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¿Qué es...?

El trastorno dismórfico corporal, cuando el defecto más nimio se convierte en una obsesión

Samuel Martínez

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Suele aparecer en la adolescencia, pero no de forma exclusiva. “Digamos que ese es el momento en el que las personas inician muchos de los contactos sociales que serán importantes en su vida y su imagen empieza a cobrar relevancia”, explica a este medio Luis Antón, psicólogo del centro madrileño IPSIA Psicología. Define el trastorno dismórfico corporal –o TDC, en sus siglas– como “el conjunto de conductas en una persona que, de forma obsesiva, tiene una preocupación excesiva por lo que ella misma considera un defecto físico real o imaginado”. En el caso de que sea un defecto real, continúa, “los diagnosticados de TDC lo viven y lo perciben exageradamente”. Pero el problema, por supuesto, no termina ahí. En un artículo en la revista científica Nursing 2019, la profesora de enfermería en el Vermont Tech Amanda Perkins habla de la cantidad de tiempo que los afectados por el trastorno dedican a “la percepción de sus defectos y la manera de ocultarlos”, unos pensamientos negativos que “pueden interferir en su calidad de vida y en la capacidad de llevar a cabo sus actividades cotidianas”. En la misma línea, Antón apunta que ese estado de preocupación puede causar un deterioro en aspectos laborales y sociales.

La mayor parte de todas esas preocupaciones se dedican, tal y como apunta el psicólogo, a la vigilancia del defecto y a la evitación de que otras personas lo vean. Pero, ¿de qué tipo de defectos estamos hablando? “Son defectos físicos”, apunta Antón, “y tienen que ver, en su mayoría, con el estado de la piel, el cabello, el peso, la nariz, los dedos del pie, el abdomen y los pechos”. En su artículo Trastorno dismórfico corporal: la búsqueda de la perfección, Perkins señala que los pacientes de TDC “pueden llegar a sentirse amenazados por sus defectos” y a tener la sensación constante de que el resto de la sociedad los define, a ellos mismos, precisamente por sus defectos y no por el resto de sus atributos tanto psicológicos como físicos. “Intentarán ocultar esos defectos con ropa o maquillaje”, completa Antón, “y, poco a poco, irán apareciendo comportamientos repetitivos provocados por los intentos de control de lo que piensan los demás de ellos y de sus defectos”. El psicólogo añade que, al principio, todos esos comportamientos ayudan a los afectados a sentirse mejor, pero, a largo plazo, les producen insatisfacción en las diferentes áreas de su vida. 

Y, avanzado el trastorno, es esa insatisfacción, el miedo al rechazo y la vergüenza lo que puede llevar a los pacientes a preferir quedarse en casa en vez de cultivar su vida social. Tienen miedo de ser “vistos, juzgados y ridiculizados por los demás”, completa Perkins en su artículo. A medida que pasa el tiempo, y si los afectados no se ponen en manos de especialistas, “la obsesión por que las personas que los rodean no se percaten de sus defectos puede ir ganando más y más espacio en su vida”. Luis Antón lamenta, por otra parte, que quien sufre síntomas de trastorno dismórfico corporal suele tardar mucho tiempo en acudir a un profesional de la salud: “Es posible que el TDC esté infradiagnosticado por la dificultad que tiene quien lo padece de explicar sus síntomas”. En consonancia con el psicólogo, Andrea Perkins resume: “El paciente típico de TDC sufrirá en silencio diez años antes de recabar ayuda y recibir el diagnóstico”. 

¿A más exposición en redes sociales, más insatisfacción corporal?

Han corrido –y corren– ríos de tinta acerca de cómo condicionan las redes sociales la relación de los usuarios con su físico. Antón no deja lugar a dudas a este respecto. Desde su punto de vista, “las redes sociales nos han expuesto a una cultura de la imagen en la que la belleza se ha vuelto más importante de lo que era”. Asegura que las redes sociales, los selfies y los filtros de belleza –que permiten a los usuarios cambiar algunos rasgos de su fisonomía en las fotografías– ponen en bandeja a esos usuarios la comparación con personas a las que consideran más atractivas y eso “puede fortalecer o aumentar el problema de las personas que padecen TDC”. Por su parte, y también en conversación con este medio, la psicóloga Denisa Praje considera que “las redes sociales en sí mismas no son dañinas”, pero “pero que sí puede serlo el uso que hacemos de ellas”. El problema, continúa, “es que establezcamos asociaciones como 'belleza igual a éxito'. En muchas cuentas de algunas redes sociales aparece asociado un tipo de cuerpo a cenar en restaurantes bonitos, tener dinero, mucha aceptación social, etc. y esa asociación es peligrosa”.

Luego está la aprobación y la recompensa de los likes. “Si yo obtengo más 'me gusta' en bikini que vestida”, expone la psicóloga, “estoy aprendiendo que soy más deseable así”. Del mismo modo, “si veo que metiendo tripa me acerco más a los cánones que gustan en esas redes sociales y también obtengo consecuencias más deseables, voy a aprender que existe una imagen más deseable de mí”. Eso puede acabar obsesionando a algunas personas con una versión poco realista de ellas mismas y, por ende, puede hacerlas caer en una 'hipervigilancia' de su cuerpo y en la creencia de que el resto las juzga continuamente por algún rasgo físico concreto. “Si, por ejemplo, considero que mi nariz no es perfecta y me la miro continuamente, es fácil caer en el pensamiento de que todo el mundo me la está mirando, aunque no sea así”. Y en esto los filtros de belleza juegan un papel determinante. 

“Son herramientas que te deforman la cara estéticamente”, apunta Praje: “Puedes llegar a 'dehabituarte' de tu propio rostro y que te resulte extraño o indeseable sin aplicarle esos filtros”. En su artículo en Nurse 2019, Amanda Perkins insiste en la misma idea: “Cada vez son más las personas que llegan a las consultas de cirugía estética pidiendo a los doctores cambios para asemejarse a esos filtros con los que se ven mejor en las redes sociales”. 

En cuanto a los números de afectados por trastorno dismórfico corporal, la Anxiety and Depression Association of America (ADAA) cifra entre los 5 y 7,5 millones  la cantidad de personas que lo sufren en Estados Unidos. “Y aunque los datos dicen que, en cifras globales, es alrededor de un 2% de la población el que lo padece”, tercia el psicólogo Luís Antón, “hay que tener en cuenta que, como se ha explicado en las líneas superiores, existe la posibilidad de que esté infradiagnosticado”. 

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