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La puerta entreabierta en Waterloo

Inés Arrimadas fue a Waterloo pero no cruzó la puerta entreabierta con la que Puigdemont la invitaba a entrar a su casa

Ruth Toledano

Hay un cuento sobrecogedor del escritor Ignacio Aldecoa en el que un padre toma conciencia de la tragedia total que supone la muerte de su hijo solo cuando regresa a casa tras el entierro y ve una pequeña prenda suya colgada en el tendedero. Hasta ese momento, en el que la visión de algo tan cotidiano pero ya inútil le precipita a la más profunda desolación, el padre había hecho frente con notable entereza al proceso de despedir a su hijo para siempre. Esa prenda colgada (un pantaloncito, un jersey, no recuerdo) contiene en su simplicidad toda la carga simbólica de un hecho devastador, fundamental.

La puerta entreabierta en Waterloo me recordó a la ropa tendida de Aldecoa. En su discreta geometría, esa puerta entreabierta fue símbolo de lo único que ha de contener la política: todas las posibilidades -hasta la más mínima- del diálogo. La estrecha pero profunda perspectiva que se abría en negro desde la sobria fachada de la vivienda en el exilio de Puigdemont contenía una invitación que nadie con responsabilidad política debiera declinar. Al contrario. Si hasta que vi la puerta entreabierta en Waterloo solo había considerado el viaje de Arrimadas como una necia provocación, a través de aquel ángulo oscuro vi la oportunidad que brindan siempre las puertas. Vi la política.

La candidata Arrimadas podría haber dado un paso al frente y luego otro y haber avanzado -incierta, joven, decidida- hacia aquella fachada, haber empujado con suavidad esa puerta, lo justo para entreabrirla un poco más y que aquel plano adquiriera la dimensión, el peso de la historia. Pero Arrimadas no tuvo la inteligencia de los sabios ni la astucia de los estrategas. Y lo que pudo ser grandeza fue patetismo, lo que pudo ser elegancia fue zafiedad, lo que pudo ser construcción fue nada. Porque Arrimadas no fue a Waterloo a hacer gran política sino ínfima campaña electoral. Y la hizo mal. Estando en Waterloo, donde se le entreabrió, con aquella puerta, una página fundamental de la historia política de la España que dice defender, hizo una campaña de andar por casa arañando el voto del vecino del quinto.

Rompiendo el protocolo, el guion, la corrección, la expectativa, Inés Arrimadas podría haber conseguido algo histórico y además haber cumplido de verdad con sus quimeras políticas: ser todos los españoles, ser todas las catalanas. Haciendo lo que hizo (esa pancarta, ese grupúsculo) solo logró algo previsible, caduco, ridículo y fugaz. Dice que fue a Waterloo a hacer lo que no hace el Gobierno, ni Sánchez ni sus ministros, pero ella no hizo absolutamente nada, más allá del torpe escrache y del dudoso voto de un vecino del quinto que a poco que tenga sangre en las venas habría preferido que España hiciera en Waterloo un papel más glorioso.

No entreabrir puertas o no cruzar las que otros entreabren es lo que nos ha conducido hasta esta situación crispante y desmoralizada. Preferir la repetición insultante (Arrimadas se refiere reiteradamente a Puigdemont como “fugado de la justicia”), apelar sin descanso al 155, no tener bastante con la cárcel y el exilio, es solo afán ciego de venganza. El Estado, la mayor parte de las formaciones políticas y el sector de la sociedad que llega a jalear la situación de los presos políticos catalanes, está comportándose con un sadismo propio de otros tiempos. Cuentan con la irresponsabilidad mayúscula del jefe del Estado, Felipe de Borbón, con la ayuda de los medios, con el odio de la ultra derecha, con la gasolina de la derecha, con la equidistancia de la socialdemocracia y con el desconcierto de la izquierda. Todos ellos encerrados -y ni siquiera es una novela de Marsé- con un solo juguete: Catalunya.

Para que la claustrofobia política no haga estallar los quicios de las puertas de lo que llamamos España, conviene y urge entreabrirlas, aceptar la invitación de cruzarlas y hablar, escuchar, negociar, pactar. Inés Arrimadas tuvo ocasión de haber recorrido el pequeño tramo que distingue a una política cualquiera de una líder singular. Su gesto (soltar la pancarta, hacer a los suyos una seña de calma, mirar al frente, subir ocho peldaños, atravesar la puerta blanca de Waterloo) habría dado un giro de nobleza a su vida política y una esperanza a la de todos. Habría hecho historia. Optó por hacerse una mala foto.

Arrimadas no tuvo la capacidad de verlo. Pero en la puerta entreabierta en Waterloo hay una carga de significado que el resto debemos apreciar. Necesitamos, aquí y en Waterloo, la oportunidad de esa y muchas puertas entreabiertas. Porque esa grieta en el muro contiene lo esencial del relato y puede contarlo todo. Como la ropita tendida de Aldecoa.

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