El prolífico historiador Tony Judt nos enseñó que “como mejor se mide el grado de esclavitud en que una ideología mantiene a un pueblo es en la colectiva incapacidad de éste para imaginar alternativas”. Judt se refería al comunismo. Pero hoy esa misma reflexión es aplicable al “austericismo” en el que vivimos inmersos desde que en mayo de 2010 las autoridades europeas decidieran que la única receta para afrontar la crisis era la “austeridad extrema”.
Demonizado el déficit público y santificado el pago de los intereses de la deuda soberana, el debate en Europa se ha centrado en los recortes sociales (incluidas, en esta categoría, muchas de las reformas estructurales puestas en marcha). Dos años y medio después del camino emprendido por la Unión Europea, ¿quién se acuerda de que la crisis de origen financiero se inició en Estados Unidos? ¿y que el incremento del déficit público no fue la causa, sino la consecuencia de esa crisis?
Dejando a un lado el hecho de que las políticas de austeridad han convertido la crisis internacional en una crisis europea y están siendo utilizadas para sustituir el modelo social europeo por otro tan “competitivo” como antisocial, es interesante reparar en los “efectos colaterales” que se están produciendo. Especialmente, en los países intervenidos (eufemísticamente rescatados) por la troika (Comisión Europea, Fondo Monetario Internacional y Banco Central Europeo), que son los que más sufren el rigor del “austericismo”.
La inestabilidad política (con la convocatoria de elecciones anticipadas), la conflictividad social y el descontento político de los ciudadanos es algo que han compartido Grecia, Portugal, España y, aunque en menor medida, también Irlanda.
En España -que probablemente se vería obligada a adoptar nuevas medidas de ajuste ante el rescate completo de su economía- la cohesión social y el consenso en torno al Estado autonómico ya se han visto resquebrajados. Pero, además, está quedando anulado en el terreno político el debate sobre cuáles van a ser los motores de nuestro crecimiento económico. Un debate que, en un país, como el nuestro, en el que se ha derrumbado el sector (inmobiliario) en el que se asentaba la creación de empleo, no sólo no se puede posponer, sino que tendría que ir unido (y ser coherente) a la política que se está aplicando para reducir el déficit.
Por otra parte, ¿no resultaría más eficaz transmitir la imagen de un país que se plantea colectivamente cuál va a ser su modelo productivo, que hacer interminables road shows al más alto nivel para vender una “marca España” en la que, pese a insistir en que la economía española es la cuarta de la zona euro y tiene gigantes empresariales como Inditex, ha perdido credibilidad? Además, ese debate no sólo serviría para lanzar un mensaje de confianza a los mercados (y autoridades europeas), sino también a una ciudadanía cada vez más pesimista sobre el futuro.
La obsesión por reducir el déficit (lo urgente) no impide que en España la clase política (y la sociedad) aborde cuál va a ser el proyecto del país (lo importante). Y, por mucho, que los dirigentes del PP insistan en que las medidas que están adoptando es para generar crecimiento y se aferren a un futuro prometedor que nunca llega, los ciudadanos son plenamente conscientes de que estas medidas no tienen como objetivo crecer y crear empleo a corto plazo, sino realizar el ajuste impuesto (tras el que más tarde que pronto, vendrá un crecimiento basado en la precarización laboral y social).
Sólo hace falta leer el documento de la actual Estrategia Española de Política Económica, en la que se sustentan las reformas que está realizando el gobierno de Rajoy, para darse cuenta de la carencia de ese proyecto de país.
Si cuando salgamos de la recesión -ya vamos camino de cinco años-, nos vemos abocados, como apuntan las últimas previsiones del Fondo Monetario Internacional, a un lustro marcado por el bajo crecimiento y el elevado desempleo, nos enfrentaríamos a una década perdida. ¿No podemos impedirlo?; ¿Debemos resignarnos y esperar pasivamente hasta que llegue el crecimiento para poder hablar del modelo productivo y, en definitiva, de la sociedad que queremos para nuestro país?; ¿debemos aceptar que lo normal es tener una tasa de paro de dos dígitos y ser los campeones del desempleo en la Unión Europa?
Hemos de reconocer que en España nunca se ha tomado en serio el debate sobre el modelo productivo. En la época de bonanza nos conformamos con apostar -alentados por el acceso al crédito fácil y por los que entonces ensalzaban el milagro español y ahora nos señalan como el contraejemplo de lo que se debe hacer- por un modelo poco “sólido” como era el basado en la construcción. Entonces bastaba con que, al calor de la burbuja inmobiliaria, se crearan puestos de trabajo de forma rápida y masiva. Tan rápida y masivamente como esos empleos se destruyeron, después, cuando la burbuja empezó a desinflarse. Sólo la crisis hizo que, con poca fortuna, el anterior gobierno planteara en 2009 el debate sobre el modelo productivo y aprobara posteriormente la denostada Ley de Economía Sostenible.
Hoy se insiste machaconamente en que lo importante es exportar, emprender y crear un marco favorable para fomentar las inversiones privadas. Pero ¿eso es suficiente?; ¿no tendríamos que centrarnos en debatir cuáles deberían ser los sectores estratégicos para nuestra economía? Por ejemplo, ¿cómo debe ser la política industrial?; o ¿cómo tener una verdadera política de I+D+i, más allá de las declaraciones retóricas?
Si en la primera década de este siglo XXI, España se dejó llevar por el sueño y autocomplacencia del nuevo rico, en esta segunda década no debería limitarse a ser ese país del sur de Europa que ofrece turismo, playa y buena gastronomía, mientras forma a jóvenes altamente cualificados que el mercado laboral no puede absorber. ¿Se convertirá España en la fábrica de mano de obra cualificada de los países del norte de Europa y de los países emergentes? No está sólo en juego el futuro del Estado de bienestar, sino el modelo económico con el que saldrán adelante las próximas generaciones.
Como responsable de la política económica, el gobierno de Rajoy debería liderar este debate, promoviendo la creación de un grupo de trabajo, con expertos, que elaborara un documento estratégico a partir del que se llegaran a acuerdos de Estado y se adoptaran decisiones políticas. En ausencia de ese liderazgo, el resto de las fuerzas políticas deberían alentarlo. Este debate es mucho más relevante para las cerca de 5.700.000 personas que en España, de acuerdo con los datos de la última EPA correspondiente al segundo trimestre de 2012, quieren trabajar y no pueden hacerlo, que hablar sobre el reparto de las (menguantes) prestaciones sociales. También para el creciente número de personas -sobre todo, jóvenes (y no tan jóvenes) cualificados- que ven en la emigración la única vía de escape para luchar contra la lacra del desempleo.
Pese a las dificultades, España tiene la oportunidad de definir su proyecto (económico) de país. Un proyecto a partir del que el gobierno de Rajoy podría presionar a las autoridades europeas para salir de la perversa espiral (recortes-recesión-recortes) en la que nos encontramos atrapados. Y el momento de hacerlo es ahora en el que, ante el sombrío horizonte económico al que se enfrenta Europa, son cada vez más -incluso desde los sectores más ortodoxos- los que cuestionan los beneficios del austericismo. ¿Perderemos esa oportunidad?