. “Indudablemente había una afectación contenida, una ira”, describe Ávila. “La pandemia ocultó toda esta Colombia indignada. Solo faltaba algo que la hiciera estallar”.

Según el analista, “son muchos los factores” que alimentan esta rabia. La oleada de masacres que atravesó Colombia durante el último mes todavía está fresca en la memoria de muchos. Pusieron de manifiesto el largo camino que todavía separa al país de la paz y que provocaron la indignación de gran parte de la ciudadanía contra el Gobierno de Duque. En lo que va de año, al menos 218 personas han fallecido en 55 masacres perpetradas en 18 de los 32 departamentos de Colombia en las disputas por el territorio y el poder en zonas de narcotráfico y otras actividades ilegales, según cifras del Observatorio del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz).

Por otro lado, Colombia está entrando en una de las peores crisis económicas de su historia a raíz de la pandemia de COVID-19, que ha afectado principalmente a las clases medias y bajas. La OCDE pronostica que el desempleo en el trabajo formal llegará al 20% en un país donde la mitad de la población trabaja en la economía sumergida. Muchas voces critican que la respuesta de las autoridades ha sido insuficiente y ha descuidado a la gente de a pie, priorizando a las grandes empresas. Las localidades de Bogotá donde se produjeron las primeras manifestaciones son, precisamente, de las más afectadas tanto por la crisis sanitaria como económica.

Además, el estado de emergencia por la pandemia ha otorgado un mayor margen de maniobra a las fuerzas de seguridad, encargadas de vigilar el cumplimiento de la cuarentena. Jerónimo Castillo, director de Seguridad y Política Criminal de la Fundación Ideas para la Paz (FIP), habla de una mayor “carga represiva” durante los últimos meses. Los policías que mataron a Javier Ordóñez lo inmovilizaron por estar rompiendo una de las restricciones de la pandemia establecidas por las autoridades.

Impunidad policial

Impera el escepticismo ante la posibilidad de que haya un juicio justo sobre el asesinato de Ordóñez. “Hay una violencia instalada en la institucionalidad que tiene mucha impunidad, una impunidad estructural que permite ese desarrollo de la violencia”, dice Castillo. 

Según el analista de la FIP, la cadena de responsabilidades “lleva hasta el Gobierno nacional, hasta el ministro de Defensa”, Carlos Holmes Trujillo. En Colombia, la policía responde a ese ministerio en vez de a la cartera de Interior y las denuncias en su contra suelen tramitarse en la justicia militar y no en la ordinaria. “Lo que nos preocupa como abogados de víctimas es que estamos ad portas de escenarios de impunidad”, señala Fajardo. 

No sería la primera vez que ocurre. Hace menos de un año, el joven Dilan Cruz murió por un disparo de un agente antidisturbios en el marco de las protestas del paro nacional. Su caso llegó a la justicia militar y todavía no ha habido consecuencias. Y como los casos de Cruz y de Ordóñez se acumulan centenares que no solo abarcan a la policía sino también al Ejército. Según la ONG Temblores, miembros de las Fuerzas Armadas, la policía y los servicios de inteligencia cometieron 639 homicidios entre 2017 y 2019. Son casi veinte al mes.

Castillo asegura que “los abusos de autoridad en los municipios son constantes”. Según el barómetro del Observatorio de la Democracia de la Universidad de los Andes, solo un cuarto de los colombianos confía en la policía, el segundo índice más bajo desde 2004. 

Sin embargo, el cuerpo policial sigue siendo una institución con un poder muy amplio: es la única fuerza de seguridad en todo el país y concentra muchas competencias “sin estar sometida a un control político ni a controles técnicos”, dice Castillo. Se considera un poder enraizado en las heridas del conflicto armado colombiano, que todavía sangran, y que han provocado que la policía y el Ejército hereden una autoridad incuestionable y la potestad para combatir todo aquel que sea considerado enemigo.

“Es una constante. No es que estemos regresando al pasado, al final del día ya no importa tanto quién es el presidente. Es que no hemos sido capaces de democratizar nuestras fuerzas armadas y de seguridad. Hay una falla estructural cuando no se puede cuestionar a la policía”, apunta Castillo. El analista de la FIP agrega que, ante las faltas que cometen los agentes, “prevalece la estructura del cuerpo sobre los derechos humanos, porque hay una mentalidad y una cultura de conflicto y de guerra”. 

Alrededor de las protestas, donde impera la confrontación directa con la policía, se levantan las voces que piden reformas en la institución. “Hay que tratar de romper esa concentración de poder en la policía”, señala Castillo. Fajardo, defensora de derechos humanos de Lazos de Dignidad, también reclama una reforma estructural: “Es un escenario sistemático, no hay casos aislados, y seguimos exigiendo una reforma de la doctrina de su policía, de su funcionamiento, y el desmonte inmediato del ESMAD (el escuadrón antidisturbios)”. Si la situación no cambia, dice, “la gente no va a parar de llenar las calles. Hay una rabia acumulada”. 

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