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¡Hijas, a las barricadas!

Foto: Olmo Calvo

Elisa Beni

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“Es probable que ninguna chica que haya vivido en el seno de una familia en la que se crea que la subordinación de la mujer forma parte del orden natural llegue a sobreponerse del todo de la amargura de sus sentimientos más precoces”

Vera Brittain (Oxford, 1915)

Desde hace unos años, cada vez que me visto un día como hoy de negro y morado, lo hago con toda la intención reivindicativa, pero también con el corazón lleno de amor a mi madre. Quizá sea la forma más singular de guardar luto por ella y sé que le encantaría.

Mi madre, que nació en 1940 y vivió la vida de una mujer de clase media de su tiempo, que siendo muy inteligente no estudió, porque ese esfuerzo se reservaba para los hermanos, que cosía y bordaba y cocinaba como una diosa, siendo una Atenea que se tuvo que resignar a ser Hera, y fue una esposa y una madre ejemplar, no descubrió que era feminista hasta sus años finales o, al menos, no nominó esa sensación de injusticia, esa inquietud y hasta esa rabia que había sentido toda su vida hasta casi el final de sus días. Cuando camino en una manifestación con tantas de su generación, que acuden solas o con sus hijas y sus nietas, me embarga la emoción y la seguridad de que si ahora estuviera aquí, se vendría de mi brazo con unas gafas moradas y una consigna que gritar.

Ella tenía la suya propia. Un grito cómplice que nos lanzaba cada vez que acudíamos a su regazo a desgranar un agravio, un micromachismo, una carga suplementaria de trabajos producida exclusivamente por el hecho de ser mujer. Ella siempre te recogía la rabia, te secaba las lágrimas y te decía: “Hija, ¡nosotras, a las barricadas!”

Mi madre no tuvo quizá la oportunidad de hacerlo de otra manera, en esos tiempos, con esa educación, en ese entorno social y en una ciudad de provincias; pero me consta, porque me lo dijo, que le hubiera gustado hacerlo. Lo que no era, desde luego, era ciega. A mí cada vez que se convierte en debate partidista, en duelo de ideologías o en ordalía de insultos el feminismo siempre me pasma mucho el papel de la ceguera. Las ciegas. Esas son las que más me alucinan. Las ciegas y las ciegas voluntarias, que no son sino cínicas.

Yo no quiero entrar hoy con el bisturí que marca y secciona los feminismos, las formas de vivirlos, los que son más auténticos y genuinos y los que son más acomodados. Hoy vengo a pasmarme de las ciegas, de las que no quieren las gafas lilas, pero porque prefieren taparse los ojos. Porque lo primero es ser consciente de la existencia del problema, aunque después uno decida no implicarse mucho en su solución, hacerlo de forma conservadora, implicarse de forma política, ejercer como activista o volverse un revolucionario y lanzarse a las barricadas. En todas las grandes cuestiones relativas al ser humano se producen esas distintas respuestas, ¿cómo no iba a suceder en el caso de la desigualdad arrastrada por las mujeres? Sucede con el calentamiento climático, con la desigualdad social y la pobreza y con el hambre en el mundo. Y luego están los negacionistas, que son los que no ven o no quieren ver y son o ciegos o cínicos. ¿Cómo no iba a suceder con los derechos de las mujeres? Mucho menos ahora que el movimiento ha tomado la proporción de un tsunami. Toda reforma trae aparejada su contrarreforma y, como proclama la tercera ley de Newton: “Actioni contrariam semper æqualem esse reactionem”.

Las ciegas. Esas que afirman que las mujeres y los hombres ya son iguales. Esas que se tapan los ojos o mienten o no tienen el más mínimo conocimiento de lo que pasa en el mundo. Lo que es seguro es que mienten. No existe una mujer en este planeta que no haya sido objeto de una discriminación, un acoso para obtener de ella lo que no quería dar, un micromachismo, una situación desagradable, una agresión o un intento de ella, una sobrecarga de trabajo, un doble trabajo doméstico, un ascenso perdido, un sacrificio añadido o miles de otras circunstancias sin siquiera tener que nombrar las violaciones, los asesinatos o las violencias físicas o psíquicas. Simplemente no existe esa mujer. Ni en este país, ni en los demás. Porque no hay mujer inteligente que no se haya planteado, al menos una vez, cómo podía haber sido su vida si hubiera nacido hombre.

¡Hijas, a las barricadas! No es la voz de mi madre, es la voz de la razón.

Millones de mujeres de este país han conseguido mejorar su vida y sus estándares de igualdad gracias, sobre todo, a la pelea incesante de las que fueron a las barricadas de verdad. Lo cierto, y sobre esto deberían reflexionar las ciegas, es que no existe ninguna mujer con poder real que no sea consciente de la existencia de esa tremenda desigualdad. Da igual de qué ideología sea. Desde las que han sido presidentas del Congreso o vicepresidentas del Gobierno a las magistradas del Tribunal Supremo o las banqueras. Todas saben que, en realidad, su vida ha sido marcada por el hecho de ser mujeres. Todas son conscientes de que como varones lo hubieran tenido de otra forma. Todas miran a su alrededor y siguen detectando la injusticia. Obviamente no todas tienen las mismas posiciones sobre cómo resolverlo pero, desde luego, no están ciegas.

También quiero hablar de las cínicas. De las que saben, al menos teóricamente, que eso sucede, pero deciden que no les importa un bledo porque a ellas les va ya muy bien. De las que olvidan que el feminismo no va solo de mirar cómo va tu fiesta, sino de ser consciente de que millones de mujeres sufren de forma inaceptable y contraria a los derechos humanos básicos las consecuencias de esa discriminación. Y por encima de todas, las que utilizan el cinismo para conseguir objetivos políticos o personales. Esas son las colaboracionistas.

Las hermanas ciegas y las hermanas cínicas y... hasta la hermana Cayetana. Ella que olvida que en su mundo, en ese en el que las mujeres disfrutaron muchas veces de una libertad inusitada porque el dinero y la aristocracia no comparten ni siquiera la misma moral con el común de los mortales, no llegó la igualdad hasta que un socialista hizo por ley que las mujeres pudieran heredar los títulos nobiliarios, y eso sucedió en 2006.

El feminismo es una lucha política para exigir el derecho inalienable a la igualdad de la mujer en el mundo. El feminismo es también ese sentimiento interno de rabia y de impotencia que todas, pero todas, hemos sentido en un momento dado. Haber alcanzado una posición en la vida que te haya permitido hacer que esos momentos sean cada vez menores no te exime de dar la cara ni de ser consciente de que millones están en peores condiciones que tú. Lo contrario es una ignominia.

Por eso, hermanas, cada día es un buen día para seguir peleando, como mi madre hubiera deseado hacer, también por las ciegas y hasta por las cínicas.

¡Feliz ocho de marzo en las barricadas!

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