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Un verbo que no existe

Luis Magrinyà

Hoy vamos a tamborilear un poco (banda sonora aquí). Como éste es un verbo que sale mucho en las novelas, nos intriga su abundancia, y mucho más su construcción. El Diccionario de la Real Academia Española, en su acepción 2, que es la que nos interesa, dice: “intr. Hacer son con los dedos imitando el ruido del tambor”. Vamos a olvidarnos de este “hacer son” y de la definición en general. Lo que nos preocupa es el “intr.”: según el DRAE, tamborilear es un verbo intransitivo, es decir, un verbo que no tiene complemento directo y que, además, no puede tenerlo (el DRAE no da la opción, como en otros verbos, de un uso transitivo).

No es que el DRAE no se haga a veces un lío con lo transitivo y lo intransitivo, por supuesto. Pero una de las primeras documentaciones que hemos encontrado de tamborilear en la base de datos léxica de la RAE respalda lealmente la construcción señalada en su Diccionario:

Amooor, pronunciaba el sabio obeso, […] tamborileando sobre su potente abdomen con los dedos ágiles y regordetestamborileando (Rubén Darío, El caso de la señorita Amelia, 1894; FCE, México, 1950, p. 228).

En un principio la cosa era así: alguien daba golpecitos rítmicos o tamborileaba con los dedos sobre o en alguna superficie: un abdomen, una puerta, una mesa, los cristales de una ventana, etc. Y se quedaba tan contento con ese ruidito y con cómo lo hacía.

Pero he aquí que en 1949 aparece don Alejandro Casona y nos da una sorpresa. En una acotación de su obra Los árboles mueren de pie, especifica:

Él se enjuga la frente con el pañuelo; ella tamborilea los dedos, nerviosatamborilea (Espasa-Calpe, Madrid, 1996, p.113).

¡Vaya! Aquí ya no se tamborilea con los dedos, sino que se tamborilean los dedos mismos. El verbo ha pasado a ser transitivo y su objeto son los dedos tamborileadores.

Ah, pero en 1961 llega Max Aub con La calle de Valverde y nos cambia el objeto:

Clementina tamborilea el embozo de la sábana bordadatamborilea (Cátedra, Madrid, 1985, p. 170).

En este uso transitivo, lo que se tamborilea ya no son los dedos, sino la superficie (el embozo de la sábana) que tocan los dedos. Sí, eso mismo que antes se construía con sobre o con en.

Entonces ¿qué demonios se tamborilea? ¿Los dedos o la superficie tamborileada? Se extiende la confusión. Los autores ya no saben a qué atenerse. Cunde el caos en las literaturas hispánicas. Arturo Pérez Reverte, en 1988, en El maestro de esgrima (Alfaguara, 1995, p. 31), decía que “Don Lucas Rioseco tamborileaba con los dedos sobre la mesa”; en cambio, catorce años después, en La Reina del Sur (Alfaguara, Madrid, 2002, p. 70), escribe: “Seguía tamborileando los dedos en la agenda”. ¿En qué quedamos? ¿Con con o sin con? Más chocante es el caso de Carlos Fuentes, que en una misma novela, La muerte de Artemio Cruz (1962), dice en la página 35: “Él tamborileaba los dedos sobre el vidrio de la mesa”; y luego en las 285-286: “y tamborileaba con los dedos sobre la cacerola negra” (Anaya-Muchnik, Madrid, 1994).

¡Qué jaleo!

Pero, tranquilos, la fiesta no ha terminado. Hay tiempo para una nueva mutación. Un día, el objeto de ese tamborilear transitivo deja de ser los dedos o las superficies y se transforma en ese mismo “son” que el DRAE nombraba en su definición. Así, en alguna parte “golpean la puerta, pero como si alguien se entretuviera en tamborilear una canción” (David W. Foster, Espacio escénico y lenguaje, Galerna, Buenos Aires, 1998, p. 104, no consta traductor); en otra, la “mano derecha de Mandamus tamborileó un ritmo controlado sobre el brazo de su butaca” (Isaac Asimov, Robots e Imperio, Debolsillo, Barcelona, 2007, p. 296, trad. de Rosa S. de Naveira); y cierto “señor Obscenidad tamborileó una melodía indescifrable sobre el vientre de ella, con las yemas de los dedos” (Susan Sontag, Yo etcétera, Debolsillo, Barcelona, 2008, no consta página en Google Books, trad. de Eduardo Goligorsky). ¡Ahora tamborileamos también canciones, ritmos, melodías!

