Ucrania y Gaza: ¿con quién hay que negociar?
En el ámbito de la teoría de conflictos, las negociaciones y los procesos de paz, el término «legítimo interlocutor» se refiere a una persona o entidad reconocida y aceptada por todas las partes involucradas como un representante válido y autorizado para participar en el diálogo o la negociación. Este reconocimiento es esencial para que las conversaciones sean efectivas y conduzcan a acuerdos sostenibles. Se refiere principalmente a los líderes de un Gobierno y de un grupo armado, ya que tienen el poder y la autoridad para comprometer a su grupo con los acuerdos y garantizar su cumplimiento. Negar la legitimidad a ciertos actores puede perpetuar el conflicto, mientras que reconocerlos puede facilitar soluciones integrales y pacíficas mediante la negociación. Este reconocimiento implica aceptar que el grupo tiene una agenda negociable, la capacidad de representar intereses (aunque sea parcialmente) y la voluntad de dialogar. Se trata de un paso pragmático, no ético, hacia la búsqueda de soluciones. Reconocer a un grupo armado como interlocutor es una herramienta, no un fin en sí mismo.
La legitimidad de un interlocutor puede derivar de diversos factores, como su representatividad dentro de una comunidad o grupo, su autoridad formal, su capacidad militar, su habilidad para influir en sus seguidores o su reconocimiento por otras entidades relevantes. En los procesos de paz, es común identificar a líderes de grupos armados, representantes gubernamentales o figuras de la sociedad civil como interlocutores legítimos, siempre que gocen de la aceptación y la confianza necesarias para negociar en nombre de sus respectivas partes. Contar con interlocutores legítimos es fundamental para la credibilidad y la eficacia de las negociaciones. Sin esta legitimidad, los acuerdos alcanzados podrían carecer de apoyo y derivar en incumplimiento o en la perpetuación del conflicto. Por lo tanto, reconocer a la otra parte como un interlocutor legítimo es esencial para unas negociaciones eficaces.
Es interesante recordar que, de las 50 guerras no yihadistas que han existido entre 1990 y 2025, en 29 casos, el 58%, durante la guerra hubo encuentros directos entre los líderes del Gobierno y de los grupos armados, y de los dos mandatarios si se trataba de conflictos armados interestatales. Este dato subraya que la diplomacia directa suele ser un punto de inflexión, ya que estos contactos permiten destrabar bloqueos que rara vez se resuelven por delegación, porque concentran la autoridad para tomar decisiones, permiten asumir los costos políticos y ofrecer garantías creíbles. Además, crean un canal de comunicación para reducir malentendidos, calibrar intenciones, pactar gestos de desescalada y acordar “paquetes” de concesiones con mecanismos de verificación.
Al personalizar la negociación, también fortalecen la rendición de cuentas interna (cada líder “compromete su palabra” ante su contraparte) y facilitan vender el acuerdo a sus propias bases, lo que explica que en casi el 60% de los casos estos encuentros hayan contribuido a acercar o cerrar un acuerdo de paz, no como garantía automática, sino como acelerador de confianza, credibilidad y capacidad de decisión. Por desgracia, no ha sido caso de los encuentros de Zelenski y Putin de diciembre de 2019, y de Netanyahu y Abbas en septiembre de 2016.
En los conflictos de Ucrania y Gaza, la crisis del «interlocutor legítimo» es, en sí misma, uno de los principales obstáculos para la paz. En el caso de Ucrania, la negativa de Rusia a tratar al Gobierno ucraniano y a la propia sociedad ucraniana como sujetos políticos plenos, y no como meros apéndices de Occidente o como una “no nación”, erosiona la posibilidad de una negociación directa y estable. Si Moscú solo reconoce como válidos a intermediarios externos, como Estados Unidos, la negociación se desplaza del terreno de la soberanía a uno de tutela, pues se discute sobre Ucrania, pero no realmente con Ucrania. Eso impide que los acuerdos reflejen las necesidades y miedos de la población ucraniana, y alimenta una visión de la guerra como disputa geopolítica entre grandes potencias, en lugar de un conflicto donde una comunidad política busca garantías de seguridad, reconocimiento y supervivencia. Sin un reconocimiento explícito de Ucrania como interlocutor legítimo, con agenda propia, capacidad de decisión y derecho a existir, la lógica de la guerra se refuerza, pues se ve al otro como objeto a reordenar, no como sujeto con quien pactar.
En Gaza ocurre algo análogo, aunque con dinámicas históricas y políticas distintas. Israel tiende a negar la legitimidad de los principales actores políticos palestinos como interlocutores de pleno derecho, reduciéndolos a “organizaciones terroristas”, debido a Hamás, o a administraciones subordinadas, y fragmentando deliberadamente el mapa de actores palestinos. Al no reconocer una contraparte palestina integral, capaz de articular una agenda negociable que incluya territorio, seguridad, derechos y garantías, el conflicto se encapsula en operaciones militares periódicas y en gestiones humanitarias, pero sin un horizonte político claro. La falta de un interlocutor palestino aceptado por Israel, y a la vez representativo para la sociedad palestina, hace que cualquier acuerdo tienda a ser precario, impuesto desde fuera o respaldado solo parcialmente, con alta probabilidad de ser rechazado o saboteado. En ambos escenarios, la paz se vuelve inalcanzable mientras el adversario no sea visto, al menos pragmáticamente, como alguien con quien se puede y se debe hablar. Sin ese reconocimiento mínimo, las negociaciones se convierten en ejercicios formales sin raíces en la realidad de las sociedades en conflicto, y los acuerdos, cuando existen, carecen del soporte necesario para sostenerse en el tiempo.
Así, pues, la legitimidad de un interlocutor debe entenderse como una condición mínima e imprescindible para que exista un buen proceso de paz. En toda negociación deben participar, de forma directa y plena, todos los actores primarios del conflicto armado. No basta con reconocer a algunos líderes o a determinadas élites; la paz sostenible requiere la inclusión explícita de las partes que tienen capacidad real de continuar la lucha y de influir en la dinámica del conflicto. Este principio de integralidad debe ir acompañado de criterios claros de representatividad, responsabilidad y compromiso con el proceso. La exclusión de actores fundamentales, por muy impopulares que sean, compromete la legitimidad y la viabilidad de cualquier acuerdo, facilita su incumplimiento y puede perpetuar la violencia. Por tanto, la construcción de paz exige siempre un marco en el que la negociación se base en la incorporación efectiva de todos los actores importantes, para evitar que la negociación se utilice como una trampa impositiva y diseñada por terceras partes.
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