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Sobre este blog

'Leer el presente' es un espacio que dedicamos a libros desde eldiario.es/murcia. Del mundo a la página y viceversa. Coordina José Daniel Espejo.

“Les debemos respeto a los vivos. A los muertos, solo la verdad”

"Ángel Viñas practica el estilo elevado sin desdén por lo ligero y, a ratos, zumbón, sin ascos al chascarrillo un tanto flemático"

Alberto Chessa

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El título de la reseña es una cita de Voltaire. Aquí va otra, también empleada por el autor del libro que nos atañe, en este caso del evangelista Lucas: “Pues nada hay oculto que no quede manifiesto, y nada secreto que no venga a ser conocido y descubierto”. Sí, solo hay que tener paciencia... y público interesado, lectores para quienes la revelación tenga la trascendencia precisa o sepan vérsela. Las historias de la Historia son caducas, acaban quedando obsoletas.

Hay muchos (bien o menos bien intencionados) que nunca entenderán que el ayer no está escrito sino por (re)escribir. La pregunta es: ¿Se sigue defendiendo lo indefendible porque no se lee lo suficiente... o aun leyendo? Y no, claro que no existe la imparcialidad. Pero la vergüenza (y su antónimo) sí. Deberíamos no confundirlas. “La mejor manipulación es la que contiene un poso de verdad”, sentencia con razón Ángel Viñas.

Sigamos oyendo la voz del autor: “Una guerra no se prepara solo con retórica. Se prepara sobre todo con la seducción del Ejército y, tras ello, con las armas. Si no bastan las propias, o se teme que no basten, hay que recurrir al exterior. La Italia fascista fue, desde 1932, ese exterior con el que los monárquicos conectaron”. Viñas, tras quemarse las pestañas navegando entre lo que se conoce en la historiografía como EPRE (Evidencias Primarias de Época), se dedica en este profuso ensayo a documentar la afirmación anterior hasta demostrarla.

Parece mentira, pero vamos a tener que repetirlo. Venga, va, de un tirón. Tomemos aire y digamos de una sola bocanada: la República no era ni ilegítima, ni revolucionaria (no en el malsentido de los malsentidores), ni debeladora de Iglesia, milicia y latifundios, ni un caballo de troya para la Patria, ni un protosatélite de Moscú. Fue un régimen democrático. Frágil, pero democrático. Conflictivo, pero democrático. Exactamente lo contrario de lo que hoy vocea la carcundia mediática (...¿al servicio de quién?) cuando se afana en negar todo lo que, en apenas un lustro, se trató de implantar.

Repasemos (otro balón de oxígeno, que voy): Un estado tendente al laicismo (que no comecuras), la coeducación, la igualdad de oportunidades para ambos sexos (hoy: géneros), educación pública y gratuita para todos, el divorcio... Todos ellos son logros que andan hoy en tela de juicio y -para algunos- en vías de reversión. ¿Que el divorcio no? Todo se desandará, reza el lema del reaccionario de toda la vida, valga la redundancia.

Pero volvamos al libro de Viñas. Aprendamos, pues, a conjugar un sintagma: “La extrema derecha monárquica”. Matiza (para más inri): “Fue con gran diferencia (…) la más letal para la República”. La respuesta al título del libro ('¿Quién quiso la Guerra Civil?') es esta, atención: Los monárquicos alfonsinos y la Italia fascista. Conocíamos bien el golpe pero no la conspiración. Para la reconstrucción de esta última habría que partir de 'los papeles de Mola', una historia del alzamiento escrita de su puño y letra por el general que, vaya por Dios, desapareció sospechosamente en 1937. Algún resto queda, y de ahí que aún podamos, pueda Viñas, reconstruir siquiera sea en parte la mentada conspiración.

Eso… y el descubrimiento de unos contratos de compra de aviones italianos el 1 de julio de 1936 (sí, sí: un par de semanas antes de que todo estallara). Porque “lo que se necesitaba (…) eran armas modernas, no para un golpe, sino para dirimir una corta guerra. En una palabra, aviación”. El gobierno republicano, por más que se oliera el pastel, no supo atajar la sublevación. El resto es conocido.

