El candor de Donald Trump
Tiene gracia lo que le está sucediendo a Donald Trump con su núcleo duro de seguidores más acérrimos —esos que se dejarían disparar en la Sexta Avenida por su líder naranja y le seguirían amando— y las teorías de la conspiración en torno a la muerte de Jeffrey Epstein. Carece de la sutileza o la elegancia de la broma fálica que el presidente le envió para felicitarle su cumpleaños cuando compartían cubatas en las fiestas; pero tiene su cosa.
El maestro de todas las conspiraciones, el mago de la comunicación que ha logrado que medio país crea que Obama nació en el extranjero y quería asesinarle, Hillary Clinton dirigía una red de pedófilos desde una pizzería en Washington, Joe Biden le ganó las elecciones con trampas y los haitianos comen perros y gatos de sus vecinos, cogido en su propia red de mentiras y paranoias; justicia conspiranoica.
De tanto decir a sus acólitos que los malos habían asesinado a Epstein para cubrir su rastro de pedofilia y corrupción, ahora él mismo no puede ser otra cosa que el traidor que cubre su rastro cuando le dice que no había ni conspiración ni asesinato. La lógica resulta aplastante. No hay nada más peligroso ni temible que un creyente que siente traicionada su fe. No parará hasta castigar al infiel y convertir ese castigo en la prueba definitiva de que Dios y la razón están de su lado.
Ni Gaza, ni el genocidio, ni Putin, ni la guerra de Ucrania, ni la evidente debilidad de su errática gestión económica; Donald Trump lleva todo el verano escapando sin éxito del fantasma de Epstein. Ninguna maniobra le ha servido para darle esquinazo.
Situar a Obama en el centro de una conspiración contra él no ha excitado ni a los suyos. Desvelar los secretos de Martin Luther King se ha topado con el muro infranqueable de su legado. Pelearse con los medios que han rescatado esas pequeñas muestras de su “brodidad” con el millonario pederasta no ha colado esta vez como maniobra de despiste.
Ni siquiera hacer el ridículo intentando ridiculizar en público al presidente de la Reserva Federal, Jerome Powell, agitando un folio con unos números falsos, o cesar a la jefa de estadísticas laborales acusándola de estar al servicio de Biden por evidenciar la precaria situación del empleo en EEUU, ha enganchado a los suyos esta vez. Únicamente les pone lo único de lo que Donald Trump no quiere hablar: Jeffrey Epstein y sus vips pedófilos.
La nueva maniobra de distracción del emperador naranja recurre a un clásico durante este segundo mandato: los aranceles. Nos espera una primera semana de agosto de infarto financiero, cuarentena comercial, derrumbes bursátiles, plazos y contra plazos y quién sabe si otra crisis de deuda federal. Los aranceles de Trump son el COVID del 2025. Por si acaso, en el banquillo ya calientan los dos submarinos nucleares que ha mandado a avisar a otro de sus 'bros': Vladímir Putin.
Todo con tal de no enfrentarse al fantasma de su 'bro' pederasta. Ese pavor a ser descubierto hace especialmente peligroso en este momento a la amenaza naranja. Trump es hoy como el General Sir Arthur Saint Clare, el condecorado militar protagonista del cuento El Signo de la Espada Rota, incluido en la magnífica El Candor de Padre Brown, obra del genial G.K. Chesterton. Hará lo que sea para encubrir su corrupta y despreciable traición: incluso provocar una batalla sangrienta y suicida sólo para sepultar la prueba definitiva de su vileza e ignominia. No descarten que acabe corriendo la misma suerte que el infame Saint Clare.
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