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El fin del estado de alarma no interrumpe la calma en Atocha

Vista de la estación de Atocha en el primer día sin cierres perimetrales.

Alberto Ortiz

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El fin del estado de alarma no ha terminado con el aspecto fantasmal de la mayoría de los pasillos de la estación de Atocha. A primera hora de este domingo, apenas un puñado de personas paseaba por los alrededores de los controles de equipaje. Solo el traqueteo de las rueditas de un trolley interrumpía el hilo musical del bar que está frente a una de las puertas de entrada del AVE.

“Nosotros viajamos por obligación. Tenemos un familiar enfermo al que vamos a visitar. No somos de los que vamos huyendo”, dice una señora con cierta suspicacia mientras se toma un café junto a su marido antes de viajar a Barcelona. Aunque las imágenes de la estación no sugieren precisamente una estampida. “Es un día como otro cualquiera. Quizá a partir de mañana empiece a moverse la cosa. La gente está desesperada por viajar”, confirma una de las chicas que escanea los billetes en el control.

Los gritos de un grupo de amigas hacen eco en la plaza de la estación. Una de ellas lleva una venda en los ojos y unos auriculares sobre las orejas. Las otras la guían a trompicones con caras de euforia. “Es su cumpleaños y la llevamos a Sevilla a ver a su familia”, dice Marta, una de las cómplices. “Hace meses que no ve a sus padres y hemos aprovechado el cumpleaños y que ya se puede viajar para darle una sorpresa”, cuenta, aunque avisa: “Mejor hacerlo ahora, que luego va a ser una locura de gente”.

El AVE de las 11:50 que va hasta Sevilla ha amenizado un poco la escena. Hay varios grupos de amigos, algún señor enchaquetado con maletín de oficina y un par de familias. Belén arrastra una maleta enorme hasta la fila del control. Estudia y trabaja en Madrid y hace meses que no ve a sus padres. “Voy a ver a mi familia. Tengo muchas ganas de ver a mi sobrina, que tiene menos de un año. Había sacado el billete hace tiempo sin saber lo del estado de alarma y ahora que se ha acabado esto pues voy más tranquila, por si me pedían algún justificante”, explica. Dice que se había arriesgado a viajar porque ve que “mucha gente hace lo que quiere”. “Cómo no voy a ver yo a mi familia, que llevo tres meses sin ellos, con lo que ves por ahí”, se queja.

Lica viaja a Barcelona por trabajo un par de fines de semana al mes. Lleva una maleta pequeña y a su perro metido en un carrito especial. Ella también se queja de la actitud de alguna gente que, dice, “se piensa que ya no hay más pandemia”. Lo dice por las imágenes de la noche del sábado: cientos de personas celebrando y bebiendo en el centro de la ciudad, sin mascarillas.

Este domingo, a partir de las 0.00 horas, todas las comunidades levantaron los cierres perimetrales y los toques de queda que limitaban la movilidad de los ciudadanos. Ese fue el detonante de revueltas festivas espontáneas en diferentes ciudades como Madrid, un paisaje completamente diferente al de esta mañana tranquila en la estación. Eduardo, que vive en Huesca y ha venido el fin de semana por trabajo, escuchó mucho barullo anoche. “Eran las sirenas por los botellones. Madrid es lo de siempre, mucha gente”, bromea.

Ambos, que viajan habitualmente, reconocen que no hay más movimiento que otros días. “Yo creo que la gente que viaje lo va a hacer en coche seguramente, no tanto en tren”, plantea Lica.

El trasiego va por rachas, en función de los trenes que llegan y salen, aunque las filas para ingresar a los andenes no se eternizan. Solo se acumulan uno o dos grupos. En el tren que va a Alicante viaja un grupo de amigos con ropa y equipaje más bien playero. Uno de ellos lleva gafas de sol y se intuye que los pantalones cortos son en realidad un traje de baño. Todos declinan charlar sobre el motivo del viaje.

Antes de entrar, Gustavo chequea su billete en el móvil. Su mujer vive en Sevilla y él trabaja a diario en Madrid, pero con las restricciones, dice, se le ha complicado ir y venir. “Yo tengo residencia, aunque nunca supe si con eso podía ir a verla. Ahora que ya no hay medidas ya sí que no espero más. Estoy muy contento, son muchos meses sin ver a la familia”, se ilusiona.

 En uno de los banquitos que rodean el espacio verde de la estación, María Jesús espera sentada a que llegue la hora de su tren. “Ya no son ganas, es necesidad”, dice. Vive en Ibiza y lleva “muchos meses, muchos”, sin ver a su hijo, que vive en Canfranc. Ha tomado un vuelo a Madrid y ahora le quedan unas horas en el vagón para poder abrazarlo. No lo había hecho antes por las restricciones y ve este relajamiento de las medidas como un alivio. “Estoy vacunada con las dos dosis ya, porque soy sanitaria, así que cuando lo vea le podré dar un abrazo”, se emociona.

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