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Unas gotas de corporativismo boomer

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No me gusta el corporativismo. Soy más ciudadano que pensionista, pero la matraca en las redes contra el sistema público de pensiones ha acabado haciendo inevitable este desahogo.

Como “víctima” que entiende poco de economía, que no es experto pero sí persona interesada, me molesta el sesgo ideológico de muchas de las informaciones que determinados expertos usan en sus tesis críticas, cuando no catastrofistas, sobre el sistema público.

Hasta hace poco el eje argumentario de los detractores del sistema se sustentaba en la evolución demográfica, en el hecho de que cada vez menos trabajadores/cotizantes iban a financiar el coste de las pensiones. Quienes subrayan ese dato hablan siempre de “gasto” de un modo peyorativo y eluden que también mejora la productividad, es decir, la creación de riqueza. Sus estadísticas se centran en datos demográficos y cifran el porcentaje de “gasto” en pensiones respecto del presupuesto público, nunca respecto del PIB. Un buen truco, porque es más resaltable lo que el Estado gasta en los casi 10 millones de pensionistas que hacerlo respecto del total de la riqueza creada. Por hacer un poco de demagogia: el patrimonio de Amancio Ortega equivale a los ingresos de esos 10 millones de pensionistas durante todo un año.

Los análisis han virado a lo generacional, creo que porque la derecha piensa que hay veta electoral en ese terreno. El argumento crea dos bloques básicos con el fin de enfrentarlos, los jóvenes que tienen menos de 30 años y los boomers, quienes tenemos más de 61, y se apoya en la comparación de salario y pensión media. En este caso utilizan el truco de hacerlo con las que llaman “nuevas pensiones”, no con la pensión media de jubilación, y mucho menos con la pensión media, la que incluiría incapacidades, viudedades y orfandades, prestaciones muy inferiores a la media a la que aluden. También menores que el salario de las generaciones jóvenes.

En su hipérbole clasista califican de exceso que las pensiones sean incrementadas según el IPC, pero no parece que deseen que eso también ocurra con los asalariados jóvenes, o que la banca, los seguros, las energéticas, las inmobiliarias usen ese mismo índice para limitar el alza de sus servicios. Todo ello magnificado con gráficos coloreados, titulares catastrofistas y un lenguaje ideologizado: despilfarro, generosidad de las pensiones, injusta indexación al IPC, asfixia de las jóvenes generaciones…

Por cierto, en un sistema de capitalización las cotizaciones sociales habrían acumulado un capital de cerca de 850.000 millones de euros entre 1977 y 2017, lo que daría para pagar las pensiones unos cuatro años. Ese dinero se usó, justamente, en universalizar la sanidad pública, la dependencia y en otras inversiones sociales. Por cierto, según algunos estudiosos 42 céntimos de cada euro de las pensiones retorna a la economía real mediante impuestos y creación de empleo. Por cierto, según referencias oficiales el cuidado familiar infantil, no regularizado y principalmente femenino de las boomers, supone cerca de un 6% del PIB.

En fin, para un mejor refuerzo de los “por cierto” está la avalancha de datos que Alberto Garzón ha expuesto para desmontar las tesis de los trileros de la derecha en un artículo de lectura obligada de este mismo medio “No son los boomers: es el capitalismo”, pero sí me gustaría hacer honor al titular y desahogarme con unas gotas de reivindicación generacional.

La primera huelga por el sistema público de pensiones fue convocada en 1985. Yo tenía entonces 32 años y no estaban entre mis preocupaciones más acuciantes las condiciones de acceso y cálculo de la jubilación, pero participé, como cientos de miles de los hoy boomers, entonces jóvenes, en un acto de solidaridad intergeneracional. También lo hice en la huelga general de 1988, la de mayor impacto participativo de la historia reciente, defendiendo la vinculación de las pensiones al IPC, el empleo juvenil y público y otras demandas populares. Entonces todavía a 28 años de mi jubilación. Su éxito residió precisamente en una concepción unitaria, intergeneracional de la reivindicación social, que unió en las calles a trabajadores y trabajadoras en activo y pensionistas, a jóvenes y gente de todas las edades, porque como bien dice Garzón en el artículo antes mencionado “la auténtica brecha no separa a jóvenes y mayores, sino a quienes dependen de su trabajo y a quienes viven del trabajo ajeno”.

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