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LA PLAYLIST DE…

Antonio López: “Me encantaría que aplaudiéramos, como se hizo a los sanitarios, a la gente del campo que trabaja para que comamos”

María Granizo

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Se acercó a los lápices y a los pinceles con la misma naturalidad que a los árboles de la plaza de Tomelloso donde creció jugando. Heredó la sangre de artista y el nombre de su tío paterno que le llevó de la mano al dibujo: “Eso fue providencial”. Pero nunca creyó que se dedicaría al arte: “Siendo un crío aprendí a escribir a máquina y también contabilidad porque aceptaba que trabajaría en alguna fábrica o en algo así. Pero cuando irrumpió la pintura, a mí me pareció que se me abría el mundo”.

Con 13 años, la memoria impregnada por el aroma de los alhelíes y el morado de los lirios de la finca familiar, por el sabor del pan frito en aceite y de la carne de membrillo, llegó al madrileño barrio de Las Letras. Allí hizo partícipe de su descanso y de su inicial soledad a un camastro de una pensión cercana a la casa donde murió Espronceda. El arte llama al arte. Un dibujo de estatua en un papel de un metro se convirtió en el símbolo de su porvenir: con él aprobó el ejercicio de acceso a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y se convirtió en el alumno más joven de aquella institución: “El niño que fui es la misma persona que el viejo que soy”. 

Interés infatigable y calificaciones inversamente proporcionales a su edad le permitieron ganar concursos artísticos, becas y bolsas de viaje. Con cada premio hizo un trueque para ampliar la mirada, viajar por Europa y estudiar: “El arte es de las pocas cosas que dignifican al hombre”. Con pinceles en la mano conoció la luz, con nombre de mujer, que le ha iluminado cerca de 60 años:  María Moreno. Con ella se fue de luna de miel a Alicante un mes de junio para “pintar juntos el mar”. Su amor esculpió dos hijas y varios nietos. Ella también plasmó en color “lo que no se puede expresar con palabras” y fue su cómplice para captar el sol del otoño en el membrillero de su jardín antes de que sus frutos comenzasen a caer: “Si lo quieres ver, en un árbol está contenido el universo entero”.

Buscando la perspectiva y la escala precisa, el ángulo desde el que capturar “el vuelo de una calle”, Antonio López es uno de los pocos artistas que expone en vida cuadros inacabados. Con la serenidad que da la sabiduría, él eleva la dificultad a obra de arte. Colocando el caballete en medio de la Gran Vía, delante de la familia real o en su propio jardín, ha esperado y espera a que llegue el grado preciso de luz para avanzar unas pinceladas y regresar al día, al año, a la década siguiente, y retratar la esencia de la comunión de ese instante: “Esa forma de trabajo, ese dejar las cosas, en ningún momento perjudica al cuadro. Y nunca, nunca, debilita el interés que yo tengo en él”.

Ni los pliegues del tiempo, ni las manos curtidas, ni siquiera la reciente ausencia de su compañera han gastado al artista la pasión ni el interés por la pintura: “Es el sustento de mi vida”.

El despertar de un genio

Su nombre, tan sencillo como su persona, abandera exposiciones aplaudidas en medio mundo. Él, vestido de austeridad, con delantal salpicado por su paleta, desplazándose en metro y arrastrando su caballete, busca la luz y la perspectiva como el corazón necesita la emoción. Su vida y su obra forman parte de la misma esencia. Por eso, el cuadro de su vanidad continúa siendo blanco, pese a ser uno de los pintores más cotizados: Premio Príncipe de Asturias y Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, Premio Pablo Iglesias, Miembro Honorario de la American Academy of Arts and Letters de Nueva York, Miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Premio Velázquez de las Artes Plásticas, Doctor Honoris Causa por la Universidad Complutense y un sinfín de títulos más. Su obra Madrid desde Torres Blancas alcanzó, hace una década, los 1´7 millones de euros en una subasta. A él no le inmuta. El valor de su firma tampoco ha hecho mella en la honradez que mamó de la familia de labradores en la que abrió los ojos al mundo un bendito 6 de enero. Aquel lunes festivo de 1936, los Reyes Magos quisieron celebrar su onomástica regalándonos un genio: “La búsqueda del éxito es indecente, hay que intentar huir de eso como de la peste bubónica”.

