Palestina y Ucrania, ¿son conflictos intratables o tienen solución?
En los estudios sobre análisis y resolución de conflictos, se ha usado mucho el término de “conflictos intratables” para caracterizar a aquellos que parecen irresolubles y perduran mucho en el tiempo, a pesar de que a veces se ha intentado negociar. Nunca me ha gustado este término, pues parece indicar que hay conflictos que “jamás” tendrán solución, debido a la incompatibilidad de las demandas o exigencias de las partes, y especialmente cuando nadie se mueve de sus posiciones. Prefiero hablar de conflictos de larga duración, perdurables, prolongados o profundamente arraigados, dejando la puerta abierta a que, si un día cambian algunas circunstancias y se habrá una ventana de oportunidad, se pueda iniciar una negociación que tenga posibilidades de encontrar una salida al conflicto, de manera que todos ganen algo y nadie pierda todo, es decir, que no se plantee en términos de suma-cero. Este año se ha disuelto el PKK como grupo armado, después de 41 años; las FARC tardaron 52 años en lograr un acuerdo, el MILF de Filipinas 45 y Sudáfrica 35, para poner algunos ejemplos de guerras prolongadas que ya terminaron con un proceso de paz.
La negociación en contextos de conflicto armado se fundamenta precisamente en la necesidad de gestionar intereses incompatibles, reducir la violencia y crear condiciones para una convivencia relativamente estable. En Ucrania, el tema central será el territorio, pues Rusia no se contenta con el Dombás, donde en las elecciones presidenciales de 2019 ganó en candidato prorruso, Yuriy Boyko, sino que también quiere quedarse con los territorios más, Zaporiyia y Jersón, que ahora controla, pero no votaron a Boyko, sino mayoritariamente a Zelenski. Lo recuerdo, porque este será un tema vital en las negociaciones de los próximos días. De la misma forma, en Palestina también juega un papel importante el control territorial, no solo el de Gaza, sino también de Cisjordania, ocupada por colonos muy violentos y en un contexto general de limpieza étnica contra los palestinos.
Ante estas realidades, la pregunta de si existen conflictos armados que aparentemente no tienen solución invita a examinar, desde una perspectiva analítica, las dinámicas estructurales y su historia, las interacciones estratégicas en un sentido amplio del término, y las condiciones de seguridad, vitales para las dos partes, que pueden limitar o bloquear un proceso negociador. Hay conflictos que, por la complejidad de sus causas, la multiplicidad de actores y las dinámicas de poder, presentan, a primera vista, una improbabilidad de solución estable. Sin embargo, la historia de la negociación internacional no es homogénea, y hay casos que, tras largos procesos, han generado acuerdos parciales o integrales, procesos de implementación exitosos o transformaciones profundas de las estructuras conflictivas, impensables tiempos atrás. Por ello, en lugar de concluir de manera definitiva que un conflicto es insoluble, conviene evaluar si la negativa a soluciones sostenibles nace de limitaciones estructurales o de fricciones del proceso negociador; qué condiciones podrían ampliar las probabilidades de acuerdo (medidas de confianza, incentivos de desarme, garantías de cumplimiento, construcción de legitimidad entre actores, apoyo internacional coordinado, etc.), y qué escenarios de salida podrían ser realistas. El éxito de los procesos de paz depende no solo del acuerdo textual, lo que se pueda firmar al final, que puede ser impecable, sino también de su posible implementación y del contexto de seguridad y gobernanza que suelen acompañar dichos procesos. De nuevo, tanto en Palestina como en Ucrania hubo incumplimientos.
Los conflictos de larga duración normalmente se centran en necesidades o valores que son de importancia fundamental para las partes, de ahí que muchos tengan incorporados elementos vinculados con la identidad y con la interpretación histórica de las raíces del conflicto. Este tipo de conflictos impregnan todos los aspectos muy importantes de la vida de las partes enfrentadas, que no ven forma de terminarlo sin destruir por completo a la otra parte. Solo que una de ellas lo vea de esta manera, como Israel y de forma existencial, ya es suficiente para bloquear una salida, pues el motivo dominante es dañar al otro. Las normas culturales que sancionan el uso de la fuerza, hacen que tales conflictos tengan más probabilidades de volverse violentos, como se ha visto en ambos casos. A medida que este tipo de conflictos se intensifican, se centran en la supervivencia, la comunicación se ve afectada y eventualmente es inexistente, adoptan una actitud de ganar-perder, y luego una actitud de perder-perder, donde el objetivo es infligir tanto daño al otro como sea posible.
