Tras la toma de Córdoba en 1236, el rey Fernando III adquirió por derecho de conquista la mezquita aljama de la ciudad. Inmediatamente la entregó a la Iglesia para que la convirtiera en catedral. La naturaleza de esa transmisión está hoy en disputa tras la publicación de un informe encargado por el Ayuntamiento de Córdoba. ¿Hubo donación de la propiedad a la Iglesia o se trató simplemente de una cesión de uso, reservándose la Corona el título de dominio? La resolución de esta pregunta puede tener importantes consecuencias. Es posible que la respuesta acabe sustanciándose en los tribunales, y como historiador estoy muy interesado en escuchar los argumentos de una y otra parte, así como el veredicto. Sin embargo, más allá de las evidencias jurídicas sobre la propiedad, creo que es importante que nos detengamos también a reflexionar sobre el sentido histórico que tiene la discusión sobre la posesión del monumento, sobre todo en relación con su interesantísima doble condición de mezquita y catedral.
Cuando Rodrigo Jiménez de Rada, todopoderoso arzobispo de Toledo en aquel tiempo, quiso hacer visible la conquista de Córdoba para los lectores de su historia de España, utilizó la descripción de la ceremonia de conversión en iglesia de aquella “mezquita de Córdoba, que aventaja en lujo y tamaño a todas las mezquitas de los árabes”. Desde entonces y hasta el siglo XIX, gran parte de los textos prefirieron olvidar el apelativo de mezquita y referirse al templo como “iglesia mayor”. Siguiendo esa tradición, el cabildo y el obispado cordobés han intentado últimamente que el monumento fuera conocido como “catedral de Córdoba” y no como mezquita, frecuentemente apelando a una presunta fundación cristiana anterior que daría legitimidad simbólica a su posesión. En este marco hay que entender las declaraciones que el actual obispo efectuó hace unos meses refiriéndose a la arquitectura como “bizantina” y negando su especificidad islámica. Fake newsepiscopales en un vano intento, me temo, de jugar en el campo de la historia del arte para actualizar viejos argumentos que hoy resultan tan estrambóticos como interesantes desde el punto de vista de la historia cultural.
Es relevante conocer que algunas de las historias de España escritas en los siglos XVI y XVII añadían que en la ceremonia de cristianización de la mezquita se había “reconciliado” el templo que anteriormente habían “profanado” los musulmanes. En 1575, el historiador Ambrosio de Morales, profesor en Alcalá de Henares, cronista real y padre fundador de la arqueología española, corregía el manuscrito de su descripción de la “iglesia mayor” para tachar la palabra “fundada” y decir que había sido solo “fabricada” por los omeyas. En otro párrafo eliminaba el término “mezquita” cuando se refería a sus orígenes. Morales ensalzaba el visible carácter islámico de la arquitectura, pero prefería situar su fundación en una cierta ambigüedad. Su discípulo el humanista, pintor, y racionero de la catedral Pablo de Céspedes dio un paso más estableciendo que se trataba de un templo cristiano fundado por los nietos de Noé tras el diluvio, convertido después en mezquita por los musulmanes manteniendo parte de su arquitectura fenicia, y devuelto a su estado natural de templo cristiano por Fernando III. Este argumento se convirtió en la interpretación oficial. Un capellán, Tomás Fernández de Mesa, decía en 1744 que se trataba de un edificio cristiano con 2384 años de antigüedad. Obviamente, de todos ellos poco más de 500 podían pertenecer al tiempo en que los musulmanes habían dominado la ciudad. Un fin de semana pensaríamos hoy. Con ello admitía que pretendía aclarar la interpretación del edificio para que los forasteros no se dejaran llevar por confusiones. Aunque sin tanto amor por la precisión en las fechas, tal sigue siendo la intención actual de la Iglesia. Además de las últimas palabras del obispo, el cabildo ha promovido excavaciones buscando restos de la basílica visigoda de San Vicente y ha editado folletos turísticos y libros relatando la historia del monumento como un templo cristiano procedente de la baja antigüedad, que vivió, digamos, una etapa islámica.
Entre las muchas lecturas que ofrece esta genealogía narrativa hay una que me parece especialmente interesante por cuanto conecta el problema de la interpretación (y posesión) del monumento con una perspectiva más amplia: históricamente se ha lanzado niebla sobre su origen porque resultaba conflictivo que una mezquita sirviera para definirnos y contribuyera a entendernos e imaginarnos como comunidad. Me temo que el lío estaba ya en marcha en el siglo XVI, cuando la mezquita comenzó a ser percibida de manera patrimonial, es decir como un monumento “nuestro” y no como un trofeo ganado a los “otros”. A partir de entonces la mezquita ha sido uno de esos espejos que se usan para reflejar identidad, y no solo aquella de los feligreses cordobeses, sino la de España como nación. Así ha ocurrido desde tiempos de Ambrosio de Morales, cuando empezaron a escribirse las primeras historias explícitamente “españolas” y se quiso que el origen de muchos de los restos de al-Andalus guardara relación con la demostración del primer cristianismo en la Península, y con Túbal, el mítico rey del que partía el linaje de la monarquía y la nación cristiana española. Entonces como ahora algunos aceptaban que las formas del edificio fueran islámicas, e incluso se encontraba orgullo en ello, siempre que la genealogía fuera originalmente cristiana. La niebla incluye también las imágenes de un olvidado NO-DO en las que Franco entraba en el templo recibido por los canónigos y rodeado de flamencas con el brazo en alto.
El edificio cuya propiedad ganó Fernando III al asalto no es solo una catedral (en la que no se deja rezar a los musulmanes), ni tampoco es ya solo la mezquita (en la que tampoco fueron bienvenidos los cristianos). El cristianísimo arzobispo Jiménez de Rada, el mismo que fijó la interpretación de la expansión hacia el sur de los reinos cristianos como “restauración” de España, no tuvo inconveniente en enterrarse envuelto en ropajes islámicos. La antigua mezquita, con sus construcciones renacentistas y barrocas, es otro ejemplo capital de la misma hibridación cultural. Naturalmente, cada tiempo tiene oídos para distintas historias. Por ello podemos pensar que el argumento de un edificio cuya característica más sobresaliente es la riqueza provocada por la combinación de arquitecturas islámicas y cristianas debería tratar aquí y ahora sobre intersecciones culturales. Y quizás parece claro que la complejidad de este acercamiento sea más fácil de alcanzar desde una gestión laica e históricamente más comprensiva que la que actualmente tiene el monumento en manos de la Iglesia. Independientemente de quién sea el titular en el registro.