Pero el resto también es lo siguiente. Alfonso XIII, el que quiso evitar una guerra civil con su exilio, veía aún desde el barco el Castillo de la Concepción cartagenero cuando empezó a conspirar. ¿Por qué nació Juan Carlos en Roma, precisamente en Roma? Ay, los manejos monárquicos. El monárquico ma non troppo Juan March aportó dos millones de pesetas, que equivalen a ¡34 millones de euros de hoy! El monarquísimo Juan Ignacio Luca de Tena puso algo más que las tres primeras letras del alfabeto para calentar los ánimos. A Hugh Thomas, en Londres, en 1975, don Juan le confesó que su padre había estado implicado hasta las cachas en la sublevación. Y, cómo no, el futuro gobernador del Banco de España, tan patriota él, Antonio Goicoechea, no se iba a quedar al margen.

El racarraca de conspiradores que eran la punta de lanza civil del sector más rebelde del ejército (la UME, Unión Militar Española) lo completa Pedro Sainz Rodríguez. Sumemos a José Antonio Primo de Rivera (Falange devino aliada coyuntural y pistolera de la extrema derecha monárquica) y la aquiescencia católica de la CEDA de Gil Robles. Viñas recoge una carta de los tres a Ciano en la que de forma poco equívoca dicen: “Para la realización urgente de un golpe de Estado con las máximas garantías de éxito necesitaríamos una rápida ayuda de un millón de pesetas, como mínimo»” Estamos a pocas semanas de que estalle la sublevación.

En resumen: “Mola, Franco, monárquicos y militares remaban todos en la misma dirección y en el mismo barco”. ¿Cómo se enardece a un ejército para que se subleve? Pues creando un estado de necesidad. ¿Y esto cómo es? Pues con algaradas callejeras, desórdenes urbanos, violencia política y pistoleros a sueldo. Al contrario de lo que se cree (¿quién?), hubo en los compases previos al alzamiento más víctimas de izquierda que de derecha. Lo que trataron de urdir estos simpáticos conspiradores fue una suerte de golpe rápido que hubiera colocado a Calvo Sotelo de mussolinito hasta que, al cabo, hubiera reabierto las puertas al rey. Es decir: volver a un modelo similar al de la dictadura de Primo.

La cuestión es que el antifranquismo ha tenido muchas novias, los monárquicos donjuanistas una de ellas. Y se quisieron ir de rositas rumbo a la posteridad poniéndose de perfil. No fue posible la paz, “memorizó” a finales de los sesenta Gil Robles. Pues no. Ellos no fueron responsables de los desmanes del franquismo (al que, de forma más o menos activa, se opusieron, es cierto, lo combatieron desde el exilio exterior o interior), pero sí fueron corresponsables de la guerra y, por lo tanto, del régimen autoritario que generó. Unos (Sainz Rodríguez) disidentes tolerados, otros (la mayoría) acomodados en el silencio, algunos (Goicoechea) colaboradores férvidos. Todos cómplices. 

Y una última nota. Se pueden escribir quinientas páginas de historia (¡y vaya historia!) sin perder el sentido del humor, la retranca, el desenfado. Podríamos decir que Ángel Viñas practica el estilo elevado sin desdén por lo ligero y, a ratos, zumbón, sin ascos al chascarrillo un tanto flemático. Como recordó el autor en la presentación en Madrid (menos mal que la Librería era Sin Tarima, porque no habría entrado), José Luis Sampedro siempre decía que una cosa era “escribir con rigor y otra con rigor mortis”. Además, la reconstrucción de toda la trama y tramoya conspirativa está ofrecida en clave de thriller, de rompecabezas que se va completando poco a poco, lo cual solo puede engordar nuestra expectación.

Cuestión aparte es el esfuerzo de paciencia que se le exige al lector a la hora de ir recomponiendo las piezas. Viñas entiende la historiografía de la única manera en que es dable entenderla: desde la meticulosidad, desde el cotejo minucioso de fuentes y la denodada puesta al día de testimonios directos, indirectos y bibliográficos. (Lo contrario habrá que referirlo como historia ficción o similares). Consecuencia inevitable de ello es la prolijidad de datos, hechos, cifras y dichos consignados de auténticos personajetes que, en buena lid, de haberse podido aplicar justicia poética antes que baldón histórico, jamás habrían ocupado ni una minúscula nota a pie de página de los anales. 

Ah, y no seré yo quien caiga en la tentación de establecer analogía alguna con el presente, líbreme Vox.

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