Como en el objeto, no han faltado tampoco mutaciones en el sujeto, aunque esta vez más previsibles. En un principio, era una persona quien tamborileaba. Lo teníamos claro: yo tamborileo, tú tamborileas, etc. Pero, por el secular gusto por la sinécdoque, no hemos tardado —ya nos lo avisaba la mano derecha de Mandamus— en trocearnos: ya no tamborileamos nosotros sino nuestras partes. Esos benditos dedos no solo son el instrumento y el objeto de tamborilear: también pueden ser su sujeto. Y, ya que estamos, las manos, el pulso, el corazón y hasta los ojos y la cabeza. Sin olvidar la lluvia:

Los pies taconean el piso, los dedos tamborilean contra la mesa tamborilean (Santiago Esmeralda, El sueño de América, Mondadori, Barcelona, 1996, p.277).

Una de sus manos tamborileaba en la mesa mugrienta (Mario Vargas Llosa, La ciudad y los perros, 1962; Seix Barral, Barcelona, 1997, p. 389).

Y tu pulso tamborileaba en mis sienes y muñecas / como diminutas patas de ciempiéstamborileaba (Maga, Diecinueve, disco de 2002).

Con el corazón desbocado y mis ojos tamborileando en sus cuencastamborileando (Kasumy, Foros Pokemon Safari, 1994).

Su corazón tamborilea y quiere salirse de su pechotamborilea (Valle Vaquero Serrano, El dulce fruto de la primavera: Garcilaso y Guiomar, Entrelíneas, Madrid, p. 252).

Oigo la lluvia tamborilear afueratamborilear (Ana Cristina Rossi, María la noche, Lumen, Barcelona, 1985, p. 100).

Y mi favorita, que combina varias modalidades:

Mientras corría notaba como su cabeza tamborileaba un frenético golpeteo que le estaba empezando a molestar, aparte de la gran presión que sentía sobre la mismatamborileaba (Andrea Vilas, blog La magia de las historias).

En fin…

Ahora, si les propusiera que hicieran una frase cualquiera con el verbo tamborilear, ¿qué me dirían? ¿Tamborilearían ustedes, o sus manos, o su cabeza? ¿Tamborilearían con los dedos, o sin ellos? ¿Tamborilearían esos dedos, o una mesa, una agenda, una melodía, un “golpeteo”? ¿O todo junto? Aseguraría que no tendrían ni idea.

Y eso es lo que les pasa a nuestros escritores y traductores: como ustedes o como yo, no tienen ni idea de cómo se construye este verbo… así que lo construyen como les da la gana. O más bien como les pilla: no es versatilidad, es incertidumbre; no es energía multiforme, es patología sintáctica. Resulta por tanto curioso, dado el carácter mórbido del verbo, que los novelistas no lo eviten prudentemente, sino que sigan, al contrario, tamborileando como posesos. A mí me da la impresión de que, pese a los denodados testimonios de vida, tamborilear es hoy —bueno, desde hace ya bastante tiempo— un verbo que no existe. ¿Cómo puede existir un verbo que nadie sabe cómo se usa? Pues sencillamente porque, contra todas las pruebas a su favor, no se usa. Si se usara, sabríamos cómo usarlo.

No hace mucho, en otro L&L hablábamos de la carpintería de los diálogos y de los esfuerzos tremebundos de los novelistas para que sus personajes hagan algo: sacudir la cabeza, fruncir el ceño, encogerse de hombros, arquear una ceja, rezongar, mirar fijamente, etc. Tamborilear es uno de esos algos. Y la misma vacilación, la misma falsedad de su construcción revela a las claras la falsedad de la acción que pretenede representar. Tamborilear no existe porque es solo un tópico de novela sin la menor correspondencia con un estado real de lengua. Los novelistas no saben construir el verbo porque son los únicos que piensan en él. No pueden consultar al hablante que tengan más a mano porque ningún hablante, a no ser que sea otro cursi que solo lea novelas, dice que tamborilea, y por eso deben recurrir a otros novelistas que se encuentran en la misma situación que ellos. Hay, desde luego, términos que son privativos del lenguaje literario, pero un estudio de los textos debería proporcionarnos claves razonables para su uso… cosa que, por cierto, no siempre sucede. Y, desde luego, no es el caso de tamborilear. El estudio de sus usos, como hemos visto aquí, no lleva a ninguna parte. Tamborilear es un pegote que solo sirve para tapar —muy torpemente, acaso con algún dudoso “efecto”— lagunas de novelista.

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