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Somos su dinero

Santiago Abascal (VOX), Pablo Casado (PP) y Albert Rivera (Cs), en la protesta del pasado domingo en Madrid.

Lolita Bosch

Casado quiere que se vaya Sánchez. Arrimadas, que se vaya Torra. Y una gran parte de los países del mundo quieren que se vaya Maduro. Parece que no sólo no estamos respetando la democracia sino que tenga más razón quien más lejos llegue: la nación moral, la está llamando estos días Pablo Casado. Como si en efecto hubiera una nación moral con valores enigmáticos que pasan por encima de los valores demócratas que sí nos hermanan y que sí son un logro social. Como si la democracia no fuera un derecho ciudadano sino la decisión de millones de personas que no saben pensar. Es decir, que la ciudadanía no fuéramos otra cosa que espectadores.

Esta percepción absolutamente religiosa del estado se extiende porque no es excesivamente difícil generar fanatismos que la sustenten. Hasta el extremo de hacernos poner en duda lo que consideramos que está bien o mal, o usando los preceptos y las leyes como herramientas de castigo y represión; sirvan como ejemplo la ley mordaza, la catalanofobia de algunos partidos políticos o la brutalidad con la que se trata la libertad de expresión. Pareciera que en esta España que no logra desembarazarse del fascismo no obedecer es traicionar. Como si hubiéramos perdido el derecho a ponernos en duda. ¿De verdad este es el país que queremos? ¿Somos conscientes de hasta qué punto estamos permitiendo que la extrema derecha marque nuestras agendas públicas, políticas y periodísticas? No estamos en un callejón sin salida que nos conduce al abismo, sino ante un dilema. Hace poco alguien me preguntaba si es cierto que en algunas lenguas indígenas de México no existe la palabra rendición. Es cierto, no existe. Es un lujo que se asume que no pueden permitirse. Nosotras, nosotros, tampoco deberíamos. Y bajar la guardia y dejarnos llevar es una de las peores formas de rendirnos.

¿Se acuerdan del “Que hablen mal de mí pero que hablen” de Oscar Wilde? Hoy sonaría infantil. Desde personajes perversos como Santiago Abascal a personas aparentemente vacías como Leticia Ortiz deciden de qué sí y de qué no vamos a hablar. En la prensa, en nuestras casas, con amigos, en reuniones, en el trabajo. Nos hemos instalado en una especie de indignación perpetua que nos está impidiendo pensar. ¿Cómo permitimos que nos siga sorprendiendo que Vox no escuche a las mujeres, Rivera provoque o Leonor se comporte hieráticamente? ¿Qué nos sorprende de eso? Ya lo sabemos. Eso es lo peor: Ya lo sabemos. Solo basta que nos detengamos un momento, recordemos que no hay nada sorprendente en la mayoría de las noticias que leemos y nos preguntamos qué es lo que de verdad necesitamos pensar y leer para hacer de nuestro mundo un mundo mejor. Para trabajar, como sociedad, por el bien común. Esta falsa incredulidad es cursi, cansada y aburrida. Este cándido estupor agota. Pero además, nos lleva a traicionarnos todo el tiempo. Nos convierte en ciudadanas y ciudadanos predecibles y, por lo tanto, manipulables. ¿Dónde quedó nuestro sentido del humor? ¿Nuestra capacidad de no hacer caso al susto constante? ¿Nuestra firmeza? ¿Nuestra fuerza? ¿Cómo permitimos que nos sigan tratando como un ejército de observadores, consumidores y trabajadores obedientes? Ya basta.

El periodismo es un ejercicio necesario que debe ayudar a construir personas críticas y exigentes. No carne de cañón de agendas económicas que nos hacen vivir en esta especie de acción-reacción constante. ¿Qué nos ha pasado? ¿Dónde está aquella izquierda combativa, sensata, resistente, pacífica y solidaria que logró cambiar este país y todas nuestras vidas, todos nuestros cuerpos? ¿Dónde aquellas mujeres que nos dieron derechos a las mujeres de nuestra generación? ¿Dónde la empatía? ¿Por qué estamos tan, tan enfadados los unos con las otras y sólo queremos tener razón y tener razón y tener razón? ¿Qué estamos tratando de ganar en esta carrera que nos mantiene agotados?

Qué ingenuidad. Qué simpleza. Recuerdo leer hace unos meses que la dicotomía amo y esclavo de Hegel ha desaparecido para que cada una de nosotras, de nosotros, seamos a la vez amas y esclavas. Ya no, pensé. El «Yo soy mía», que es un cartel que vi en la pasada manifestación por el día de la mujer en Barcelona, es una ilusión. Vivimos bajo la vigilancia, la paranoia y las maniobras que no buscan otra cosa que dinero, dinero y dinero. Somos las piezas imprescindibles de un mercado financiero que nos va tirando noticias y discursos y actitudes para que tengamos miedo y nos mantengamos cada vez más quietas, más obedientes, más sumisos.

Ya basta. Es agotador

A mí no me gusta que se hable de nosotros y vosotros, me dijo hace tiempo un amigo, no estamos enfrentados. He pensado mucho en aquella frase y no me la creo. No es necesario que vivamos conscientemente enfrentadas para decir nosotras y vosotras. Basta con entender que alguien está haciendo dinero con esta sensación de ahogarnos a cada rato en la que parecemos habernos instalado. Basta. Recordemos que sabemos sacar la cabeza fuera del agua, cerrar los ojos, respirar y pensarlo todo desde un lugar distinto. Más íntimo, más humano, infinitamente más nuestro. De otro modo, nos estamos comportando como dinero. Su dinero. Y de hecho les estamos saliendo muy baratos. Nuestra capacidad y su necesidad de asustarnos, sorprendernos y domarnos les da tanto dinero que nos estamos convirtiendo en las tristísimas piezas de negocios globales, del crimen organizado y la corrupción impune. O las tres cosas a la vez.

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