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La redistribución del sacrificio

Nueva York, con 729, es el estado con más casos de coronavirus en EE.UU.

Antón Losada

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El relato militar se impone en la gestión de la crisis del COVID-19. Desde Winston Churchill, ningún gobernante ha sabido resistirse a evocar aquella épica y su poderoso recuerdo, alimentado por décadas de cultura popular. La metáfora de la guerra es potente, interpela directamente a los sentimientos más profundos de cada uno de nosotros, refuerza la jerarquía y la demanda de un mando central que coordine y vigile y aplaza cualquier discrepancia a la derrota del enemigo.

Pero no todo son ventajas. Winston Churchill enfrentaba efectivamente una guerra y un ejército enemigo, con estrategas, problemas logísticos y estados de ánimo. Nosotros enfrentamos una crisis sanitaria y lidiamos con un virus, que no siente, ni tiene estrategia, ni organiza logística. Convendría no olvidarlo. Ni siquiera Churchill ofrecía la épica de la victoria; sólo sangre, sudor y lágrimas.

Ni se trata de una guerra, ni libramos una batalla. Afrontamos una crisis sanitaria. Necesitamos médicos y personal sanitario, equipos y hospitales, pedagogía masiva de protección y seguridad, asignar racionalmente recursos escasos, políticas de intervención pública masivas y reglas claras de funcionamiento social. Antes que destruir, necesitamos construir.

A lo mejor, los gobiernos deberían empezar a considerar la conveniencia de armar un relato más complejo. El ardor guerrero malgasta demasiada energía escasa, ha probado ser fácilmente manipulable –no tienen más que asomarse a las redes– y no parece viable mantener un confinamiento de semanas apelando únicamente a los sentimientos más primarios. Puede que no fuera mala idea empezar a apelar a la racionalidad de los ciudadanos.

En lugar de llamar a la guerra y la irracionalidad que supone, puede que empiece a resultar más sostenible convocar a la solidaridad, el esfuerzo y el sacrificio y la racionalidad y la humanidad que representan.

Vienen semanas y meses largos y difíciles. Habrá que asumir esfuerzos, hacer sacrificios y ser solidarios. La apelación continua al heroísmo no bastará. La excepcionalidad es la nueva normalidad. Los gobiernos deben esforzarse en explicar con claridad cómo funciona, cuáles son las reglas, por qué deben ser respetadas, quién gana y quién pierde y por qué ha de ser así.

Una de las prioridades de este Gobierno debería ser dejar bien claro que, al menos en aquello que respecta a las consecuencias económicas y sociales, las reglas de reparto del sufrimiento no van a ser las mismas que durante la Gran Recesión.

Tras la crisis financiera de 2007, vivimos la apoteosis de la “teoría del goteo”. Había que proteger a los más pudientes porque si a ellos les iba bien, la riqueza gotearía hacia abajo. Los gobiernos se embarcaron en políticas de “drenaje fiscal” destinadas a extraer recursos de las rentas medias y bajas hacia los “verdaderos creadores de riqueza”, las rentas más altas. El sufrimiento se redistribuyó hacia abajo y se extendió de manera masiva. La regla fue a mayor capacidad, menor sacrificio. El sufrimiento masivo recayó sobre aquellos con menos capacidad para aguantarlo.

Ha llegado la hora de exigir la devolución de aquel esfuerzo colectivo, y no se retorna publicitando hasta la indecencia la donación de unos cientos de miles de mascarillas. Es hora de redistribuir el sufrimiento, no limitarse a distribuirlo. Debe regir ahora el principio de “a mayor capacidad, mayor esfuerzo”. Las mismas empresas y fortunas que han aumentado sus beneficios y acumulado aún más riqueza con la Gran Recesión, deben asumir que a ellos les toca ahora pagar su parte. Quien más pueda, más debe sacrificarse. Es una cuestión de pura eficiencia.

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