21D: La gran fiesta de la democracia devaluada
Llegamos, exhaustos, a la meta volante del 21D. Los catalanes han sido convocados a las urnas “por Mariano Rajoy y el Partido Popular”, según se escucha en un eco a la vicepresidenta del gobierno. En la cadena de despropósitos que surcan estas elecciones la confesión de Soraya Sáenz de Santamaría ha definido perfectamente la situación: Mariano Rajoy y el Partido Popular -y no los jueces- han descabezado al independentismo y ahora llaman a “liquidarlo”. Han mandado a varios candidatos a la cárcel y al presidente cesado fuera de España. Así han “descabezado” el independentismo. Dicen. Porque no parecen estar nada seguros a tenor de las fuertes apuestas del conglomerado que se hace llamar “constitucionalista”. El juego de intereses es tan ostensible que duele como pinchos que se clavan en la razón.
Estas elecciones en Catalunya están viciadas desde el principio. Nunca debieron celebrarse con candidatos, cabezas de lista, encarcelados o huidos. Ni bajo un régimen de excepción como es el artículo 155. Órdenes de prisión, fianzas y embargos de viviendas: una campaña electoral a golpe de autos judiciales, según exponía en detalle José Precedo. La caótica gestión de Mariano Rajoy y el Partido Popular en el Procés la han coronado con esta cita anómala. Como la del 1-0 jugando al ratón y al gato, por orden del gato. Esta convocatoria viene acompañada de la exacerbación de una irracionalidad visceral nacionalista española y catalana, muchas veces inducida, que todavía complica más el panorama.
La campaña electoral sonroja
Aceptaron participar en ella los independentistas a los que se desautorizaba. Puigdemont cogió las maletas y se fue a Bruselas. Decisiones pragmáticas que no por ello dejan de ser mal sonantes. A partir de ahí la fiesta de la democracia se ha convertido en una aquelarre. Borrell hablando de desinfectar de independentistas las heridas en un lenguaje que no cabe más desafortunado. Erigido en tutor, junto con Zapatero y Sánchez, de un Miquel Iceta en la labor imposible de conjugar lo que le incomoda y esa misión histórica que tantos se atribuyen de ganar sin pararse en barras. Lo último, llamar a Junqueras “osito” a abrazar a ver si se le tranquiliza la mala conciencia de saberlo encarcelado.
La favorita de los medios, Inés Arrimadas, con un Albert Rivera permanentemente adosado, se lanza a un discurso de derecha neta, aunque no siempre. Destacan que habla distinto idioma político en La Sexta y en TV3, más centrista en la cadena autonómica. Y con tal poderío económico en campaña –hasta con comida y regalos para todos en el mitin final- que deja bien a las claras quiénes la avalan y por qué. Arrimadas es la candidata del dinero. Y la prensa concertada en el mismo objetivo la prefiere entre todos los demás como la madrastra a su hija propia. El apoyo a Arrimadas es el del poder hegemónico, el que nos ha dejado una democracia que da gusto verla... en plasma.
Xavier Domènech va de candidato bisagra, tras los feos asuntos que convulsionaron Podem y una campaña de bajo nivel de Podemos. Porque para relacionar el independentismo con ETA, como hizo Juan Carlos Monedero, mejor estar callados. Ada Colau apoya discretamente al candidato concitando los odios de la carcundia en plena veda abierta. CUP concurre con la radicalidad que nunca gana. Y García Albiol de representante de Mariano Rajoy y el Partido Popular, con su desmesura exultante y su ultraderecha. Si el PP es un partido residual en Catalunya, Albiol es el candidato idóneo para explicarlo. Su sueño, mantener grupo parlamentario en el Parlament y que Mariano Rajoy y el Partido Popular sigan mandando en España para imponer sus criterios en una comunidad que apenas les vota.
Esta gran fiesta de la democracia española y catalana se celebra en medio de unas presiones descomunales, coacciones sin paliativos incluso. Los votantes no pueden asegurar que no les vuelvan a multar o moler a palos si van vestidos de amarillo, por poner un caso. Pero por encima de todo, los medios que actúan de portavoces de los intereses dominantes les están diciendo que peligra la estabilidad de la legislatura y hasta de España, si votan mal.
La estabilidad que nos jugamos
Y aquí llegamos. Vivimos en un país bajo una Ley Mordaza y un Código Penal reformado en el mismo sesgo. Un país en el que acudir a una manifestación –salvo que sea de extrema derecha–, o simplemente tuitearla, puede constituir delito. En el que hay que invocar la valentía para críticas que hasta hace poco eran las legítimas en cualquier país democrático.
Los ciudadanos –de no estar abducidos o en el limbo– contemplamos atónitos e indignados cómo un juez ascendido por el PP redactará la sentencia de la Caja B del partido, que cada vez cuenta con más testimonios. Ignacio González empieza a cantar de plano. Difícilmente se puede llegar a más, pero se llega cuando el CGPJ avala el cambio a este juez. O vemos cómo se releva al fiscal que quería investigar a un alto cargo del Ministerio de Justicia.
Esta estabilidad nos jugamos, dicen; esta estabilidad se vota en Catalunya, aseguran. El paquete contiene esto y mucho más. La desigualdad, que lleva hasta a regatear un salario mínimo impropio de la que pasa por ser la cuarta economía de la Eurozona. Los gastos récord en Defensa, el destrozo de la sanidad pública, la amenaza a las pensiones, la manipulación mediática. La de los medios oficiales y la de los subvencionados con las regalías de la publicidad institucional. El que un ministro reprobado por el Parlamento español actúe usando los mecanismos de su cargo con fines políticos como ha ocurrido en el Ayuntamiento de Madrid. Y hay que ver con qué soltura se lleva esta “estabilidad” a la espalda en España. Qué felicidad sería perderla de vista y construir otra más limpia. Porque bien cara nos la hacen pagar sus valedores.
Un dilema y en carne viva
Catalunya tiene un dilema que no se resolverá en las elecciones del jueves. Una parte de la sociedad es soberanista y otra unionista, y se mezclan con otra clasificación que separa a los valedores del sistema, con todo su lastre, de los indignados por el trato recibido. Con los matices que se quiera de por medio. De fondo hay mucho más en todo el territorio. Y tampoco se va a arreglar. Una animadversión patológica hacia los catalanes en grandes sectores del resto de España. Los hemos visto. Un odio que se da también entre catalanes de distinto criterio, al punto de querer desinfectar al otro, como hemos oído. Pensar que este germen abierto en carne viva se va a solucionar en unas elecciones celebradas con semejante entramado de condicionantes atípicos es no vivir en este mundo o querer engañar.
No han solucionado nada. No han cerrado heridas, las han abierto. Muchos deberían revisar sus posiciones y hasta sus afectos. Aprender a gestionar derrotas y éxitos y la sociedad en la que viven. Ojalá esta catarsis sirviera para evidenciarlo y no continuar avalando esta sonrojante marcha de país. Para usar algo más la cabeza que las vísceras. Porque el “cuando vinieron a por mí” de Martin Niemöller no puede estar más vigente.