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Tras la escandalosa sentencia del Constitucional, los políticos siguen sin querer hablar del trabajo

Los trabajadores no cobran casi la mitad de las horas extraordinarias que realizan, según el INE

Carlos Elordi

Seguramente esta es la campaña más vacía de contenido de todas las de los últimos cuarenta años. Las informaciones relativas a la misma se pueden leer en muy pocos minutos. Porque no dicen nada. Lo que manda es el gesto, fútil casi siempre, ridículo a veces, la imagen, la cara que ponen unos líderes que no son precisamente grandes actores. ¡Ah! Y Cataluña. Todo lo demás está ausente. Digan lo que digan sus programas, se desconoce qué harían los partidos si ganaran. En cualquiera de los capítulos que de verdad importan a los españoles, o deberían importar. Pero la desidia es sangrante en todo lo que tiene que ver con el trabajo.

Y más cuando el Tribunal Constitucional acaba de avalar que es perfectamente legal que una empresa despida a un trabajador si este falta al trabajo un total de 20 días, no necesariamente consecutivos, durante dos meses. Aunque esas ausencias estén justificadas. Tal barbaridad figura en el texto del Estatuto de los Trabajadores aprobado en el marco de la reforma laboral de Rajoy. Un juez había denunciado ese abuso. El Tribunal, no sin alguna división interna, ha rechazado su demanda.

Y ninguno de nuestros líderes ha tenido a bien colocar ese esperpento en el frontispicio de su campaña electoral. Y los medios prácticamente lo han ignorado. Porque las cosas del trabajo no venden, forman parte de un pasado en el que había derechos laborales y luchas sindicales y que el establishment económico, político y mediático ha decretado definitivamente acabado.

Que un trabajador/a pueda ser despedido con todos los parabienes porque ha contraído una fuerte gripe que le ha impedido acudir a su empresa durante diez o doce días y que tras reincorporarse haya recaído hasta faltar un total de 20 días no escandaliza a los bienpensantes de nuestro país. Que unos magistrados a los que se les supone –quien lo quiera suponer– toda la cordura y conocimientos y también el máximo de ecuanimidad dicten la validez de algo así no provoca una oleada de exigencias de dimisión. Aquí el único que tiene que dimitir es Torra.

Nadia Calviño, preguntada casi de pasada sobre el asunto en una entrevista en La Sexta ha respondido que este gobierno no cuestiona las decisiones judiciales. Y ha debido de quedarse tan tranquila. Seguramente porque le han dicho que en campaña electoral no se debe arriesgar un conflicto con el poder judicial. Pero alguien le podía haber añadido que los magistrados del Tribunal Constitucional no han tenido mayor reparo en hacer pública su sentencia a diez días de las elecciones. Puede ser porque pensaron que la cosa no iba a causar mayor revuelo.

Y es que la situación de los trabajadores y del trabajo en España no interesa mayormente. En la última década se han perdido derechos sin cuenta en ese terreno. Se habla de las reformas laborales como las grandes responsables de que eso haya ocurrido. Pero hay otras muchas disposiciones legales y prácticas lesivas que la costumbre ha terminado por convertir en derecho que han actuado en la misma dirección. El descenso de los salarios –drástico en algunos sectores y categorías–, el aumento de la precariedad, la práctica prohibición de la actividad de los sindicatos en las empresas salvo para cuestiones menores, son algunas de las consecuencias más conocidas.

Pero hay bastantes más. Y sobre todo una realidad que las engloba a todas. La de que los trabajadores o, cuando menos, muchos trabajadores, están terminando por ser meros objetos de la cadena productiva, a los que el empresario puede imponer condiciones y limitaciones que hasta lesionan sus derechos como seres humanos en una democracia.

Si buena parte del trabajo que se realiza en nuestro país nada tiene que ver con la realización personal porque es repetitivo, no exige mucha cualificación y menos incita a la mejora y a la superación, el régimen represivo que cada vez más le acompaña en muchas empresas termina por convertirlo en algo insoportable.

Se sabe poco de todo eso. Porque los que mandan no lo van a contar y porque los propios trabajadores prácticamente lo ocultan en la mayoría de los casos. Porque temen que no valga para nada y que nadie salga en su defensa si se atreven a arriesgar el puesto. La mayoría prefiere olvidarse de lo que tiene que tragar en la empresa y dedicarse al deporte, al consumo, a la diversión o a la familia apenas se aleja unos metros de ella. Así están las cosas. No sólo aquí, por cierto. Pero aquí tal vez más. Y eso que las condiciones de trabajo en España figuran entre las peores de la Unión Europea.

Correspondería a los políticos, y particularmente a los de izquierda, tratar de cambiar ese estado de cosas. Y no con referencias retóricas, y casi siempre incumplidas, en sus programas electorales y, a veces, en sus declaraciones públicas. Sino con acciones comprometidas y continuadas en el tiempo. Que en los últimos tiempos han brillado totalmente por su ausencia. También eso son cosas del pasado.

Esperemos, sin mucha confianza, a que los últimos días de campaña cambien algo las cosas en este terreno. Por el momento nos quedamos con una incógnita. La que se desprende del programa electoral del PSOE, muy bien elaborado por cierto y con bastante tono socialdemócrata, en lo que se refiere justamente a las reformas laborales de marras. Porque el partido de Pedro Sánchez promete que “derogará los aspectos más lesivos” de las mismas“, sin mayor precisión al respecto. Pero, sobre todo, porque, ¿qué quedará de esa promesa si como se dice cada vez con más intensidad Pedro Sánchez termina acordando su investidura y futuras garantías de supervivencia de su gobierno con el PP?

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