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Soy peligrosa

Vista de la manifestación del Día de la Mujer / Olmo Calvo

Elisa Beni

Soy peligrosa. Las mujeres que opinan son peligrosas. Soy peligrosa y he de reconocer que me gusta. Estas líneas son un arma cargada de presente que cada semana les descerrajo encima, no a ustedes que me leen sino a todos aquellos que me preferirían callada. Soy peligrosa porque puedo darles mi visión del mundo. Peligrosa porque ocupo el espacio, porque no soy modosa, porque no me arredro, porque elevo la voz y no dejo que me sepulten con argumentos hueros.

Me temo que es una tendencia que las mujeres hemos tenido que aguzar desde casi la cuna. Ese no admitir que la razón la llevaba un señor porque te decía: soy tu padre. Ese querer pronunciar la última palabra, aunque te costara una bofetada o un castigo. Ese no acoplarte al espacio que originariamente habían reservado para ti. Ese ten cuidado no vayas a perjudicar a alguien, a alguien próximo o lejano. Sobre todo, no vayas a sobresalir. No vayas a sobresalir sobre tu hombre, sobre los hombres. Las grandes mujeres, detrás. Aguantando el tirón para que ellos, pobres-que-serían-sin-ti-y-tu-lo-sabes, salgan a escena, ocupen el terreno, acometan la vida.

Mañana estaré en un congreso de mujeres columnistas en Pontevedra. Las mujeres que opinan son peligrosas, lo han llamado. Tanto que la idea de juntarnos tuvo que surgir después de que el año pasado en León se erigiera un bosque de machos de la pluma para mantener el pie el edificio del periodismo de influencia. No nos engañemos, opinar es un grado. Una especie de prime-time del periodismo. Un pedestal que te convierte en muñeco de tiro para las críticas, pero que te da un espacio de poder que a muchos les molesta perder. No quieren soltarlo. Por eso nos convertimos en mujeres chillonas, en mujeres histéricas, en sabihondas o en marisabidillas, en soberbias, en maleducadas, hasta en feas, por eso nos transformamos en todo aquello que para muchos no debe ser una mujer. Todo, porque estamos. Todo, porque contamos. Todo, porque opinamos.

Yo ni siquiera sé si las mujeres aportamos una visión diferente o un sesgo distinto cuando vertemos nuestra opinión al río común de una sociedad. No lo sé, ni tampoco me importa. Yo opino como persona y como tal he tenido siempre consciencia de mi derecho a ocupar el espacio público y a poder convertir mis ideas y mis pensamientos, mis reflexiones, en parte del humus sobre el que germine una opinión pública libre sin la que no es posible una verdadera democracia. No me suelen gustar mucho la idea de las “cosas de mujeres” porque no sé si sirven para reivindicar o para construirnos un ghetto propio en el que duplicar el espacio femenino para dejar que el mundo real lo sigan copando los hombres. Esta vez era precisa la reivindicación. Espero que no vuelva a ser necesaria y que los congresos sean de personas que escriben opinión o que escriben novela o que hacen poesía o ensayo. Las personas. Los seres humanos. Esos que nacen libres e iguales. Lo somos de facto. La lucha por la igualdad es simplemente una lucha por recobrar lo arrebatado, por arrancar a puñados lo robado por una sociedad patriarcal hecha a la imagen y para el desarrollo de media humanidad. Parte de ese terreno que hay que conquistar y ocupar y sostener es el espacio de la opinión porque es un espacio de poder.

Sí, las mujeres queremos el poder que nos corresponde. No queremos simplemente estar, acompañar, compartir, secundar, participar. Las mujeres queremos decidir. El poder es una lucha y nosotras también somos púgiles en ella. Nos llamarán mandonas, pero mandaremos. Sin pedir perdón. No seremos víctimas, sino que pondremos el foco sobre nuestros agresores.

Por eso, las mujeres vamos a opinar. Escribiremos columnas y columnas. Llenaremos con nuestras voces las ondas. Nuestras figuras entrarán en vuestras casas para deciros lo que pensamos. Hablaremos alto, seremos categóricas, usaremos un tono autoritario si así lo decidimos. Buscaremos la autoridad y el poder y el prestigio. O no lo haremos. Haremos lo que decidamos.

No nos dejaremos más imponer la idea de que todo lo fútil, lo que no deja huella, lo que es perecedero forma parte de la feminidad. No admitiremos más que, como dice Despentes, la feminidad sea el arte de ser serviles. Les enseñaremos a nuestras hijas a que hagan lo propio.

Seguiremos hablando, gritando si es preciso.

Seguiremos opinando y escribiendo. Ya dijo Virginia Wolf que “el primer deber de una mujer escritora es matar al ángel del hogar”.

Seguiremos siendo peligrosas.

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