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El fin del Imperio y el inicio del Gran Desorden

Seguidores del presidente de EE.UU., Donald Trump, irrumpen en el Capitolio, sede del Congreso estadounidense, en Washington, el 6 de enero de 2021. EFE/Will Oliver

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Hace tan solo ocho días la Unión Europea firmaba un acuerdo bilateral de inversiones con China que a partes iguales era ambicioso en el objetivo a conseguir (un aún mayor acercamiento entre ambas economías) y polémico (por la confrontación de dos modelos de sociedad diferentes con valores, principios y formas de organización distintas). Justo ese mismo día y los siguientes, a la canciller alemana Angela Merkel le sobrevinieron múltiples críticas furibundas: por qué había acelerado este acercamiento a Pekín en medio de la pandemia, por qué no había esperado a la llegada del presidente Biden, por qué no daba una oportunidad a un EEUU post-Trump. Leer dichas críticas aquí de corrido no hace justicia a la virulencia de los comentarios negativos.

Ante tales vituperios, se narra que la Canciller argumenta allá por donde va una respuesta serena que lleva rumiando varios años y que sólo en los últimos meses ha destilado: porque la supervivencia económica de Alemania y de la UE no puede depender de un país tan polarizado como EEUU en el que decisiones vitales para nosotros (en materia de aranceles, en materia de seguridad y defensa, en la lucha contra una pandemia o en el mantenimiento de reglas internacionales o de instituciones globales) estén en manos de un puñado de votos en Georgia o en Ohio o en una elección desafortunada (para los intereses europeos) de presidente. La fragilidad e imprevisibilidad del sistema político estadounidense (del país, en suma) es un riesgo para Alemania, y por ende para la UE, que Merkel quiere mitigar.

Los acontecimientos del miércoles en el Capitolio de EEUU, con la paralización de la transferencia de poder entre un presidente saliente y el entrante, dan la razón a la Canciller: de tan disfuncional, Washington ya no es un socio 100% fiable para la UE. Merkel dixit. 

Ergo, mejor diversificar. 

Justo esa era la línea del artículo que pensaba escribir esta semana: tras haberse acercado la Unión Europea a China con un acuerdo bilateral de inversiones era ahora momento de que Bruselas extendiera la mano a Biden y le propusiera a la nueva Administración colaborar en áreas de interés mutuo. Dichas áreas bien podían ser la fijación de estándares globales para mercados digitales (datos, nube, internet, servicios digitales) y la lucha contra el cambio climático. A nadie se le escaparía que Bruselas ofrecía a Washington temas en los que Europa tiene una mejor mano para negociar (por la fuerza de nuestro gran mercado único para fijar estándares y por nuestra labor de liderazgo en la agenda climática), pero sería un paso apropiado para compensar nuestro acercamiento a Pekín y mostrar una cara amable al nuevo presidente Biden. Era esta la configuración de una estrategia de diversificación, de búsqueda de perfil propio de la UE o, con lenguaje más técnico, de hedging en política exterior: cubrir todas las posiciones de inversión tanto en Pekín como en Washington.

Así el artículo para escribir hoy se hubiera titulado algo tal que “Ahora debemos acercarnos a EEUU.” Y habría argumentado que nuestro vínculo transatlántico todavía tiene muchas dimensiones que nos son interesantes (comercio, inversiones, seguridad y defensa), que la búsqueda de nuestro propio destino (o “autonomía estratégica”) implica, por primera vez, mirar con curiosidad y pragmatismo hacia el este sin olvidar el oeste, que salir del paraguas protector de EEUU no significa antagonizar con Washington sino simplemente velar por nuestros intereses de manera más pragmática y afrontar dilemas como empezar a decir a veces que sí a China y a veces que no a Washington (y viceversa). Es decir, que Bruselas comenzase a hablar el lenguaje del poder.

Pero lo sucedido ayer en Washington cambia completamente la dinámica que define el momento: no sabíamos que se auto infligiría una herida de tal calibre como la que supuso el Brexit para Reino Unido. Y que iba así a destruir la credibilidad y legitimidad de la clave de bóveda de nuestro sistema de organización social, tanto internacional como doméstico, tras 70 años de su funcionamiento. 

Porque EEUU, en tanto que fundador y, hasta ahora, último garante, aseguraba desde nuestro sistema de comercio internacional y libre tránsito (las reglas y estándares que rigen la exportación, la importación, nuestros mercados abiertos de capitales) hasta el sistema monetario internacional (vía su monopolio de la reserva de valor internacional por excelencia, el dólar) pasando por la defensa y seguridad de un buen conjunto de países (Europa, España, Sudeste Asiático)… Y lo sucedido ayer demuestra que cuenta con tal caos interno, tal polarización… que no podrá liderar ni resolver la multitud de problemas que cada uno de esos dosieres atesora tras varias décadas de declive.

Lo que nos deja, a socios y aliados, en una posición precaria: no sabemos quién manda. Y hay un vacío de poder. 

Pudo ser la revuelta del Capitolio “el primer acto simbólico del fin del imperio americano”: “si el fin del imperio estadounidense tiene fecha, la fecha fue el miércoles 6 de enero”. “El impacto en la legitimidad de las instituciones estadounidenses se sentirá durante décadas.” 

Ahora la principal preocupación del presidente Biden será restañar las heridas que el cisma de ayer creó. Si hace apenas 48 horas los principales objetivos de la nueva Administración eran reactivar la economía estadounidense, en el plano interno, y contener a China, en el plano externo, la toma ayer del Congreso hace saltar por los aires la agenda de prioridades y sitúa en el núcleo de la acción del nuevo Gobierno el procurar que la mitad de la población crea que tiene sentido seguir formando parte del mismo país.

Así, y si la nueva Administración quiere acercar posiciones con los EEUU que se consideran trumpianos (y estiman, según sondeos, que las protestas de ayer eran legítimas y que Joe Biden es un Presidente que ha robado las elecciones) no podrá tomar decisiones divisivas o que alienen a dicha parte. Es decir, que EEUU no podrá plantear una reforma del sistema de comercio internacional que no parta de premisas proteccionistas o que tenga en cuenta los intereses de socios y aliados (porque una parte de su país le exige la completa voladura de esos acuerdos). Que EEUU no podrá mantener compromisos de seguridad y defensa con naciones aliadas si no se cumplen las condiciones que el Presidente Trump ha establecido (de ubicarnos en una posición anti China que la UE no comparte). Que cualquier decisión que se tome estará influida por intereses muy locales y (para algunos) populistas herederos de y despertados por Trump. 

El Presidente 45º de EEUU bien puede dejar pronto el cargo pero su ideología y las preferencias por ciertas políticas públicas han llegado aquí para quedarse. Y condicionar así a la nueva Administración hacia un aislacionismo que poco tiene de espléndido. EEUU ha dejado de ser “el faro en la colina” en el que “naciones libres y democráticas” encontraban inspiración, cooperación y ayuda en tiempos de necesidad. 

Bienvenidos al fin del Imperio. 

Bienvenidos al inicio del Gran Desorden.

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