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Arepas neoliberales del Cantábrico

Un grupo de surfistas en la playa de Gijón. EFE/Eloy Alonso
13 de octubre de 2023 22:21 h

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Al poco de haber facturado tuve que pasar por una revisión de próstata en el aeropuerto. Después compré un sándwich mixto de una máquina expendedora. Vuelo a Asturias. Caí sobre el mar de nubes dejando atrás el suelo marrón de Castilla; caí sobre el verdor umbroso del mediodía y sobre las casitas de teja roja al pie de colinas frente al mar; caí sobre caminos serpenteantes de espaldas a la montaña y bajé del avión con un pitido terrible en los oídos o un dolor agudo que bajaba hasta la laringe o se quedaba a medio camino, bajo la muela del juicio de arriba. Un viernes del montón. Poco después de ese episodio de aerofobia fuimos unos amigos a la playa de Xagó. 

Habría sido mucho más fácil habernos hecho unos bocadillos para el camino, pero esta columna no se habría escrito si no hubiéramos entrado en el chiringuito de una escuela de surf. Las sillas eran, en su mayoría, asientos de furgoneta y todo estaba repleto de mueblecitos hechos con palets, aunque también había algo de mobiliario normativo. Al entrar nos atendió una camarera; una chica radiante, de luces élficas que emanaban un halo de felicidad o despreocupación por ese mundo hostil de más allá de sus lindes de madera y cervezas artesanales; su trabajo era tener una amabilidad hiperbólica y comentarnos, con un montón de empatía y asertividad, que aquel lugar era un Espacio Compartido™ y que por tanto las bebidas iban por un lado y la comida por otro. Para beber nos sirvieron unas variantes “no industriales” de Coca Cola, de fabricación alemana. Un potingue cuya receta tenía toda la pinta de haber sido guardada durante décadas –unas ocho– en un búnker de Berlín. Himmler-Cola, o algo por el estilo, y en honor a la verdad tengo que decir que el sabor era resultón y más dulce del que esperábamos. El camarero de la barra parecía estar al mando. Llevaba una camisa a cuadros amarilla y marrón y una gorra calzada sobre un moño de rastas. 

En cocina nos dieron ese aparato con forma de mando de garaje que emite sonido cuando la comida está lista para recoger. Esos cacharros no se sindican y te ahorran un sueldo. El ambiente era tan estereotípico que casi da pereza describirlo: un danés enorme, con barbas y gafitas bebiendo un smoothie y utilizando su portátil, un Hércules surfero, una tipa cinturón negro de macramé y un par de turistas desubicados; nada fuera de lugar para estar anexo a una escuela de surf. En un rincón de aquel ensueño veraniego para divorcios duros, una chica leía un libro alrededor de tres perros. En la terraza de fuera había gente más normal, pero todos nos contagiábamos de ese aire sospechoso de ser un bohemio, o de fumar porros –algunos más que otros–, o de tener alguna que otra queja sobre el impuesto de sucesiones o un trabajo telemático en una empresa de software. Eran tantos estímulos y tantas rondas de Himmler-Cola que no habíamos caído en la cuenta de que aquel cacharro no pitaba una hora y media después de pedir la comida. Así que, por un puñado de arepas y unas patatas con salsa ranchera, un par de los nuestros fueron a la barra a preguntar al amigo rastafari, con más hambre que vergüenza, qué estaba pasando con nuestra comida. Volvieron con buenas noticias: quedaba poco –menos mal–. También nos regaló unas patatas fritas.

La comida estaba riquísima: llevaban ese queso que parece tofu y que no sabe a nada –no he vuelto a ser el mismo desde el COVID–; la lechuga estaba fresca y crujiente y los aguacates en su punto de madurez. Estos hippies sabían cocinar. Con la última ronda del refresco alemán favorito de Goebbels vino el tipo de la gorra y las rastas de camisa de cuadros, que efectivamente era el que manejaba aquel cotarro surfero, que lo sentía cantidubi. Además, casi como un obsequio, como un regalo de compensación, nos dijo: “Pero tranquilos, que ya les ha pasado una vez y les he dicho que se van fuera. Mañana ya no están aquí.” De repente, aquel tono amable, californiano y de fan de Pink Floyd se convirtió en el áspero discurso del patrón de una mina de diamantes. Estos no son los hippies de los que hablaban Kerouac o Tom Wolfe, ni tenían nada que ver con los Alegres Bromistas. Esta gente ha cambiado los colgantes nativos americanos y los collares de cuentas por camisas Quicksilver y carteras de inversión. Se levantan a las 5 de la mañana, hacen el saludo al sol, desayunan un cuenco de chía o avena con trocitos de fruta y consultan el precio de sus acciones o mandan una carta de desahucio al inquilino del piso que heredó de su abuelo por retrasarse con los pagos. 

Es por eso que estos sitios, o similares, son a las zonas periféricas y a los pueblos lo que los perritos Pomerania a los centros de las ciudades: un oráculo que susurra una inflación gargantuesca de los precios del alquiler. El del garito nos contaba que la cocina la “alquila” para que la lleven otros y que funcionaban “de manera independiente” al chiringuito; eufemismos para hablar de subarriendo. Estos modelos de negocio funcionan de maravilla porque la clientela recurrente no tiene empatía o tiempo que perder en estas chorradas de los derechos de las personas y la clientela ocasional no va a volver a un sitio donde te cobran tres euros por una Himmler-Cola y tampoco va a llamar a una inspección de trabajo.

Esos días estuve en Asturias para participar en unas jornadas sobre periferias sociales, económicas y medioambientales. Una de las conclusiones que saqué de todo aquello es que la periferia no es un lugar geográfico, algo tangible o localizable, sino que son todos esos ángulos muertos del progreso que dejan huérfanas a las personas que los habitan. Uno puede encontrarse en una periferia geográfica y estar alineado en un eje de centralismo, o puede encontrarse en el centro neurálgico del mundo y ser olvidado por las instituciones o los servicios públicos. Los pueblos que ahora están colonizados por el turismo han dejado atrás su propósito de ser un hogar para sus habitantes para convertirse en espacios de creación de valor. Cambiaron al paisanu por estos melenudos que trabajan desde su autocaravana y sobrepasan por mucho los límites de la paciencia humana. 

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