Hay varias dimensiones que son claves para entender este tipo de conflictos: intereses, identidades, narrativas, estructuras, recursos, seguridad y temporalidad, por ejemplo. Los actores pueden perseguir intereses incompatibles o irreconciliables dentro de un marco de distribución de estatus o reconocimiento, que genera patrones de escalamiento y endurecimiento de posiciones. Las identidades colectivas, memorias históricas, narrativas de amenaza y legitimación de la violencia o coerción, dificultan la aceptación de soluciones. Los desequilibrios de poder, en especial la militar, las estructuras institucionales capturadas, o las reglas de juego que favorecen a un solo actor, pueden impedir soluciones sostenibles. En esta cuestión, la percepción es muy importante, porque influye en la acción. Si se percibe que un conflicto es “intratable”, es probable que alguno de los contendientes tome medidas extremas y actúe con suma crueldad. La paradoja es que, actuando de esta manera, es muy probable que esas mismas medidas aumenten la intratabilidad del conflicto. La clave, entonces, no está en negar que existen conflictos aparentemente irresolubles, sino en desarrollar una imagen de una posible “salida”, no necesariamente sustantiva al inicio, pero al menos procesal, esto es, acordando un procedimiento que pueda tener continuidad. El punto de partida, evidentemente, es pensar en un buen plan, y eso han de hacerlo las comunidades afectadas, no terceras partes con intereses propios. En otras palabras, las personas afectadas deben comprender que hay cosas positivas que pueden hacer, incluso mientras están atrapadas en el pantano de un conflicto de larga duración. Siempre hay acciones positivas que se pueden tomar para transformar el conflicto destructivo a uno constructivo, incluso si no se puede encontrar una solución completa de forma temprana. En el mundo de las negociaciones, hay que tener mucha paciencia, la misma que la constancia, también necesaria.
En general, la viabilidad de la paz a corto plazo depende de la capacidad de convertir un acuerdo en una transformación institucional real, respaldada por legitimidad, seguridad y un marco de beneficio compartido para todas las partes afectadas. En los casos de Palestina y Ucrania, en estos momentos parece imposible, pero podría ser diferente si cambiaran las actitudes de Israel y Rusia, y sobre la mesa hubiera planes de paz realistas y ambiciosos a la vez, una combinación difícil de conseguir. En ambos casos, negociar no significa renunciar a la dignidad ni aceptar la derrota; significa convertir la voluntad de poder en responsabilidad colectiva. Es asumir que la violencia no es una herramienta sostenible para alcanzar fines políticos, y que la estabilidad durable se construye con instituciones que puedan gestionar diferencias sin recurrir a la violencia. En ese marco, la pregunta ya no es si todas las guerras pueden tener solución, sino cómo diseñar y sostener condiciones para que, cuando las heridas sean reconocidas y reparadas, la violencia pierda atractivo como medio para resolver conflictos. Tomando en cuenta las lecciones aprendidas de muchos procesos de paz y de negociación en conflictos armados, se puede afirmar que algunas guerras pueden parecer prolongadas o cíclicas si no se establecen marcos de negociación directa, realistas, fortalecidas y viables para implementar los acuerdos alcanzados, pues sabemos el coste que ha tenido no haber cumplido con los acuerdos de Minsk de 2014 y 2015 para el caso de Ucrania, y, para el caso palestino, no haber dado continuidad a las negociaciones de Oslo de 1993 y 1997,el Memorando de Sharm el-Sheikh de septiembre de 1999, la hoja de ruta del secretario general de la ONU de 2003, o la Conferencia de Annapolis de 2007, para poner algunos ejemplos.
Por la experiencia, pues, sabemos que existen rutas para reducir la violencia y construir condiciones duraderas de convivencia a través de negociaciones, pero siempre bajo ciertas premisas, como identificar metodologías claras, evitar ambigüedades, contar con mediadores imparciales, garantizar la participación de todos los interlocutores, abordar las causas profundas del conflicto, diseñar secuencias lógicas y verificables, respetar la dignidad de todas las partes, implementar programas de desarme y desmilitarización de forma efectiva, eliminar los incentivos para continuar la guerra, reforzar los incentivos para negociar, y asegurar la verificación del cumplimiento de lo que se acuerde. El día en que todas las partes (Israel, Palestina, Rusia y Ucrania) estén de acuerdo con estos principios, las dos guerras dejarán de ser “intratables” y podrán entrar en una senda de esperanza
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