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Vox da miedo

Santiago Abascal en un mitin en Valencia

Carlos Elordi

Su líder no estuvo en los debates. Y eso seguramente le favoreció. Porque no se quemó y porque su ausencia agrandó su aureola de alternativo. La gente de Vox sale poco en los grandes medios pero manda en las redes sociales, que maneja muy bien, hábilmente instruida. Llena sus mítines con miles y miles de seguidores enfervorizados. Pero sobre todo va bien en las encuestas y no pocos temen que vaya muy bien. Vox puede dar la campanada este domingo. Y eso da miedo. Porque si tiene la oportunidad de hacerlo, está dispuesta a destruir sin miramientos las bases y los principios sobre los que se asienta nuestra democracia.

Hace un año nadie habría dicho que un partido de ultraderecha pura y dura iba a ser la referencia central de unas elecciones generales en España. Pero hoy lo es. Porque si obtiene los resultados que algunos le vaticinan en las últimas horas, hasta 50 o más diputados, hay quien dice que hasta 70, no sólo haría que la derecha ganara las elecciones, con Vox como frontispicio de cualquier futura coalición conservadora, sino que también propiciarían crisis en sus socios, empezando por el PP, que le reforzarían aún más de cara al futuro.

Pronósticos como los citados no tienen bases demoscópicas muy serias. Algunos pueden hasta ser interesados, pues deberían servir para animar a alguna gente a votar contra Vox. Pero ese run-run, a veces rayano en la histeria, es una sensación que manda ahora en bastantes círculos políticos y que más de un experto en encuestas alienta aduciendo que buena parte del voto indeciso puede ser un voto oculto a Vox.

De otro lado, son muchas las personas que proclaman a viento y marea que ellas van a votar al partido de Abascal. Porque hay que meter en vereda a los catalanes, porque ya está bien de Estado de las Autonomías, porque los emigrantes se están haciendo con España, porque hay que sacar del Estado a tanto enchufado que no hace nada, porque el feminismo se ha pasado y porque la derecha que tenemos no vale para hacer nada de eso. Lo de las armas ya no genera tanto entusiasmo, pero no pocos lo ven bien.

Esa proclamación de una militancia, que hasta hace poco era casi clandestina, es inquietante. Se puede detectar en muchos ambientes, de mayores y de jóvenes, sobre todo hombres. Y no solo sugiere que la gente de Vox está segura de que van a tener un gran resultado, sino que creen a pies juntillas que ha llegado el momento de su causa. Hay demasiados precedentes históricos y más recientes en buena parte de Europa, como para despreciar las consecuencias que puede tener ese entusiasmo.

Un fenómeno tan notable como el Vox de nuestros días no ha podido nacer de la noche a la mañana. La ultraderecha estaba ahí desde hacía tiempo, buena parte de ella venía directamente del franquismo y nunca tragó con la democracia. Más o menos oculta en el interior del PP que supo pastorearla, pues no pocos de sus dirigentes conectaban perfectamente con sus planteamientos. Sacaba de vez en cuando la cabeza, como en los años más duros de ETA, pero luego volvía al silencio aparente. Eso sí, condicionando siempre la política del PP, que por su existencia y peso interno nunca pudo ser un partido de centro-derecha.

La corrupción y la crisis catalana han sido sus ocasiones para dar el gran salto adelante. La primera, en un proceso de años en los que una y otra vez se vio claro que la dirección del PP ni quería ni podía hacerle frente, porque también indignó a no pocos de sus militantes y simpatizantes, que se quedaron sin argumentos para defender a su partido. Y que les llevó a concluir que dentro del mismo no tenían nada que hacer. Que había que inventar otra cosa.

Y la segunda porque el proceso independentista tocó el punto más sensible de esa España centralista de derechas que nunca había aceptado ni el estado de las autonomías ni las concesiones al nacionalismo vasco y catalán. Y que tragaba porque se la trataba bien y porque nada podía hacer cuando los dirigentes del PP aceptaban sustancialmente los acuerdos de la Transición en esas materias. Y todos los demás, salvo el sector centralista del PSOE, miraban para otro lado cuando se les decía que en España había mucha gente, alguna muy influyente, que rechazaba lo que se estaba haciendo en el terreno autonómico.

Hasta que llegó el 1 de octubre catalán y a los ojos de la gente que ahora está con Vox, y de unos cuantos más, Rajoy apareció como un timorato inútil que no sabía qué hacer. Y que encima estaba implicado en las tramas de corrupción. Abascal y los suyos, gentes sin pedigrí político significativo, como siempre ocurre en situaciones similares, supieron ocupar el vacío que todo lo anterior había generado. Sobre todo con mucha decisión de tirar para adelante. Que ideas nuevas no tenían ni una y que buena parte de las que proclamaban y proclaman procedían del ideario del franquismo. Que está claro que no ha muerto para nada. Aunque parezca mentira. O de los planteamientos morales de los sectores más ultramontanos de la Iglesia Católica.

Todo ese conglomerado amenaza ahora con entrar en el Gobierno. Pablo Casado acaba de abrirles la puerta del mismo si gana la derecha. Albert Rivera balbucea al respecto. Pero si los augurios demoscópicos más pesimistas se cumplen, eso ocurrirá. Aunque un hipotético ascenso de Vox se produzca a costa de una pérdida de votos de sus socios conservadores.

La única manera de evitarlo es que los demás partidos, y particularmente el PSOE y Unidas Podemos, alcancen las cotas más altas de escaños que le pronostican los sondeos. Es decir, que la izquierda gane este domingo. Es posible. Si la gente que no está con Vox ni con la derecha opta por votar y no por quedarse en casa. Ojalá lo haga, aunque muchos tienen motivos de sobra para pasar de todo. Porque de lo contrario, lo que vendría sería espantoso. Desde ya mismo. Pero sobre todo más adelante.

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