El sobrino de Antonio López Torres, el pintor tomellosero que vaticinó su éxito, un día dejó de corretear por las calles con sus tres hermanos menores. Descubrió dormidos unos libros del abuelo que lo arrastraron para siempre a su devoción por la lectura: “Guerra y paz de Tolstói, El conde de Montecristo, Los trabajadores del mar, Los miserables de Víctor Hugo, Hermann Hesse, Thomas Mann, Pío Baroja y La metamorfosis de Kafka, que me impresionó muchísimo”. Las matemáticas y la geometría no las entendía. Pero leía, escuchaba y miraba. De la observación nació la imitación. Con 12 años copiaba, incansable, láminas que reproducían cuadros del siglo XIX: “Mi tío tuvo la sabiduría de no intervenir, de dejarme a mi aire. Un año después, ya empezó a llevarme de la mano. Me puso una mesa con unos objetos e hice el primer dibujo al natural. La perspectiva, la fuga de la mesa, la organización de las formas, todo eso no me costaba. Así empezó todo. Mi tío logró convencer a mi padre para que me dejara venir a prepararme a Madrid. Yo sabía que si no lograba entrar en la Escuela de Bellas Artes tendría que regresar a mi pueblo. Pero lo conseguí y ese fue uno de los días más importantes de mi vida”. Dejar su hogar siendo un crío, para que otro sitio se convirtiera en su lugar, le enseñó que “la gente emigra para saber más y para realizar su sueño. No hay otra cosa”.

Hitchcock, Woody Allen y el valor de la experiencia

En la España de la posguerra, el cine era una fácil ventana al mundo, pero catalogada por la jerarquía eclesiástica: “Se exponían listas en las iglesias con la valoración moral de las películas que se estrenaban”. Desde crío, Antonio se aficionó a ver las muestras de suspense de Alfred Hitchcock en el único patio de butacas de Tomelloso: “Pese a ser pequeño, siempre me dejaron entrar, nunca me detuvieron”. Recuerda, con la misma nitidez de sus pinturas, a Joan Fontaine en una de aquellas cintas vistiendo la chaqueta de punto, sin cuello y abotonada, que acabó bautizándose con el título del filme: Rebeca.

En Madrid, sus tardes de domingo también se consumieron en cines, en salas de sesión continua que invadían el centro de la capital y en las que años después descubriría la filmografía de Woody Allen: “Tiene mi edad, 85 años, sigue trabajando y cuando no lo hace es porque no le dejan. A mí cuando sale él en sus películas no me gusta, me cansa muchísimo. Pero claro que me gusta su cine y es una persona que sabe mucho de la vida. En mi actual exposición en Valencia conjunta con Mari, mi mujer, he reparado en que alguna obra de los últimos años a lo mejor no está hecha con ese nivel técnico, con ese poder que tiene la gente con juventud, que tiene más vista, que no se cansa. Pero el hombre o la mujer mayor, si no se ha corrompido, tiene cosas que decir que solamente las puede expresar la persona mayor. Goya, por ejemplo, que alcanzó una edad avanzada para la época, hizo en su última etapa cosas que están muy bien. Parece que a la juventud se le puede sacar mucho partido: se le saca el dinero, se cuenta con ella porque es más manejable, tiene más que ofrecer a esta sociedad de consumo, entra más en el juego. Pero la gente mayor ahí está y hay que tenerla en cuenta. A mí me gusta mi edad, me ha gustado siempre la edad que he tenido. Y me gustan los cambios que la edad introduce. Sean los que sean, siempre eres tú”.

El sonido de la vida

Con 70 años menos y la luz de su pueblo nacida en los recuerdos, a 200 kilómetros de su casa, en Madrid, Antonio encontró su “porvenir como pintor y como persona”. Fiel a las cosas que le gustan, ha seguido pintando las flores y las frutas que envolvieron de color su infancia. Pero también incorporó algunas nuevas que guiaron su arte “y sobre todo” su vida. En la Escuela de Bellas Artes de San Fernando conoció a quienes serían sus amigos, compañeros de generación y nueva familia: los hermanos escultores Julio y Francisco López, el pintor y literato Francisco Nieva, Lucio Muñoz, Isabel Quintanilla y Amalia Avia. “Me considero una persona que ha tenido mucha suerte porque el camino no es fácil. Pero yo siempre me he acercado a los mejores. He tenido mucho olfato para saber cuáles son, eso es una cosa que se tiene o no se tiene. Los mejores no eran ni los más ricos ni los que más levantaban la cabeza. Para mí eran los que sabían más. Lo veía enseguida y ahí me acercaba, para aprender”.

