La familia
A cualquier persona externa, véase nueva pareja de un pariente, que entra en casa de mi abuela durante una celebración familiar se le advierte debidamente de que durante la comida se van a ver superados los decibelios recomendados por la Organización Mundial de la Salud. La primera vez que la mujer de mi primo Álvaro vino a visitarnos se pasó cinco días con dolor de cabeza. “Tu familia grita mucho”, le dijo a mi primo, como si no hubiese sido advertida. Mi primo nos trasladó el dictamen durante otra comida a gritos. En mi familia se come mucho y se grita lo propio. No hay posibilidad de un encuentro sin una cosa y la otra.
Cada familia tiene sus tradiciones, sus normas, sus roles, sus manías inalterables. Vistas desde fuera pueden parecer desconcertantes, incluso marcianas. Toda familia relativamente extensa mantiene lazos suficientes para compartir cargas inesperadas, como cuidar a un enfermo, recoger a un niño, apoyar económicamente a quien lo necesite. Y, del mismo modo, una familia extensa puede resultar por momentos asfixiante, sin espacio para la privacidad o el sosiego. “Qué necesaria es la familia y qué agotadora”, nos decía ayer mi amiga Eva.
Lo cierto es que esa familia extensa, nuclear, está cambiando, como todo el mundo sabe. Ese grupo denso de hermanos, con hijos, primos, nietos y bisnietos, se ha fragmentado y estrechado. En paralelo, el concepto de la familia como la relación más segura y estable de la vida se ha empezado a cuestionar. Porque hay familias que permanecen unidas, pero únicamente por limitaciones culturales o económicas; familias que contienen muchísima fragilidad en el interior de un exterior compacto en forma.
En su libro ‘La familia’ (Anagrama), Sara Mesa desenreda la historia de una de esas familias nucleares de toda la vida. En el libro aparecen un padre y una madre, con dos hijos y dos hijas. Viven en un piso normal, se intuye que de un barrio obrero, ni miserable ni de lujo, con vecinos que se conocen entre sí. El padre trabaja, los hijos estudian. De vez en cuando les visita un tío. Es, sin embargo, una familia llena de grietas, marcada por las imposiciones sutiles y pesadas de normas establecidas por el padre, que la madre y los hijos asumen por decreto; una familia en la que la unión se impone pero no se predica. Existen muchas de esas familias ahí afuera, familias-proyecto en las que los hijos son correas de transmisión de valores de padres frustrados.
Seguramente, en los últimos años hemos hecho la vida más libre para los individuos y más inestable para las familias. Pero también hemos moldeado otra clase de vínculos familiares que trascienden las líneas de parentesco tradicionales. Quizá no evolucionamos para vivir en familias nucleares, sino para vivir en “tribus”, en pequeñas comunidades de personas no necesariamente emparentadas. Esto, seguramente, le gustaría a Christopher Hitchens, que solía decir que “los amigos son la disculpa que nos ofrece Dios por habernos dado a nuestros parientes”.
En cualquier caso, este cambio no es necesariamente ni mejor ni peor, ni más amoral ni menos decadente. Sencillamente es diferente porque el tiempo que vivimos también lo es. Cuando algunos hablan de recuperar la familia tradicional, cuando lo predican como un dogma y cuestionan cualquier forma ajena de estructura, hablan menos de que las condiciones con las que se crearon las familias en el siglo XX ya no existen y probablemente nunca regresarán.
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