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Un problema de libertad

Un cartel rodeado de flores en la vigilia por Sarah Everard en el parque Clapham Common, en Londres

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De niña, es el exhibicionista de la gabardina tan típico en los años 80. De adolescente, el tío del garaje de la esquina. A los 20, el portero de un edificio a miles de kilómetros de casa. A los 30, el hombre que merodea solo en una ciudad donde anochece pronto. A los 40, el taxista que te lleva a casa al salir de una tertulia compuesta exclusivamente por hombres que te explican que tus miedos son paranoias sin base si una mira los datos. ¿Y qué haces? Pues lo de siempre, lo de todas. De niña, te escolta tu madre. Luego aprendes a acelerar el paso, a cruzar de acera, a buscar una tienda, a hacer como que conoces a una desconocida, a llevar las llaves a punto en la mano, a inventarte una excusa para que el taxi pare y buscar otro. Cuando llegan los móviles, llamas a quien te coja siempre el teléfono y quiera darte conversación. Qué te voy a contar si eres mujer. En cualquier sitio, de cualquier edad. 

Una vez más un suceso terrible, extremo e inusual, como el asesinato de Sarah Everard, abre de nuevo la conversación sobre la seguridad de las mujeres en la sociedad. El caso es noticia porque la violencia ha bajado en las grandes ciudades como Londres en comparación con los peores años de los 80 y los 90, y aún más si se compara con otros lugares del mundo, donde ser mujer entraña un alto riesgo añadido. Pero aunque sea una rareza, es justo mirar a los protocolos para denunciar, a la ley para perseguir estos delitos y a las políticas públicas que puedan ayudar, algunas tan concretas como asegurar que los parques están bien iluminados por la noche y que las rutas recomendadas están a la vista de la calle. Muchas medidas tienen que ver con la planificación urbana, la necesidad de tener comercios y “ojos en la calle” de los vecinos, como decía la activista urbana Jane Jacobs hace más de medio siglo. 

La sensación de vulnerabilidad no es noticia porque se asume como parte de la rutina de la mitad de la población y muchos de los hombres en posiciones de poder la desprecian como un problema menor o incluso imaginario. Al menos hasta ahora. 

En Reino Unido, Boris Johnson ha dicho que su Gobierno va a hacer “todo lo que pueda” para que las calles sean más seguras y para que las mujeres las perciban así. Las medidas más inmediatas son inversión en iluminación y cámaras de seguridad, patrullas alrededor de lugares de ocio nocturno y especial atención al acoso y abuso callejero. La policía también va a empezar a clasificar los delitos donde intervenga la misoginia como delitos de odio, igual que sucede con el racismo o el antisemitismo. Pero la corriente de fondo, ancestral, universal, no se resuelve solo con medidas policiales o legales. Luego queda por delante una tarea más ardua de educación, examen de la cultura en los cuerpos policiales y en casi cualquier círculo social dominado por hombres, y también responsabilidad en el debate público, cuyo peso cae en especial en los medios. 

Hablar de ello ayuda. Pero para que haya un cambio de verdad también tienen que ser los hombres los que hablen de ello. En público, con otros hombres. La empatía es un esfuerzo laborioso, sobre todo en estos tiempos de distancia, y requiere sensibilidad, inteligencia y tolerancia hacia los demás. Pero se puede enseñar con el ejemplo, y los políticos, los periodistas y los profesores tienen aquí un papel clave. 

Este problema de aparente baja intensidad, pero enquistado durante generaciones y que afecta a la mitad de la población, puede convertirse en los peores casos en un problema de seguridad. En la mayoría de los casos, es un problema de libertad. Los políticos que maltratan esta palabra tal vez deberían pensar en lo que significa. 

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