También se aproximó a “la pintora de la luz”, de la delicadeza y de los Los Jardines de Poniente, María Moreno, con la que caminando al unísono por el realismo e hiperrealismo se casó en 1961: “Yo tenía 18 años y estaba en quinto curso cuando la conocí. Ella era un poco mayor y comenzaba primero. Era muy guapa y su pintura siempre expresaba la belleza de las cosas, la serenidad, la calma, y algo muy elevado espiritualmente que te ayuda a vivir. Y eso no es habitual. La vida se retrata de otra manera desde Van Gogh en adelante. Es una representación del mundo muy trágica. Picasso, Bacon, Giacometti, expresan cosas muy oscuras del mundo. Y no solo en la pintura, también en la literatura, en Kafka y antes de él Dostoyevski: leerlo se las trae, ¡qué cosas cuenta! Lo mismo sucede en el gran cine, el último, de Buñuel en adelante, con frecuencia no lo puedes ver de lo duro que es. Y esa dureza los artistas la están sacando de la vida, de las cosas que pasan. El hecho de elegir un lavabo para pintarlo, en vez de elegir unas flores, hace que me haya metido a trabajar cosas que ya en principio son duras. Yo el periódico sí lo leo, pero ya no veo la tele ni escucho la radio. No es una decisión que haya tomado de un día para otro, sino que cada vez me daba más pereza, me parecen muy invasivas: esas imágenes, esas voces tan fuertes, esas cabezas tan grandes que salen de la pantalla. Me parecía demasiado ¡Demasiada gente aquí, en la habitación! Yo quiero el sonido de las cosas, el sonido de la vida. Pero, de vez en cuando, me gusta escuchar música clásica y música popular que me encanta. El arte me ha mejorado mucho. Hacerlo y, sobre todo, ver lo que hacen los demás, me hace la vida más confortable y la entiendo mejor. Pero si hay una noticia que me gustaría recibir es que, igual que se ha aplaudido a los médicos y a la gente que estaba sacando adelante todo el problema que hay con la pandemia, se hiciera lo mismo con la gente que trabaja para que comamos. Hay que darle muchísimo valor a esa gente del campo, y del mar, que lleva una vida muy sacrificada, muy dura. Esa gente tiene un mérito inmenso, gana poco y es menospreciada. Para mí es lo primero que habría que hacer, antes que ninguna otra cosa. Pero no sé si eso va a ocurrir alguna vez”.

Con brochazo ensombrecido, pero buscando el ángulo de la esperanza, una fotografía del Ateneo le recuerda que allí, en diciembre de 1957 hizo su primera exposición individual. Después vinieron otras, el inicio del desarrollo de su capacidad escultórica y, con 29 años, su primera muestra en Norteamérica y el elogio de la crítica. Vivir plantando el caballete ya fue un poco menos complicado: “Lo que más me gusta de España es España, me parece un país privilegiado, aunque los españoles seamos, a veces, unos pesados, unos petardos, somos muy guerreros, muy 'enredantes' y estamos siempre metidos en unos líos que no sé si sirven para vivir. Y es porque estamos en un país que da mucho”.

Su sencillez también lo entrega todo. Con la mirada limpia de sus ojos claros, un pincel en la mesa acechando a sus manos y combatiendo la soledad de su trabajo con generosa e inolvidable conversación, Antonio López despide su Playlist. A sus ochenta y cinco años se ata de nuevo el mandil para continuar perpetuando membrillos en escayola, haciendo inmarchitables las flores y acariciando el lienzo con una sabiduría y arte magistral que conmueve: “Mi deseo para los días de hoy es que no cojamos ninguno el coronavirus. Y mirando un poco más lejos, poder seguir trabajando bien: me gustaría ser mejor y saber más”.

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